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Negó con la cabeza.

– Es su teoría. Puede pensar lo que quiera.

– ¿No va a ayudarme?

– En absoluto -dijo.

Me aparté de la pared.

– Bueno. Puede que cambie de idea. Vivo cerca del domicilio de Johnny, al doblar la esquina, en Albanil, la quinta casa. Cuando esté dispuesto, pásese y charlaremos un rato. -Me dirigí hacia la puerta.

– No lo entiendo -dijo-. Quiero decir… ¿a usted qué le va en esto?

Lo miré por encima del hombro.

– Tengo una corazonada y me gustaría saber si me equivoco. Es un buen ejercicio en mi trabajo.

Me regalé para comer con una superhamburguesa con queso y pasé la tarde sumergida en la última novela de Elmore Leonard. Me había estado diciendo lo estupendo que era no tener nada que hacer, pero me di cuenta de que la ociosidad me descentraba un poco. En términos generales, yo no diría que soy compulsiva, pero no me gusta perder el tiempo. Arreglé la casa y ordené algunos cajones, volví a la novela y procuré concentrarme. Al caer la tarde me puse la chaqueta de mezclilla y me fui a la esquina a tomar un bocado. Tenía la vaga intención de ir al cine, si decidía qué película quería ver.

El barrio estaba en silencio, con los porches de la mitad de las casas bañados en luz. Hacía fresco y parecía que iba a anochecer temprano. Olisqueé la cena que se preparaba en alguna casa y tuve visiones reconfortantes. De vez en cuando me entra el desasosiego y es cuando noto la falta de una pareja. Hay algo en el amor que da orientación a la vida. Tampoco me quejaría de la actividad sexual si pudiese acordarme de cómo era. Tendría que sacar el manual de instrucciones si volvía a meterme en la cama con alguien.

El local de Rosie estaba casi vacío, pero poco después de sentarme vi que Babe y Bucky cruzaban la puerta. Los saludé con la mano y se acercaron al reservado en que me encontraba, cadera con cadera, enlazados por la cintura.

– ¿Dónde está tu padre, Bucky? -dije-. Esperaba encontrármelo. Tenemos que hablar.

– Se ha ido al vertedero con una carga, pero ya no tardará en volver -dijo Bucky-. ¿Te sientas con nosotros? Queríamos ponernos en la barra para ver las noticias de las seis, hasta que llegara mi padre. -Parecía casi guapo a la media luz de la casa de comidas. Babe llevaba botas, falda vaquera larga y cazadora.

– Gracias, pero creo que cenaré pronto y me iré al cine.

– Bueno, aquí estaremos si cambias de idea. -Y se alejaron hacia la barra.

Rosie salió de la cocina en aquel punto y la vi sacar dos cervezas antes de reunirse conmigo. Ya había cogido el lápiz y el cuaderno y se había puesto a garabatear.

– Te he preparado un plato perfecto -dijo mientras me sonsacaba el menú de la cena-. Hígado de cerdo con salchicha, pepinillos y beicon. Además, una ensalada de manzana y col rizada con galletas crujientes.

– Suena a inspirado -dije. No le dije por quién.

– Y te lo vas a tomar con cerveza. Es mejor que el vino, que no va bien con los pepinillos.

– Debería negarme.

He de decir que comí con entusiasmo, aunque probablemente tendría una indigestión más tarde. El local comenzaba a llenarse con los adeptos del barrio a la Hora del Cóctel y con los solteros que salían del trabajo. El local de Rosie se había puesto de moda entre los deportistas de los alrededores, estropeándolo para quienes buscábamos paz y sosiego. Si no hubiera sido por el cariño que le tenía a Rosie y por lo cerca que estaba, habría cambiado de fonda. Vi que Bucky y Babe se dirigían a una mesa. Chester entró segundos después y los tres conferenciaron antes de pedir la cena. Había ya tanto ruido en el lugar que no me pareció táctico sentarme con ellos para hablar de la historia de Johnny.

A las seis y media pagué la cuenta y me dirigí a la salida. Se me habían quitado las ganas de ir al cine, pero siempre quedaba la posibilidad de que «los hermanos» me levantaran el ánimo.

Al llegar a casa, crucé el patio trasero y llamé al quicio de la puerta. Oí un «¡Yuju!» al fondo. Miré por la tela metálica y vi a Nell sentada en una silla de madera, muy cerca de la cocina. Miraba hacia la puerta y, cuando me vio, me indicó por señas que entrase. Abrí y asomé la cabeza.

– Hola, Nell. ¿Qué tal?

Había desguazado la cocina (el horno abierto, las bandejas y la encimera a un lado), al parecer para lavarla a conciencia. El mármol estaba cubierto de periódicos y encima de éstos se encontraban la encimera y las bandejas, todavía chorreando detergente.

– De fábula. Pasa, Kinsey. Me alegro de verte. -Por lo general llevaba su abundante cabellera de plata recogida en un complejo moño rodeado de peinetas de carey, pero aquel día se lo había remetido bajo las vueltas de un pañuelo y parecía una Cenicienta de la cuarta edad.

– Es usted muy trabajadora -dije-. Acaba de llegar y ya está haciendo cosas.

– Bueno, no me quedo contenta hasta que desmantelo una cocina y la limpio a fondo. Henry es muy escrupuloso en labores domésticas, pero toda cocina necesita un repaso femenino. Será sexista, pero es la verdad -dijo.

– ¿Quiere que la ayude?

– Te agradeceré la compañía. -Llevaba un delantal de cuerpo entero encima del vestido casero de algodón, las mangas largas protegidas por manguitos de toallas de papel que se había sujetado con gomas. Era corpulenta y seguramente había llegado a medir un metro ochenta de joven. Ancha de espaldas y de pecho abundante, tenía los pies y las manos grandes, aunque sus nudillos estaban ahora como sogas. Tenía la cara alargada y huesuda, con rasgos casi asexuados, las cejas blancas y raleantes, los ojos de un azul intenso y la piel cuarteada en sentido vertical por costuras y pliegues.

Había vaciado todas las bandejas del frigorífico y los mármoles estaban llenos de cuencos de sobras cubiertos con tapadera, tarros de aceitunas y pepinillos en vinagre, especias y verduras crudas. Había sacado los cajones de la despensa y uno yacía en un fregadero lleno de agua jabonosa. Había tirado multitud de artículos a la basura y vi que había metido algo asqueroso y blando en el triturador.

– No mires. Creo que todavía está vivo -dijo. Escurrió el trapo que estaba utilizando para fregar los estantes-. En cuanto termine, me daré un baño de sales y me pondré la bata y las zapatillas. Tengo pendientes de lectura unos cuantos libros. Se me ha metido en la cabeza que voy a perder la vista pronto y quiero aprovechar el tiempo. -Había desenroscado la tapa de un frasco y escrutaba el interior. Lo olisqueó, incapaz de identificar el contenido-. En el nombre del cielo, ¿qué será esto? -Lo alzó a la luz. El líquido era espeso y de un rojo brillante.

– Me parece que es el glaseado que pone Henry a las tartas de cereza. Creo que limpió el frigorífico hace sólo dos días.

Volvió a enroscar la tapa y dejó el frasco en el mármol.

– Eso es lo que él dice. La verdad es que limpiar frigoríficos es una de mis especialidades. Enseñé a Henry cómo se hacía en 1912. Su problema es que le falta rigor. Pocas personas lo tienen cuando se trata de la basura propia. Ya que estoy aquí, aprovecharé para dejarlo todo decente y presentable.

– ¿Ha sido ésa su misión en la vida, enseñar a los hombres cómo se lleva una casa?

– Más o menos. Tuve que ayudar a mi madre a criar a sus diez hijos. Cuando murió mi padre, me sentí obligada a quedarme hasta que mi madre se recuperase y el proceso duró casi treinta años. Se deprimió mucho cuando perdió al marido, y eso que nunca se llevaron bien, que yo recuerde por lo menos. Ay, Señor. Cuánto lloró por él. Más tarde se me ocurrió pensar que a lo mejor había exagerado un poco para retenerme.