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– Creo que las cosas han mejorado -observé.

– Eso es verdad. Juré que jamás trataría así a mis hijos y es una promesa que he sabido cumplir. Nunca les he levantado la mano.

Lo miré en espera de algún reconocimiento a regañadientes de su propia conducta, pero la conexión por lo visto se le escapaba. Cambié de tema.

– Tu padre murió de un ataque al corazón, ¿no?

Dio una chupada al cigarrillo y se quitó una mota de tabaco de la lengua.

– Se cayó redondo en el patio. El médico le dijo que evitara las grasas y un sábado dio cuenta de una bandeja de huevos con beicon, salchichas fritas, pisto, cuatro tazas de café y un cigarrillo. Se levantó, dijo que se sentía como nunca y se fue a su casa. No llegó a las escaleras. Dijeron que había sido «oclusión coronaria». La autopsia le descubrió en la arteria una abertura fina como un hilo de coser.

– Entiendo que no crees que su muerte esté relacionada con la entrada en el piso.

– No creo que lo mataran, si es a eso a lo que quieres ir a parar, aunque podría haber alguna relación. Indirecta -dijo. Observó la brasa del cigarrillo-. Tienes que saber algo acerca de mi padre. Era un paranoico. Le gustaban las contraseñas, las llamadas en clave y todas esas patrañas de los espías de película. Había cosas de las que no le gustaba hablar, en particular de la guerra. De tarde en tarde, si le había dado al whisky, hablaba como una cotorra, pero cuando se le hacía una pregunta, cerraba la boca en el acto.

– ¿Qué crees que era?

– Bueno, acabé acostumbrándome, pero deja que te diga algo. A mí todo esto me parece muy raro, digo la cadena de los acontecimientos. El viejo se muere y eso habría tenido que ser el punto final. Pero a Bucky se le ocurre la brillante idea de solicitar lo del entierro y todos se ponen en guardia.

– ¿Quiénes se ponen en guardia?

– El Estado.

– El Estado -repetí.

Adelantó el tórax y bajó la voz.

– Tengo la sospecha de que mi padre se escondía del FBI.

Lo miré de hito en hito.

– ¿Por qué?

– ¿Que por qué? Ahora verás. ¿Cuánto hacía que se había acabado la guerra? Nunca solicitó nada, ni ayudas, ni pensiones, ni asistencia médica. ¿Y por qué?

– Me rindo.

Sonrió ligeramente, insensible al hecho de que no me lo tragara.

– Ríete si así te sientes mejor, pero fíjate en los hechos. Enviamos una solicitud… toda la información está bien… pero primero dicen que no tienen ningún expediente a su nombre, lo cual es mentira. Invención pura y simple. ¿Cómo no van a tener ningún expediente a su nombre? Es absurdo. Desde luego que tienen uno. ¿Lo admiten? No, señora. ¿Me sigues? Llamo por teléfono a Randolph, la base de las Fuerzas Aéreas donde se guardan todos los expedientes, y tengo que recorrer otra vez todo el laberinto. Me ponen toda clase de obstáculos, pero yo firme como una roca. Así que llamo al Centro de Información Nacional de San Luis. Nada de nada. No lo conocen ni por casualidad. Y llamo a Washington, D.C., llamo al Pentágono, ¿me comprendes? Nada. Ni expediente ni gaitas. Bueno, será que me estoy volviendo idiota porque yo ya no entiendo nada. Lo único que se me ocurre es armar un escándalo. Quiero decir que nos lo hemos tomado muy en serio. Trescientos dólares de mierda, pero yo no renuncio ni a un centavo. No voy a permitir que me los quiten. Mi padre combatió por su país y tiene derecho a un entierro decente. ¿Qué he conseguido? Exactamente lo mismo. No saben nada de nada. Y ahora esto. -Señaló con el pulgar hacia el piso del garaje-. ¿Entiendes lo que digo?

– No.

– Bueno, pues piensa. -Esperé. No tenía ni la más remota idea del punto al que quería llegar. Dio una larga chupada al cigarrillo-. ¿Sabes lo que creo? -Hizo una pausa para crear expectativas, para intensificar el efecto-. Creo que han tardado tanto para poder enviar aquí a unos cuantos tipos y averiguar cuánto sabíamos.

Era una frase tan espesa que no supe qué parte analizar primero. Procuré aparentar calma.

– ¿Sobre qué?

– Sobre lo que hizo durante la guerra -dijo, como si hablase con una retrasada mental-. Creo que mi padre estaba en información militar.

– Hubo muchos que trabajaron en información militar. ¿Y qué?

– Es verdad. Pero él nunca lo admitió, jamás dijo una palabra. ¿Y sabes por qué? Creo que era agente doble.

– Un momento. ¿Quieres decir espía?

– En cierto modo, sí. Recoger información. Creo que por eso se ha prohibido el acceso a su expediente.

– Piensas que se ha prohibido el acceso a su expediente. Y que por ese motivo no obtenéis ninguna confirmación de la Oficina de Veteranos -dije, reestructurando su pensamiento.

– Diana. -Me señaló con el dedo y me guiñó el ojo, como si por fin hubiera alcanzado yo el coeficiente intelectual que hacía falta.

Lo miré sin expresión. Aquello empezaba a parecerse a esas discusiones con los fanáticos de la ufología en las que la ausencia de documentación se toma como prueba manifiesta de la censura de las autoridades.

– ¿Quieres decir que trabajó para los alemanes o que les espió en beneficio nuestro?

– Para los alemanes, no. Para los japoneses. Creo que es posible que trabajara para ellos, pero no lo puedo asegurar. Estuvo en Birmania. Eso lo admitía.

– ¿Y por qué tendría que ser un secreto tan importante al cabo de tantos años?

– ¿A ti qué te parece?

– ¿Y cómo quieres que lo sepa? Con franqueza, Chester, soy incapaz de conjeturar sobre este asunto. Ni siquiera conocía a tu padre. No tengo forma de imaginar en qué estaba metido. Si es que estaba metido en algo.

– No te digo que especules. Te pido que seas objetiva. ¿Por qué otro motivo iban a decirnos que no estuvo en las Fuerzas Aéreas? Dime un solo motivo de peso.

– Hasta ahora no tienes ninguna prueba de que estuviera.

– ¿Y por qué iba a mentir? El viejo no habría mentido en un asunto así. No te das cuenta.

– No, no me doy cuenta. De lo que sí me percato es de que en el fondo no dicen que no estuviese en las Fuerzas Aéreas -dije-. Dicen que no pueden identificarlo con la información que habéis remitido. Tiene que haber un centenar de hombres llamados John Lee. Seguramente más.

– ¿Con su misma fecha de nacimiento y su mismo número de la Seguridad Social? Vamos. ¿Crees que no tienen informatizado todo esto? Lo único que tienen que hacer es mecanografiarlo. Pulsar Return. Y bum, les sale en pantalla. ¿Por qué lo niegan entonces?

– ¿Qué te hace creer que tienen informatizados todos esos datos? -dije para pincharle. La cuestión no era precisamente aquélla, pero tenía ganas de discutir.

– ¿Qué te hace creer que no los tienen?

Contuve un quejido a duras penas. La conversación empezaba a reventarme, pero no encontraba la forma de escurrir el bulto.

– Vamos, Chester. Deja de darle vueltas, ¿quieres?

– Has preguntado y he respondido.