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– Olvídalo, narices. Te lo concedo. Aceptemos que era espía como hipótesis de trabajo. Pero fue hace cuarenta años y pico. El hombre está muerto ya. ¿A quién crees que puede importarle?

– Puede que no sea él quien les importe. Puede que les importe algo que él tenía. Puede que les robara algo. Y ahora lo quieran recuperar.

– Me vas a volver loca. ¿Qué quieren recuperar?

– ¿Cómo voy a saberlo? Expedientes. Documentos. Sólo es una intuición.

Tenía ganas de apoyar la cabecita en la mesa y llorar de desesperación.

– Chester, eso no tiene ni pies ni cabeza.

– ¿Por qué no?

– Porque si es verdad, ¿por qué llamar la atención al respecto? ¿Por qué no se limitan a daros los trescientos dólares? Luego vienen cuando se les antoje y buscan el material en cuestión… lo que imaginas que tenía tu padre. Si estuvo escondido durante tantos años… si lo han estado buscando y ahora saben su paradero, ¿por qué levantar sospechas negándose a pagar una miserable reclamación de trescientos dólares?

– Cuatrocientos cincuenta con los gastos de la inhumación -dijo.

Transigí con los numeritos.

– Vale, cuatrocientos cincuenta -dije-. La pregunta es la misma. ¿Por qué levantar la liebre?

– Oye, yo no sabría decir por qué el Estado hace lo que hace. Si esos tíos fueran tan inteligentes, lo habrían localizado hace mucho. La solicitud a la Oficina de Veteranos ha sido la señal de alarma. Eso es lo único que digo.

Respiré profundamente.

– Adelantas conclusiones.

Apagó el cigarrillo.

– Pues claro que las adelanto. La cuestión es si estoy en lo cierto. Tal como yo lo veo, han acabado por descubrirlo y éste es el resultado. -Señaló con la cabeza hacia el piso del garaje-. He aquí la pregunta que me hago: ¿han encontrado lo que buscaban o sigue escondido en alguna parte? Y te diré algo más. El tal Rawson podría estar implicado en esto.

Esta vez lancé un quejido ruidoso y me llevé las manos a la cabeza. La charla me ponía tirante el cuello y me masajeé los trapecios.

– Bueno, mira. Es una hipótesis interesante y te deseo mucha suerte. Para lo único que me ofrecí fue para echar un vistazo, por si encontraba chapas identificativas o una fotografía. Tú quieres convertir esto en una historia de espías y ésa no es mi especialidad. Gracias por el bocadillo. Eres un genio con las salchichas.

La mirada de Chester se fijó de pronto en un punto situado a mis espaldas. Hubo un rápido repiqueteo en la puerta y di un respingo. Chester se puso en pie.

– Policía -dijo en Voz baja-. Limítate a comportarte con normalidad.

Se dirigió a la puerta para abrir al agente mientras me daba la vuelta y le miraba la espalda con un frunce de perplejidad. Que me comportara con normalidad. ¿Por qué no iba a comportarme con normalidad? Soy normal.

Oí desde el interior el murmullo de presentación del agente de uniforme. Chester lo hizo pasar a la cocina.

– Le agradezco que haya venido. Una vecina, Kinsey Millhone. El agente Wettig -dijo, con vocecita falsa de Buen Ciudadano.

Miré la placa identificativa del agente. P. Wettig. Paul, Peter, Phillip. Hasta la fecha no lo había visto durante mis paseos por Jefatura. Mis anfitriones siempre habían sido Gutiérrez y Pettigrew. A pesar de mi escepticismo, parece que la teoría conspiratoria de Chester había surtido algún efecto, porque ya me preguntaba si no habrían interceptado su llamada al 911 y enviado un impostor en lugar de un policía de verdad. Wettig estaría cerca de los cincuenta y más que un patrullero de uniforme parecía un cantante de sala de fiestas. Era rubio y llevaba el pelo largo y recogido en una coleta; ojos castaños, nariz pequeña y roma, barbilla redonda. Le eché un metro con noventa y alrededor de cien kilos de peso. El uniforme parecía auténtico, pero ¿no era un poco maduro para ser patrullero?

– Hola, qué tal -dije, estrechándole la mano-. Esperaba ver a Gerald Pettigrew y a María Gutiérrez.

La expresión de Wettig era neutral, su voz suave.

– Han deshecho el equipo. Pettigrew está ahora en Tráfico y María se fue a la comisaría del sheriff del condado.

– ¿De veras? No me había enterado. -Miré a Chester-. ¿Quieres que me quede? Si lo prefieres, me voy a dar una vuelta.

– No te preocupes. Te llamaré más tarde. -Miró al agente Wettig-. Será mejor que le enseñe el piso.

Vi que Chester y el agente bajaban los peldaños de la parte posterior y que cruzaban el sendero de cemento. En cuanto se perdieron de vista, me fui por el pasillo y miré hacia la calle. Junto a la acera había estacionado un coche patrulla blanquinegro. Encontré el teléfono, que estaba escondido en el vestíbulo, en un entrante que parecía un pequeño altar empotrado. Abrí la guía y marqué el número general de la Jefatura de Policía de Santa Teresa. Respondió una mujer de Archivos.

– Buenas. ¿Podría decirme si el agente Wettig está ahora de servicio?

– Espere un instante que voy a comprobarlo. -Interrumpió la comunicación, dejándome a la espera. La reanudó momentos después-. Está de servicio hasta las tres de la tarde. ¿Quiere dejarle algún recado?

– No, gracias. Volveré a llamar -dije y colgué. Me ruboricé con efectos retardados y sintiendo un poco de vergüenza. Pues claro que existía un agente Wettig. ¿Qué me pasaba?

Capítulo 4

Al salir de la casa de Bucky me fui a la mía, donde dormí una breve pero reparadora siesta que sospechaba, incluso entonces, que iba a ser uno de los momentos más atractivos de mi periodo de vacaciones. A las cinco menos cinco me pasé el peine y bajé corriendo la escalera de caracol.

El cielo encapotado creaba un clima de ocaso prematuro y los semáforos parpadeaban ya cuando cerré la puerta de la calle. Aunque la temperatura descendía a media tarde, la puerta trasera de Henry estaba abierta. Por el cancel de tela metálica salían risas estruendosas junto con una tentadora variedad de aromas culinarios. Henry tocaba en el piano de la sala un aire de ragtime. Crucé el patio de guijarros y llamé al cancel. Ya estaban en marcha los preparativos para el banquete de cumpleaños de Lewis. Le había comprado un juego de útiles de afeitar de plata, un cuenco y una brocha que había encontrado en una tienda de antigüedades. El juego era más «coleccionable» que antiguo, pero pensé que o lo utilizaría o lo admiraría.

Lewis estaba limpiando cubiertos, pero me hizo pasar. Se había quitado la chaqueta y estaba con los pantalones del traje, chaleco y una almidonada camisa blanca con las mangas subidas. Charlie se había ceñido en la cintura uno de los delantales de Henry y se dedicaba a ultimar los detalles de la tarta de cumpleaños de su hermano. Henry me había dicho que Charlie se estaba volviendo inseguro a causa de su mal oído. Hacía cinco años se había hecho un reconocimiento médico oficial. El otorrinolaringólogo le había recomendado entonces que llevara audífono y Charlie había seguido el consejo. Lo había llevado durante una semana aproximadamente y luego lo había guardado en un cajón. Dijo que los que había probado le sentaban como si le metieran un dedo en cada oído. Que cada vez que tiraba de la cadena del retrete, sonaba como las cataratas del Niágara. Pasarse el peine por el pelo era como si alguien pisase grava. No le parecía tan grave que los demás hablasen en voz alta para que los oyese. Casi siempre estaba con la mano abierta detrás de la oreja. Y no paraba de repetir «¿Qué?». Los otros tendían a no hacerle caso.

La tarta que preparaba se caía hacia un lado y estaba echando una gruesa capa de azúcar glaseado para apuntalarla. Levantó la vista para mirarme.

– No hay que permitir que quien cumple años prepare su propia tarta de cumpleaños -dijo-. Nell prepara las distintas capas, menos cuando es su cumpleaños, como es lógico, y yo me encargo del azúcar glaseado, que según ella nunca me sale en su punto.