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Entré en el vestíbulo, que estaba escasamente amueblado y olía a lejía. Vi dos hileras de macetones con palmas a ambos lados de una pisoteada alfombra roja que conducía a recepción. El conserje no estaba. Fui a la centralita y le pedí a la telefonista que me pusiera con la habitación de Ray Rawson. El interesado contestó al segundo timbrazo y me identifiqué. Cambiamos unas cuantas frases y me indicó que subiese a su habitación, en la cuarta planta.

– Utilice las escaleras. El ascensor tarda una eternidad -dijo y colgó.

Subí los peldaños de dos en dos para probar la capacidad de mis pulmones. Al llegar al descansillo del primer piso ya estaba sin aliento y tuve que aflojar el paso. Me así del pasamanos para subir lo que faltaba. Estar en forma en un deporte parece que no garantiza la eficacia en todos. Conozco corredores que no durarían ni veinte minutos en una bicicleta estática y nadadores que sufrirían un infarto si corriesen dos kilómetros.

Estuve unos segundos recuperando el aliento antes de llamar a la habitación 407. Ray me abrió con una zumbante afeitadora eléctrica en la mano. Iba descalzo, con un pantalón de tela basta, camiseta blanca y la calva todavía húmeda de la ducha. Se había recortado aún más el ya corto pelo gris que le había visto la víspera. Sonreía con confusión y el hueco que tenía entre los dos incisivos superiores le daba cierto aire de inocencia.

– Ha sido usted demasiado rápida. Quería arreglarme para recibirla. Enseguida vuelvo.

Entró en el cuarto de baño y el zumbido de la afeitadora se desvaneció cuando cerró la puerta.

La habitación era grande y monótona: paredes blancas, edredón blanco, cortinas blancas de cretona que colgaban de gruesas barras de madera y que estaban descorridas. Sólo había dos ventanas, más anchas que altas y daban al patio trasero del edificio, al otro lado de un callejón. La moqueta era gris y estaba relativamente limpia. Lo poco que había visto del cuarto de baño tenía paredes con baldosas blancas y un suelo decorado con figuras hexagonales blanquinegras de tres centímetros. Ray reapareció envuelto en el penetrante aroma de la loción.

– No está mal -dije, volviéndome a medias.

– Cincuenta dólares por noche. He pedido que me hagan precios semanales, hasta que encuentre alojamiento. Supongo que Bucky no le ha dicho nada sobre el alquiler.

– A mí no -dije-. ¿Se ha enterado de que han tenido ladrones?

– ¿Quiénes? ¿Se refiere a Bucky y los suyos? ¿Cuándo ha pasado?

Le hice un rápido resumen de lo sucedido y vi que primero la incredulidad y luego la preocupación le borraban la sonrisa.

– Oiga, eso es terrible -dijo. Vio mi expresión-: Un momento. ¿Por qué me mira así? Espero que no creerá que he tenido algo que ver.

– Es que parece raro que no hubiera ningún problema hasta que ha aparecido usted. Johnny murió hace cuatro meses. Se presenta usted hace una semana y Chester, de pronto, empieza a tener problemas.

– Vamos. Oiga. Anoche estaba sentado en el bar, viendo la televisión de pantalla grande. Puede preguntar.

– ¿Le importa que me siente?

– De ningún modo. Siéntese ahí, estará más cómoda. Yo lo haré en ésta. -Había una silla de madera y un sillón tapizado. Ray me condujo hacia éste y él se instaló en la silla de madera. Apoyó las manos en las rodillas y frotó la tela como si le sudaran las palmas-. Seguramente soy el mejor y más antiguo amigo que tuvo Johnny en toda su vida. No haría nada que molestara a su hijo ni a su nieto, ni ninguna otra cosa por el estilo. Créame.

– No le acuso de nada.

– Pues lo parece.

– Si creyera que ha sido usted, lo más probable es que no hubiera venido. Habría ido a la policía para sugerirles que buscaran huellas.

– ¿No lo han hecho?

– Chester no sabe qué se han llevado, lo que quiere decir que, desde el punto de vista de la policía, no ha sido un robo. Los técnicos sólo buscan huellas si se trata de un delito de verdad. Actos delictivos intencionados, no travesuras. Una barrabasada no tiene interés a menos que los daños causados se eleven a varios miles de dólares pero éste no ha sido el caso. -Lo que no me molesté en decirle es que la rutina policial es lenta y que Jefatura está siempre colapsada. Tres semanas es lo normal. En una situación de urgencia, se toman huellas y fotografías, se investiga y los resultados se envían por fax al Centro de Identificación, que está en Sacramento. El tiempo de espera suele ser un par de días. En el presente caso, no teníamos ni siquiera un sospechoso. Salvo él, quizá, me dije. Lo miré, recordando que llevaba la llave en el bolsillo. No quería que conociera todavía su existencia. Parecía un hombre con la cabeza ocupada por algo y quería oír su versión antes de contarle la mía.

– ¿Qué hay en Ashland? -pregunté.

Hubo una pausa de un milisegundo.

– Tengo familia allí.

– ¿Estuvo Johnny en la guerra realmente?

– No lo sé. Ya le dije que le perdí la pista durante años.

– ¿Cómo lo encontró?

– Johnny se puso en contacto conmigo.

– ¿Cómo sabía dónde encontrarlo?

La impaciencia le afloró a las facciones como si le estuvieran haciendo una foto.

– Porque tenía mis señas. ¿Qué pasa aquí? No tengo por qué responder a este interrogatorio. No es asunto suyo.

– Trato de llegar al fondo.

– Bueno, pues pruebe en otra parte.

– Chester cree que Johnny fue espía durante la segunda guerra mundial, una especie de agente doble al servicio de los japoneses.

Puso los ojos en blanco durante un segundo y sacudió la cabeza.

– ¿De dónde ha sacado esa idea?

– Es demasiado complicado para explicárselo. Dice que el viejo se comportaba de un modo muy paranoico. Y que era a causa de aquello.

– El viejo era un paranoico -dijo Ray-, pero eso no tenía nada que ver con los japoneses.

– ¿Con qué, entonces?

– ¿Por qué he de decírselo? No tengo más motivos para confiar en usted que usted para confiar en mí.

– Yo creía que éramos amigos -dije.

– Pues no lo somos -dijo sin asperezas.

Saqué la llave del bolsillo y la puse en alto.

– ¿La había visto antes?

Su mirada se posó en la llave.

– ¿De dónde la ha sacado?

– Estaba en una caja fuerte que Bucky encontró en la vivienda de Johnny. ¿La había visto antes?

– No.

– ¿Y la caja fuerte? ¿Sabe algo de eso?

Negó despacio con la cabeza. Ni que le estuviera arrancando las muelas.

– No entiendo cuál es su plan -dije.

– No hay ningún plan. No es nada.

– Si no es nada, ¿por qué no lo dice? Ya no puede hacer daño a nadie.

– Mire, puede que sepa quién entró en el piso. Si es quien pienso, cabe la posibilidad de que me hayan seguido hasta aquí. Eso es todo; y podría estar equivocado.

– ¿Qué buscaba?

– Oiga, ¿es que no se rinde nunca?

– Tiene que tener usted alguna idea.

– Pues no la tengo.

– Desde luego que sí -dije-. ¿Por qué, si no, ha venido hasta aquí desde Ashland?

Se puso en pie en estado de agitación y se dirigió a la ventana con las manos en los bolsillos.

– Vamos, vamos, basta ya. Me estoy cansando. No puede obligarme a responder, así que deje de fastidiar.

Me levanté, fui a la ventana y me apoyé en la pared para verle la cara.

– Voy a decirle lo que pienso. Esto me huele a delito. -Me toqué la sien-. Estoy pensando en voz alta. ¿Y si Johnny no estuvo en las Fuerzas Aéreas? Es un dato que me preocupa. Si no estuvo en la guerra, entonces cambia toda la historia. Porque en ese caso hay que preguntarse dónde estuvo durante todo aquel tiempo. -Me miró a los ojos. Fue a decir algo, pero pareció pensárselo mejor-. ¿Quiere oír mi teoría? Puede que estuviera en la cárcel. Puede que su pasado en las Fuerzas Aéreas, la historia esa de la Unidad de Voluntarios, fuera sólo una explicación honorable para justificar su ausencia. Estados Unidos ya había entrado en la guerra. Es mucho más patriótico decir que el marido está en el extranjero combatiendo que admitir que está entre rejas. -Aguardé unos instantes, pero Ray no contestaba. Me llevé la mano al oído-. ¿No hay comentarios?