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– ¿Diez hijos? Pensé que sólo eran cinco hermanos: usted, Charlie, Lewis, William y Henry.

Negó con la cabeza.

– Nosotros somos los cinco supervivientes. Somos Tilmann, de la familia de mi madre. En la familia hay una división clara entre los hijos que tuvo. Una mitad salió a los Tilmann y la otra mitad a los Pitt, la familia de mi padre. Si se nos pusiera en fila para hacernos una foto, lo verías con toda claridad. Es un hecho comprobado. Todos los de la familia de mi padre han muerto jóvenes. Ha sido una rama genética lamentable. Bajos y con la cabeza pequeña, lo que quiere decir que ni tenían la inteligencia de nuestra rama ni energía física de ninguna clase. Nuestra abuela paterna se llamaba Mauritz de soltera, apellido que viene de «Moro», lo que sugiere que ha habido gente de piel oscura en algún punto del árbol genealógico. Todos eran morenos y con muy poco aguante. La abuela Mauritz se murió de una gripe, lo mismo que dos hermanos que nacieron antes que yo. Fue una catástrofe. Primero se murió ella, luego uno y luego el otro. También perdimos a nuestra hermana Alice. De piel morena, cabeza pequeña, murió también de gripe dos días después de pillarla. Cuatro primos y una tía. A veces se morían dos a la vez y teníamos entierro doble.

Toda la rama de mi padre desapareció en cosa de cinco meses, entre noviembre y marzo. Los que salimos a nuestra madre somos los únicos que sobrevivimos y esperamos vivir mucho más tiempo. Mi madre llegó a los ciento tres años. Cuando cumplió los noventa, se volvió tan cascarrabias que la amenazamos con esconderle el whisky agrio de patata si no se reformaba. Sólo tomaba seis cucharadas soperas al día, pero creía que era esencial para seguir viviendo. Le pusimos la botella en un estante alto, donde pudiera verla pero no tocarla. Tuvo que moderarse y así vivió otros trece años, apacible como un cordero.

Cerró la puerta del frigorífico de manera provisional y volvió al fregadero. El agua jabonosa se había enfriado ya lo suficiente para ponerse a lavar la bandeja de la carne. Abrió las portezuelas que había debajo del fregadero y vi que arrugaba el entrecejo.

– ¿Qué ocurre?

– Henry no tiene el detergente con que acostumbro a limpiar las bandejas. -Escrutó otra vez el interior-. En fin, tendré que romperme el codo frotando.

– ¿Quiere que vaya al supermercado? Puedo comprar cualquier cosa. Tardaré menos de diez minutos.

– Déjalo, es igual. Me apañaré con el estropajo. Lo limpiaré en un momento. Tú tienes cosas que hacer.

– Pero si no me importa. Pensaba ir al cine, pero la verdad es que ya no tengo ganas.

– ¿Seguro que no te importa?

– Palabra de exploradora -dije.

– Pues te lo agradecería. También hay que comprar leche. En cuanto los chicos se tomen esta noche la leche y las pastas, no quedará para el desayuno. Me has salvado la vida.

– Olvídelo. Enseguida vuelvo. ¿Qué clase de leche? ¿Desnatada?

– Una botella de desnatada de dos litros. Quiero quitar a los chicos el vicio de las grasas.

Miré en el bolso si tenía las llaves y me lo colgué del hombro mientras me dirigía a la puerta. Tenía el coche dos casas más abajo. Lo puse en marcha y me alejé de la acera. En el cruce de Albanil y Bay torcí a la derecha, pasando por delante de la casa de Bucky, que se había convertido en mi último punto de referencia del barrio. Probablemente no volvería a pasar ante ella sin volverme. Miré en la dirección del sendero de entrada, hacia la vivienda del garaje. Había luz y vi pasar una sombra por delante de las ventanas.

Pisé el freno y me quedé mirando el piso. Que yo supiera, los Lee no estaban en casa. La última vez que los había visto estaban cenando en el local de Rosie. La luz se apagó y vi salir a alguien al descansillo en sombras. Bueno, la cosa se ponía interesante. Encontré un sitio para aparcar y pegué el coche al bordillo. Apagué el motor y los faros. Moví el espejo retrovisor para enfocar el sendero del garaje y me escurrí en el asiento.

La persona que salió del sendero era un hombre y llevaba en la mano derecha un abultado petate militar. Avanzaba en dirección a mi coche, la cabeza baja, los hombros caídos. A la escasa luz de la farola callejera no pude ver si era Bucky, Chester o Ray. Tenía mucho pelo en toda la cabeza, oscuro y rizado. Vestía de oscuro y seguramente calzaba zapatos de suela de goma porque sus pies no produjeron ningún ruido cuando pasaron por mi lado. Lo seguí con la mirada y vi con interés que se acercaba a un Ford Taurus blanco que estaba aparcado en la otra acera, en dirección opuesta. Cambió el petate de mano para sacar las llaves y abrir la portezuela del conductor. Miré intrigada hacia la casa de Bucky, pero el lugar seguía a oscuras y sin el menor rastro de vida.

El hombre abrió la portezuela y echó el petate en el asiento contiguo, se puso al volante y cerró de un portazo. Advertí que se miraba en el retrovisor, se pasaba la mano por el pelo y se calaba un sombrero Stetson. Me agaché cuando puso el motor en marcha, encendió las luces v arrancó, barriendo mi parabrisas con los faros. En cuanto dobló la esquina, arranqué y me alejé de la acera. Di una vuelta en herradura, encendí los faros y doblé la esquina seis segundos después del intruso. Vi sus luces traseras en el momento en que doblaba a la derecha para entrar en Castle. Tuve que acelerar para no perderlo de vista. Cinco minutos más tarde entraba en un acceso de la autopista, en dirección norte, hacia Colgate. Me puse a dos vehículos de distancia y pisé a fondo el acelerador.

Capítulo 6

Seguir con un solo coche suele ser una pérdida de tiempo, sobre todo si es de noche, momento en que los faros propios se notan mucho en el retrovisor ajeno. En el presente caso, fueran cuales fuesen las intenciones de aquel individuo, no creía que sospechase que lo seguía. Al salir de la vivienda de Johnny no me había parecido ni alerta ni cauteloso y me figuré que lo que menos esperaba era que lo siguieran. Tampoco lo había esperado yo, así que cuando menos estaba tan sorprendida como él. En la autopista no hizo nada (cambios desorientadores de carril, salidas repentinas) que indicara que se hubiese percatado de mi presencia. El perfil del Stetson me proporcionaba una buena pista visual para prevenir los posibles deslumbres de los coches que corrían hacia nosotros. Tomó la salida de la parte norte de State Street e hice lo mismo detrás de él. Conduje con la izquierda mientras con la derecha buscaba en el bolso papel y lápiz. Ya que lo tenía a la vista, por lo menos apuntaría el número de la matrícula. La clase de matrícula ya indicaba que era un coche de alquiler, entre otras cosas porque en el borde de la placa ponía Alquiler Coches Económicos. Una buena deducción. Apunté el número en el dorso de una antigua factura del supermercado. Ya llamaría más tarde a quien pudiera comprobar la situación del coche alquilado.

Pasaban de las siete y cuarto cuando el Taurus blanco aparcó delante del Capri, un motel de diez plazas que se alzaba a un lado de la carretera. El perímetro del aparcamiento estaba señalado por las ristras de bombillas navideñas que colgaban entre los postes. El motel constaba de dos filas de bungalows de madera, todos con un saledizo para dejar el coche. La oscuridad envolvía el exterior lo suficiente para disimular la pintura desconchada, la tela metálica medio rota y la mala calidad de la construcción. Casi todas las plazas parecían vacías: no había luz en las ventanas ni coches bajo los saledizos. Delante de una puerta había un coche grúa tan pequeño que parecía de juguete. Las dos primeras plazas del bloque de la izquierda estaban ocupadas, al igual que la segunda de la derecha, que era donde estaba estacionado el Taurus.

El conductor cerró con llave el coche y se dirigió hacia el pequeño porche del bungalow, iluminado por una bombilla de no más de cuarenta vatios. Esperé hasta que hubo abierto y entrado, y entonces deslicé el VW por la grava del aparcamiento hasta una plaza a oscuras. Me metí en marcha atrás debajo del saledizo, apagué los faros y bajé la ventanilla. Sólo los crujidos del motor que se enfriaba interrumpían el silencio reinante. Y una bombilla navideña de color verde que parpadeaba y zumbaba por encima de mí como un abejorro. Me quedé sentada en la oscuridad, calculando cuánto tiempo estaba dispuesta a esperar antes de dar media vuelta. La pobre Nell estaría preguntándose dónde estaba el supermercado. Le había prometido que sería rápida, quince minutos máximo. Ya habían transcurrido treinta. Sentí una burbuja sólida en la boca del estómago, una extraña mezcla emocional de nerviosismo y excitación. ¿Qué había en el petate que el individuo había sacado de la casa? Tal vez herramientas de desvalijador. Partía de la base de que era el mismo individuo que había entrado anteriormente en la vivienda, pero no adivinaba por qué había tenido que volver. Ray Rawson sospechaba quién podía haber sido el caco, pero no me había dado ninguna pista sobre su identidad. Lamenté no haberle presionado para sonsacarle aquella información. Valía la pena esperar un poco. Si se me agotaba la paciencia, apuntaría la dirección del motel y por la mañana recurriría a una treta telefónica para averiguar quién se hospedaba allí.