Empecé a recordar al trío aludido: un viejo desastrado y una pareja jugando a tocarse el culo, con aspecto demasiado juvenil para estar casados. Me llevé la mano al oído.
– Habla usted en pasado. ¿Ha muerto el viejo?
– Me temo que sí. El pobre sufrió un ataque al corazón y falleció hace cuatro o cinco meses. Creo que fue en julio.
No es que hubiera nada raro -se apresuró a añadir-. Sólo tenía setenta y tantos años, pero nunca había gozado de buena salud. El caso es que tropecé con Bucky hace poco y quiere consultarme un problema que tiene. No es urgente, sólo una tontería, y pensé que a lo mejor querías echar una mano.
Me pasaron por la cabeza una llave inidentificada de una caja de seguridad, herederos perdidos, valores no encontrados, una cláusula equívoca en el testamento, uno de esos contenciosos sin resolver que los vivos heredan de los que acaban de morirse.
– Claro que sí. ¿Qué es?
– ¿Quieres la versión larga o la breve?
– La larga, pero sin entretenerse. Puede que así me ahorre algunas preguntas.
Henry entró entusiasmado en materia con una rápida ojeada al reloj.
– No quisiera perder el avión, pero te haré un resumen de lo que sucede. El viejo no quería servicio fúnebre, pidió expresamente que lo incinerasen y eso fue lo que se hizo. Bucky tenía intención de llevarse las cenizas a Columbus, estado de Ohio, donde vive su padre, pero se le ocurrió que su abuelo tenía derecho a un entierro militar. Creo que Johnny fue piloto durante la segunda guerra mundial, estuvo con la Unidad de Voluntarios a las órdenes de Claire Chennault. No hablaba mucho de aquello, pero de vez en cuando se acordaba de Birmania, de las batallas aéreas en el cielo de Rangún y cosas por el estilo. El caso es que Bucky pensó que sería un detalle: su nombre grabado en mármol blanco o algo parecido. Habló con su padre del asunto, a Chester le pareció magnífico y Bucky se fue a las oficinas locales de los Veteranos y rellenó una solicitud. No tenía toda la información que necesitaba, pero dio la que sabía. Pasaron tres meses y no obtuvo respuesta. Empezaba ya a intranquilizase cuando le devolvieron la solicitud con un sello que decía «Sin Identificar». No era del todo inverosímil, ya que el hombre se llamaba John Lee. Bucky llamó a las oficinas de los Veteranos y le remitieron otra solicitud en blanco, esta vez para pedir el historial militar. En esta ocasión transcurrieron sólo tres semanas, pero la solicitud volvió con el mismo sello. Bucky no es tonto, pero tiene sólo veintitrés años y carece de experiencia con la administración pública. Llamó a su padre y le contó lo que pasaba. Chester no se anduvo por las ramas y llamó a la Base Aérea Randolph, en Texas, que es donde las Fuerzas Aéreas guardan los expedientes del personal. No sé con cuánta gente hablaría, pero el caso es que las Fuerzas Aéreas no tienen ningún expediente de John Lee, y si lo tienen no lo quieren decir. Chester está convencido de que se trata de una cortina de humo, pero no puede hacer nada. Y así están las cosas. Bucky se siente frustrado y su padre está más furioso que una gallina en la ducha. Están completamente decididos a que Johnny obtenga lo que merece. Les dije que a lo mejor se te ocurría qué hacer a continuación.
– ¿Está usted seguro de que sirvió en las Fuerzas Aéreas?
– Sí, por lo que sé.
Creo que se me dibujó en la cara una expresión de escepticismo.
– Si quiere, puedo hablar con Bucky, pero es un terreno sobre el que no sé gran cosa. Si he oído bien, las Fuerzas Aéreas no han negado de manera manifiesta que el hombre hubiera estado allí. Lo único que dicen es que con la información remitida por Bucky no pueden identificarlo.
– Sí, eso es cierto -dijo Henry-. Pero mientras no localicen el expediente no pueden dar curso a la solicitud.
Empezaba ya a darle tirones al problema, como si fuese una bolita de lana en un jersey.
– ¿No se llamaban entonces Fuerzas Aéreas Militares?
– ¿Qué importancia tendría eso?
– Puede que tengan su expediente en otra parte. Tal vez lo tenga el Ejército.
– Eso tendrás que preguntárselo a Bucky. Creo que ya ha indagado en esa dirección.
– Puede que sea una tontería…, una equivocación en la inicial del segundo nombre o en la fecha de nacimiento…
– Lo mismo dije yo, pero ya sabes lo que ocurre. Te pasas el tiempo mirando una cosa y ni siquiera la ves. No perderás mucho tiempo, quince o veinte minutos, pero seguro que agradecen la ayuda. Chester ha venido de Ohio para arreglar ciertos detalles relativos al testamento de su padre. Mi intención no era comprometerte, pero me parece una buena causa.
– Bueno, haré lo que pueda. ¿Quiere que vaya a echar un vistazo ahora mismo? Tengo tiempo, si cree usted que Bucky está en casa.
– Tiene que estar. Por lo menos estaba hace una hora. Te lo agradezco, Kinsey. No es que Johnny y yo fuésemos amigos íntimos, pero no estuvo en el barrio menos tiempo que yo y me gustaría que se le hiciera justicia.
– Lo intentaré, aunque ésta no es mi jurisdicción.
– Lo comprendo y si te resulta una molestia, lo olvidas y en paz.
Me encogí de hombros.
– Supongo que es una de las ventajas de no cobrar. Puedes abandonar cuando quieras.
– Desde luego -dijo.
Eché la llave a la puerta mientras Henry se dirigía al garaje y esperé junto al camino mientras sacaba el coche en marcha atrás. En las ocasiones especiales conduce un turismo de cinco puertas, un Chevrolet de 1932 que conserva la pintura amarilla original. Iba a ir con el cinco-puertas al aeropuerto porque pensaba volver cargado con tres pasajeros y una cantidad incalculable de equipaje. «Los hermanitos», como él los llamaba, iban a estar dos semanas en la ciudad y venían preparados para cualquier contingencia imaginable. Pisó el freno y bajó la ventanilla.
– No olvides que tienes que cenar con nosotros.
– No lo olvidaré. Hoy es el cumpleaños de Lewis, ¿no? Creo que le llevaré un regalo.
– Eres muy amable, pero no hace falta.
– Claro, claro. Lewis dice siempre que no le hagan regalos, pero si no se los hacen, se enfada. ¿A qué hora es el banquete?
– Rosie vendrá a las seis menos cuarto. Ven cuando quieras. Ya conoces a William. En cuanto se le queda el estómago vacío, le da la hipoglucemia.
– ¿No va con usted al aeropuerto?
– Tiene que probarse el esmoquin. Lewis, Charlie y yo nos los probaremos esta tarde.
– Qué bonito -dije-. Hasta luego.
Lo despedí con la mano mientras desaparecía en la calle. Crucé la verja. Tardé alrededor de treinta segundos en llegar al domicilio de Lee; recorrí seis casas, doblé la esquina y allí estaba. El estilo de la vivienda era difícil de clasificar, una típica casa californiana de una sola planta, con las paredes desconchadas y un tejado de tejas rojas que habían ido desapareciendo con el tiempo. Al final del estrecho sendero de cemento se veía un garaje de dos plazas con puertas de madera desvencijadas. El descuidado patio trasero daba cobijo en la actualidad a un Ford Fairlane medio desguazado con la carrocería oxidada. La fachada principal apenas se veía, oculta como estaba por arbustos que llegaban hasta el hombro. El camino delantero se perdía entre dos tupidas filas de tallos que parecían de avena silvestre y cuyas espigas se curvaban sobre la grava. Sólo para llegar al porche tuve que avanzar sorteando los matojos con los brazos en alto.
Pulsé el timbre y esperé un rato mientras me quitaba la broza de los calcetines. Imaginé que una masa de minúsculos granos de polen me bajaba por el esófago como una nube de mosquitos y noté que en la base del cerebro se me formaba el embrión de un estornudo. Procuré pensar en otra cosa. Sin cruzar ni siquiera la puerta, habría jurado que la casa tendría habitaciones pequeñas y separadas por arcos toscos y enlucidos, y tal vez compensados por inútiles intentos de «modernizar» el lugar. Carecía de sentido, pero volví a pulsar el timbre.