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Nada más llegar, tomé asiento ante la mesa, saqué un puñado de tarjetas de fichero y me puse a tomar notas. Fue increíble la cantidad de detalles que pude recordar en cuanto comencé a ponerlos por escrito. Cuando hube agotado el tema, clavé las tarjetas en el tablón de corcho que tengo colgado en la pared, encima de la mesa. Apoyé los pies en ésta, me retrepé en el sillón giratorio con las manos en la nuca y analicé el conjunto. Allí pasaba algo, pero no se me ocurría qué podía ser. Cambié de sitio algunas tarjetas para darles un orden diferente. Era algo que había leído. Birmania. Algo sobre el general Chennault y la Unidad de Voluntarios de Estados Unidos. La esencia de lo que era se me escapaba, pero sabía que estaba allí. Pensé en la identificación de la unidad en que había servido. ¿Se trataba de aquello solamente o había algo más en juego? Al revisar los libros de Johnny, había visto el nombre de varios pilotos de guerra. Aún tenía que estar vivo más de uno. ¿Podrían darme alguna pista para identificar la escuadrilla de Johnny? Sería como tener un grano en el trasero y no iba a ser yo quien lo hiciera, pero al menos podía decir a Chester dónde estaba el buen camino. Tendría que repasar otra vez los libros para encontrar la referencia y que el diablo me llevara, porque la verdad es que no tenía otra cosa que hacer. Además, cuando un nudo me preocupa, tengo que deshacerlo.

Llamé a mi amigo el caco, pero le habían cortado la línea. Empezábamos bien. Más tarde iría a la Jefatura de Policía de Santa Teresa. El inspector Halpern, de la Brigada Criminal, sabría seguramente dónde podría encontrarlo.

Capítulo 5

A eso de las diez volví a casa de Bucky. Llamé a la puerta, pero como pasaron varios minutos sin que nadie respondiese, eché a andar por el sendero, hacia la parte trasera. La surtida colección de cajas había sido echada a un lado para hacer transitable el sendero. La puerta del garaje, a mi izquierda, estaba abierta y el Buick había desaparecido. Tal vez se habían ido los tres a desayunar. La otra mitad del garaje biplaza estaba llena de trastos y era una impenetrable montaña de cajas, muebles viejos, electrodomésticos y útiles para el cuidado del césped.

La caja de libros sobre la segunda guerra mundial estaba encima de todo. La arrastré hasta las escaleras y tomé asiento mientras miraba el contenido. Encontré lo que buscaba al fondo de la caja, en un libro de Robert Jackson titulado ¡Cazas! Historia de la guerra aérea, 1936-1945.

«El 4 de julio de 1942, la Unidad de Voluntarios de Estados Unidos dejó oficialmente de ser una unidad de combate independiente para formar parte de la recién creada Fuerza Aérea China, a las órdenes del Décimo Ejército del Aire. El mando de la FAC recayó en Claire Chennault, que cambió el uniforme chino por el estadounidense y obtuvo la graduación de general de brigada.

»Los pilotos de la UV, que habían resistido en Birmania durante tanto tiempo y con tantas y tan intolerables desventajas, se dispersaron por completo. Muy pocos permanecieron en China. Los que se quedaron formaron el núcleo del reciente 23 Escuadrón y siguieron con sus viejos P-40 derrengados por la guerra.»

Se mencionaban a continuación algunos nombres: Charles Older, Tex Hill, Ed Rector y Gil Bright. Lo que me interesaba era que a estos pilotos de la UV los había reclamado la Compañía Central de Fabricación de Aviones entre abril y julio de 1941. Todos en calidad de personal militar, y contratados por un año por la CCFA. Pero Bucky me había dicho que Chester recordaba que su padre había llegado, después de pasar dos años en el extranjero, el día que Chester cumplía cuatro años, el 17 de agosto de 1944. Como había sido tan concreto, la fecha se me había quedado en la memoria y la había apuntado en una ficha. El problema era que la UV había dejado de existir hacía dos años. ¿Cuál era la verdad entonces? ¿Había estado Johnny realmente en la UV? Más aún, ¿había ido a la guerra? Chester interpretaría la discrepancia en las fechas como la confirmación de su hipótesis. Ya me imaginaba su reacción: «Pues claro, joder, lo de la UV era una tapadera. Eso ya lo sabía yo». Seguramente se imaginaba a su padre lanzándose en paracaídas detrás de las líneas enemigas, dejándose quizá capturar adrede para acceder al alto mando japonés.

Por otro lado, si no había visto el frente ni de lejos, es posible que sólo hubiera comprado los libros para poder mentir al respecto. Lo cual explicaba su resistencia a hablar de la guerra. Habría sido peligroso porque siempre podía encontrarse con alguno que hubiera estado en la unidad mencionada por él. Creando la impresión de que era secreto de Estado, justificaba su resistencia a comentar detalles que podían delatarle.

Inspeccioné el patio trasero y me quedé contemplando el Ford Fairlane que descansaba en varios bloques de hormigón. ¿Por qué me preocupaba en un sentido u otro? El viejo estaba muerto. Si complacía al hijo y al nieto creer que había sido un héroe de guerra (o más impresionante aún, un espía cuya identidad había permanecido en secreto durante más de cuarenta años), ¿qué me importaba a mí? No me pagaban por manchar la memoria de Johnny. La verdad es que no me pagaban por hacer nada. ¿Por qué entonces no me olvidaba del asunto?

Porque es contrario a mi naturaleza, me contesté. Cuando se trata de averiguar la verdad soy como un lebrel. Meto el hocico en el agujero y me pongo a escarbar hasta que saco lo que hay dentro. A veces me muerden, pero es un riesgo que por lo general estoy dispuesta a correr. En cierto modo, me importa menos la naturaleza de la verdad que saber en qué consiste.

Recordé la llave que llevaba en el bolsillo, pegada al muslo. Estiré la pierna y metí la mano. Saqué la llave y la sostuve en la palma, sopesándola. Froté la oscurecida superficie con el pulgar. Fruncí el entrecejo igual que Babe mientras observaba el oxidado metal. En la caña podía distinguirse, aunque con dificultad, la marca de la llave, pero a simple vista no acababa de comprender lo que ponía. No parecía ser ninguna de las marcas que conocía, Schlage, Weslock, Weiser, Yale. La caja de seguridad era una Amsec y la cerradura era de combinación, así que no pensé que la llave tuviera nada que ver con ella.

Me puse en pie de un salto y volví a guardarme la llave. Estaba nerviosa y no sabía qué hacer hasta que Chester volviera. Siempre cabía la posibilidad de que le hubiera fallado la memoria. Yo sólo conocía la anécdota por Bucky y no era inconcebible que éste hubiera equivocado las fechas. Ray Rawson me había dicho que había trabajado con Johnny en los astilleros poco después de que Estados Unidos entrara en la guerra y eso había tenido que ser en 1942. Me parecía raro que una persona que había conocido a Johnny en los «buenos tiempos» se hubiera presentado de pronto en la puerta del viejo. A pesar de las explicaciones que improvisé, me pregunté si no estaría pasando allí algo más.

El Hotel Lexington estaba en una travesía de la parte inferior de State Street, la que queda más cerca de la playa. El edificio era un cubo de cinco plantas, de ladrillo amarillento con aspecto gastado, y con una arcada que cubría toda la planta baja. A un lado del edificio había una grieta zigzagueante, como el dibujo de un rayo, que rasgaba el ladrillo desde el tejado hasta los cimientos y que sugería unos daños sísmicos que probablemente databan de 1925. Las letras de la palabra Lexington descendían en sentido vertical en un rótulo fijado a una esquina del edificio, una zumbante franja de neón amarillo con puntos apagados en las curvas. La marquesina fanfarroneaba: servicio de habitaciones telefono TV EN COLOR. La entrada estaba flanqueada por un restaurante mexicano y un bar. Los dos establecimientos tenían sendas máquinas de discos que competían con ímpetu por el espacio aéreo, mezclando y revolviendo a Linda Ronstadt con Helen Reddy.