Выбрать главу

Antes de una hora llegó el técnico de cajas fuertes con una gran caja de herramientas de metal de color rojo. Dijo que se llamaba Bergan Jones y que era de Cerrajerías Santa Teresa. Primero estrechó la mano de Chester, luego la de Bucky y finalmente la mía. Babe se había puesto otra vez a doblar ropa, pero saludó con la cabeza al recién llegado cuando se lo presentaron. Jones era alto y huesudo, de pelo rubio rojizo, cargado de espaldas, de frente alta y sobresaliente, cejas pelirrojas y gafas grandes de montura de carey. Le eché cincuenta y cinco años, aunque habría podido tener cinco más o cinco menos.

– Espero que sepa usted abrir esto -dijo Chester, señalando la caja que ya había llamado la atención de Jones.

– No hay problema. Probablemente abro treinta cajas de caudales al mes. Conozco este modelo. Tardaré poco.

Los cuatro nos quedamos mirando con fascinación al cerrajero, que abrió la caja de herramientas. Había algo en sus movimientos que recordaba a un médico de cabecera visitando a domicilio. Y tras el diagnóstico inicial, la cosa no era grave, así que todos respiramos aliviados. Ya sólo quedaba administrar el remedio indicado. Sacó un aparato cónico, lo pegó al disco numerado y se puso a desatornillar éste. Al cabo de dos minutos, desencajó el disco, lo puso a un lado y quitó los tornillos que sujetaban una pieza circular, apartó ésta a su vez y la puso en el suelo, junto al disco. Sacó a continuación un taladro eléctrico y se puso a abrir un agujero en el metal, en la zona oculta hasta entonces por la pieza circular y el disco.

– ¿Le hace un agujero y ya está? -dijo Babe. Parecía decepcionada. A lo mejor esperaba ver cartuchos de dinamita o nitroglicerina. Jones sonrió.

– Yo no hablaría con tanta ligereza. Esta es una caja doméstica contra incendios. Si fuese antirrobo, encontraríamos un blindaje, una coraza protectora detrás de la chapa exterior de acero. He traído brocas especiales por si acaso, pero aun así tardaría media hora en abrir un agujero de medio centímetro. Muchas tienen mecanismos adicionales con cierres de refuerzo. Agujereas donde no debes y a lo mejor se disparan. Cuando esto ocurre, hay que sudar tinta para conseguir algo. Esta es sencilla.

Nos mantuvimos en silencio mientras taladraba, ya que el agudo gemido del metal no invitaba a la conversación. Jones tenía el vello del dorso de las manos de un dorado muy bonito, los dedos largos, las muñecas delgadas. Sonreía para sí, como si supiera algo que a los demás no se nos había ocurrido aún. O puede que fuera un hombre a quien le gustaba su trabajo. En cuanto hizo el agujero, sacó otro aparato.

– ¿Qué es eso? -pregunté.

– Un oftalmoscopio -dijo-. Los utilizan los oculistas para mirar dentro de los ojos. Permite ver las ruedecillas de la combinación y saber cómo se mueven. -Se puso a mirar por el agujero recién abierto, acercando la cara y girando una ruedecilla que había en el aparato y que servía para regular la longitud focal. Mientras miraba por el oftalmoscopio, se puso a girar con cuidado hacia la izquierda el extremo de la pieza que sobresalía-. Esto mueve el volante, que a su vez está engranado con la tercera rueda de la combinación. La tercera rueda mueve la segunda y ésta hace girar la primera -dijo-. Hacen falta cuatro vueltas para que se mueva la primera rueda. La primera rueda es la más próxima a la superficie de la caja. Aquí está. Perfecto. La muesca está debajo mismo de la guía. Ahora invertiremos el sentido de las rotaciones, reduciendo el número de vueltas. En cuanto tenga las tres ruedas en línea, la guía caerá en el instante mismo en que el codo articulado entre en la muesca del volante. Seguimos girando, el codo articulado tira del pestillo y ya está.

Y al decir aquello, tiró de la manija y abrió la caja fuerte. Chester, Bucky y yo lanzamos una exclamación simultánea, como si estuviéramos contemplando fuegos artificiales.

– Pero si está vacía -dijo Babe.

– Seguramente se lo han llevado ya. ¡Maldición! -dijo Chester.

– ¿Qué se han llevado? -preguntó Babe. Chester se limitó a mirarla de reojo y no respondió.

Mientras Bergan Jones tomaba nota de la combinación y guardaba las herramientas, Bucky se puso a mirar dentro de la caja, se tendió de espaldas como un mecánico de coches e iluminó el interior con una linterna.

– Papá, aquí han pegado algo.

Me incliné y miré junto a él. Había un objeto pegado en el techo de la caja de seguridad con un trozo de cinta adhesiva rugosa.

Chester pasó por encima de las piernas de Bucky, se agachó y contempló el objeto con los ojos entornados.

– ¿Qué es? Arráncalo, quiero echarle un vistazo.

Bucky despegó con cuidado un extremo de la cinta y acto seguido le dio un tirón como si fuera una tirita. Pegada a la cinta adhesiva había una llave grande de hierro. Parecía una llave maestra de las de antes, con muescas sencillas en el extremo. La levantó.

– ¿La reconoce alguien?

– Que me zurzan -dije, y me volví hacia Chester-. ¿Te suena?

– No, pero, ahora que lo pienso, el abuelo estaba siempre tonteando con cerraduras. Le entusiasmaban. Le gustaba sacarlas de las puertas y limar llaves para que entraran.

– Yo nunca se lo vi hacer -dijo Bucky.

– Hablo de cuando yo era pequeño. Durante la Depresión trabajó con un cerrajero. Recuerdo que decía que era divertidísimo. Tenía una colección de cerraduras antiguas, un centenar por lo menos, pero hace años que no sé nada de ellas.

Sostuve la llave en la palma y le di la vuelta. Se había construido con cierto gusto por los adornos, el mango tenía el borde lobulado y había un agujero en el otro extremo, como si fuera una ganzúa. Vista en posición vertical, la punta parecía un signo de interrogación.

– La cerradura y el ojo de la cerradura tienen que tener una forma como mínimo extraña. ¿No recuerdas haber visto nada parecido en la casa?

Chester hizo un puchero.

– Yo no. ¿Y vosotros? Conocéis ya la casa mejor que yo.

Bucky negó con la cabeza y Babe se encogió ligeramente de hombros. Se la tendí a Jones.

– ¿Se le ocurre algo?

Jones sonrió con discreción y echó los cierres de la caja de herramientas.

– Parece una llave de portalón. De esas grandes y antiguas verjas de hierro que suele haber en las casas señoriales. -Se volvió hacia Chester-. ¿Le mando la factura?

– Le extenderé un cheque. Vamos a la cocina y arreglaremos ese asunto. A estas alturas habrá deducido ya que mi padre murió hace unos meses. Todavía estamos poniendo en orden sus cosas. Encontrar la caja de seguridad ha sido una sorpresa. La gente debería dejar instrucciones. Qué es tal cosa y quién ha de quedarse con lo que sea. En cualquier caso, gracias por todo.

– Es mi trabajo.

Los dos hombres se marcharon, dejándonos a Bucky, Babe y a mí contemplando la llave.

– ¿Ahora qué? -dijo Bucky.

– Tengo un amigo que sabe mucho de cerraduras -dije-. Puede que se le ocurra algo sobre la cerradura a que corresponde.

– Como quieras. A nosotros no nos sirve de nada.

Babe me quitó la llave y la observó con el entrecejo fruncido.

– Puede que el abuelo la guardara porque le gustaba su aspecto -dijo-. Es bonita. Y antigua. -Se la dio a Bucky y éste me la devolvió.

– Sí, pero ¿por qué la guardaba en una caja fuerte contra incendios? Habría podido tenerla en un cajón. O colgada al cuello de una cadena -dijo Bucky.

– Si no os importa, veré lo que opina mi experto local.

– Por mí, de acuerdo -dijo Bucky.

Me guardé la llave en el bolsillo de los téjanos sin comentar que el experto local era el caco que además me había regalado el juego de ganzúas que llevo en el bolso de mano.

Mientras volvía a casa andando, me puse a repasar la película de los acontecimientos. He de confesar que me picaba la curiosidad por lo sucedido durante las últimas veinticuatro horas. No se trataba por fuerza de la teoría chesteriana de los espías, que seguía pareciéndome inverosímil. Lo que me cosquilleaba era la serie de preguntas inconcretas y sin respuesta que afloraban en relación con la vida del difunto. Me gustan el orden y la limpieza; detesto la confusión y las bolas de polvo debajo de la cama.