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– Tranquilo. ¿Qué haces a estas horas?

– ¿Eras tú a quien he visto corriendo por Cabana hace un rato?

– Sí -dije con precaución-. ¿Me llamas para preguntarme eso o hay algo más?

– No, no, de ningún modo. Ha sido sólo por preguntar -dijo-. Hay algo que me gustaría enseñarte. Lo encontramos anoche.

– ¿De qué «algo» se trata?

– Tú ven y échale un vistazo. Lo descubrió Bucky mientras limpiaba el piso del abuelo. Nadie tocará nada hasta que lo veas personalmente. Y prepara una buena disculpa. -Casi parecía contento.

– Dame cinco minutos.

Lavé el tazón y la cuchara, guardé los cereales y la leche y pasé una esponja húmeda por el mármol de la cocina. Una de las alegrías de vivir sola es que la única suciedad que limpias es la que tú misma acabas de dejar. Me guardé las llaves en el bolsillo de la cazadora, cerré la puerta y me puse en camino. El barrio se había reanimado en el tiempo transcurrido desde que había vuelto. Vi a Lewis media manzana más allá, dando su paseo matutino. Moza Lowenstein barría el porche delantero de su casa y un vecino con un loro en el hombro paseaba al perro.

Era uno de esos impecables días de noviembre en que hace sol y fresco, y se percibe en el aire el perfume de los incendios forestales declarados durante la noche. En nuestra calle, las palmeras y las plantas de hoja perenne son puntos de referencia inmutables en un paisaje que parece cambiar de manera imperceptible con el paso de las estaciones. Incluso en California tenemos nuestra modesta versión del otoño, una fugaz mezcla de colores creada por el gingko chino, el ocozol, el roble norteamericano y el álamo blanco. Un arce ocasional traza a veces al pie de las colinas un signo de admiración de rojo vibrante, aunque los matices más vistosos los proporcionan las llamas de los incendios que asolan los bosques todos los años. El presente año, los pirómanos habían atacado cuatro veces en sendas zonas del estado de California, dejando de color ceniza miles de hectáreas, tan fantasmales y estériles como la Luna.

Cuando llegué a casa de Bucky, rodeé la vivienda principal y eché a andar por el sendero. La zona de aparcamiento, un espacio con cemento feamente resquebrajado, estaba cubierta de cajas de cartón de todas clases y deduje que el traslado de los efectos personales de Johnny estaba ya en marcha. Subí los peldaños de madera hasta la vivienda superior. La puerta estaba abierta y oí murmullo de voces. Me detuve en el umbral. Sin el laberinto ni el bulto de las cajas, el lugar parecía más pequeño y asqueroso. Los muebles seguían allí, pero las habitaciones parecían haberse encogido de manera imperceptible.

Bucky y Chester estaban junto al armario empotrado, que habían vaciado de la ropa que quedaba. Los dos vestían versiones diferentes de la misma camisa hawaiana de nailon y manga corta; la de Bucky de verde fosforescente, la de Chester de azul intenso. Babe estaba allí también, doblando y guardando ropa en un baúl antiguo. Amontonaba las perchas a su derecha conforme descolgaba las prendas. Calzaba las zapatillas playeras de siempre y llevaba pantalón corto y camiseta de tirantes. No tuve más remedio que admirar la comodidad con que daba ocupación a su cetáceo cuerpo. Yo me habría puesto a tiritar con aquella ropa, pero a ella no parecía afectarle.

Chester sonrió al verme.

– Ah, ya estás aquí. De ti precisamente estábamos hablando. Ven y míralo. A ver qué te parece.

Don Amable, me dije.

Bucky retrocedió para que pudiera ver la trampilla que había descubierto al fondo del armario. En un hueco abierto al parecer en un bloque de hormigón había empotrada una caja fuerte de pequeño tamaño. La portezuela de la caja tendría cuarenta centímetros de anchura por treinta y cinco de altura. La trampilla, de madera de contrachapado, se había construido con cuidado, con bisagras empotradas. El pestillo cerraba a presión, parecía de muelles y seguramente se abría tocando ligeramente la madera.

– Es impresionante. ¿Cómo lo habéis descubierto? -pregunté.

Bucky sonrió con timidez, evidentemente satisfecho de sí mismo.

– Vaciamos el armario y mientras barría golpeé la parte trasera con el mango de la escoba. Sonó de un modo raro, fui en busca de una linterna y me puse a mirar de cerca, quiero decir golpeando la pared. Sonaba hueco en esta parte, di un empujón y se abrió la trampilla.

Me acuclillé delante de la abertura, escrutando el hueco que quedaba entre los pilares de cemento. La parte delantera de la caja de seguridad era de las que imponen respeto, aunque no había que llamarse a engaño. Pocas cajas fuertes caseras se han construido para oponer resistencia a cacos profesionales armados con las herramientas de rigor y con tiempo suficiente para descerrajar lo que sea. La que miraba tenía que ser una caja contra incendios, de esas que parecen de acero macizo, pero que no tienen más que una chapa metálica exterior forrada con material aislante. Estas cajas sirven para proteger lo que sea de un incendio doméstico de poca duración. En las cajas antiguas no es extraño ver un material aislante tan básico como el cemento puro. Las cajas modernas prefieren la mica o la tierra diatomácea, cuyas partículas, encontradas en las herramientas y ropas de un sospechoso, permiten identificar al fabricante concreto de la caja.

Al mirar más detenidamente vi que la caja no estaba incrustada en el cemento, sino que éste formaba un hueco en el que se había introducido aquélla.

– Hemos llamado a un cerrajero -dijo Chester-. Me moría de impaciencia, llamé a un número de urgencia y dije que enviaran a alguien. Es posible que detrás de ese mecanismo de apertura esté la solución de todo. -Seguramente imaginaba planos y claves, un pequeño transmisor de radio, una Luger y fechas de emisión escritas con tinta invisible.

– ¿Habéis buscado la combinación? Puede que la apuntara y la guardase por aquí cerca. La mayoría de la gente desconfía de su memoria y no creo que nadie quiera perder el tiempo buscando cada vez que necesite abrir la caja.

– Ya hemos pensado en eso y hemos buscado por todos los rincones. ¿Y tú? Ayer estuviste mirándolo todo a conciencia. ¿Encontraste algo que pudiera parecerse a una combinación?

Me encogí de hombros.

– No recuerdo haber visto números, aunque pudo recurrir a su fecha de nacimiento o su número de la Seguridad Social.

– ¿Puede hacerse? -preguntó Bucky-. ¿Se puede preparar una combinación con las cifras que uno quiera?

– Que yo sepa, sí. No soy experta en el asunto, pero siempre he pensado que se puede hacer.

– ¿Qué dices tú? ¿La sacamos? -preguntó Chester.

– No perdemos nada con intentarlo. Lo más seguro es que el cerrajero tenga que sacarla cuando venga -dije.

Me enderecé y salí del armario, dejando a Bucky y a Chester espacio suficiente para sacar la caja del hueco. Les costó muchos tirones y bufidos hasta que por fin la depositaron en el suelo, en el centro de la habitación. Una vez libre de su cárcel de cemento, la pudimos observar mejor. Los tres inspeccionamos las superficies exteriores como si fuera un objeto misterioso procedente del espacio exterior. Tendría unos cuarenta centímetros de profundidad, estaba pintada de color beige y gris, y tenía patas de goma. No parecía antigua. El disco de la cerradura estaba numerado del uno al cien, lo que quería decir que se podía formar casi un millón de combinaciones. Ponerse a marcar números al azar era absurdo.

Babe había dejado de empaquetar ropa y miraba lo que hacíamos.

– A lo mejor está abierta -dijo, sin dirigirse a nadie en particular. Los tres nos volvimos a mirarla-. Podría estarlo, ¿no?

– Salgamos de dudas -dije. Tiré de la manija, pero fue en vano. Giré la ruedecilla varias veces en ambos sentidos, sin soltar la manija, pensando en la posibilidad de que el disco se hubiera dejado cerca del último dígito de la combinación. No hubo suerte.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Bucky.

– Supongo que esperar -dije.