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La empleada de la compañía la saludó y cambiaron unas palabras. Mientras la empleada escribía en el teclado del ordenador, la mujer adelantó la mano y recogió una etiqueta identificadora de una caja. Dio sus señas y entregó la etiqueta a la empleada, que reunía las distintas partes del pasaje. La mujer puso sobre el mostrador un fajo de billetes, la empleada los contó y los guardó. Acto seguido, ató la etiqueta de identificación a la maleta, junto con una ficha de reclamaciones, y puso la maleta en la cinta transportadora. El bulto móvil se coló por una gatera igual que un ataúd camino de las llamas. Las dos mujeres terminaron la operación y la empleada entregó a la pasajera el sobre con el pasaje y la tarjeta de embarque.

Cuando la mujer se volvió hacia su compañero, vi que estaba embarazada de seis o siete meses. ¿Sería la hija? Era mucho más joven que él, de unos treinta y cinco años, con un pelo color fuego amontonado en la parte superior de la cabeza. Su piel tenía ese aire de yeso que da el exceso de crema y se había echado además un poco de colorete, con lo que parecía tener la cara algo sucia. El vestido de pre-mamá era de esos largos y anchos, de tela vaquera azul claro, manga corta y cintura caída, hinchada a causa de la barriga. Debajo del vestido llevaba una camiseta blanca de tamaño extragrande y de manga larga. Calzaba unos calientapiernas a franjas rojas y blancas, y botas de deporte rojas. El vestido de tela vaquera lo había visto en una revista de jardinería y era de un estilo que solían llevar las antiguas hippies que habían cambiado las drogas y las comunas sexuales por la comida macrobiótica y la ropa de fibra natural.

El hombre recogió el petate y los dos se apartaron cuando le tocó el turno al siguiente pasajero de la cola. El hombre volvió a dejar el petate en el suelo y los dos se mantuvieron a un lado, enfrascados en una conversación intrascendente. Estaban a punto de subir a un avión y yo no sabía qué hacer. Detenerlos en nombre de la ley me parecía, en el mejor de los casos, peligroso. Yo ni siquiera habría podido afirmar que se hubiera cometido ningún delito. Ahora bien, ¿qué otra cosa había podido hacer aquel sujeto en el piso de Johnny Lee? Había sido poli durante el tiempo suficiente para saber que allí había gato encerrado. A juzgar por las apariencias, el petate estaba a punto de cambiar de estado. Ignoraba si la pareja tenía intención de volver a Santa Teresa o si se estaban fugando contraviniendo alguna ley.

Volví a concentrarme en el teléfono público y pasé las páginas con nerviosismo, hablando para mí misma. Vamos, vamos. Lawrence. Laymon. Recorrí las columnas con el dedo. Leason. Leatherman. Leber. Aja. Quince personas apellidadas Lee, pero sólo una domiciliada en Bay. Bucyrus Lee. ¿Bucky era el diminutivo de Bucyrus? Encontré una moneda en el bolsillo de la chaqueta, la introduje en la ranura y marqué el número. Descolgaron al segundo timbrazo.

– Hola, ¿Bucky?

– Soy Chester. ¿Quién eres tú?

– Kinsey…

– Mierda. Será mejor que vengas. Aquí ha estallado la bomba.

– ¿Qué ha pasado?

– Salimos del local de Rosie y al ir a casa encontramos a Ray Rawson arrastrándose por el sendero del garaje. La cara llena de sangre y una mano tan hinchada que parecía un guante de boxeo. Tenía rotos dos dedos y Dios sabe qué más. Han entrado otra vez en el piso y han hecho agujeros debajo del armario de la cocina.

Se pusieron a decir por los altavoces algo relativo a un vuelo de American Airlines.

– Un momento -dije. Puse la mano en el auricular. Me había perdido los detalles, pero tenía que ser la orden de embarque para los pasajeros del avión de Palm Beach. Por el rabillo del ojo vi que el hombre recogía el petate y que abandonaba la terminal con la embarazada, girando a la izquierda, hacia la puerta de American Airlines. El corazón se me aceleró. Me concentré otra vez en Chester-. ¿Está bien Rawson?

– Oye, tenemos esto lleno de coches de la policía y hay una ambulancia en camino. El hombre no tiene buen aspecto. ¿Qué ruido es ése? Casi no te oigo.

– Por eso te llamaba. Estoy en el aeropuerto -dije-. Vi salir del piso a un individuo con un petate. Va con una mujer y creo que van a subir a un avión. Lo he seguido hasta aquí, pero si perdemos la pista a la bolsa, será ya sólo mi palabra contra la suya.

– Espera. Voy por Bucky y salimos disparados. No te despegues de él hasta que lleguemos.

– Pero Chester, están subiendo ya al avión. ¿Sabes qué se llevaron?

– No tengo ni idea. Mientras esto esté lleno de gente ni siquiera podré entrar. ¿Y la policía del aeropuerto? ¿No podría echarte una mano?

– ¿Qué policía? No hay ningún agente a la vista. Estoy completamente sola.

– Bueno, maldita sea, ¡haz algo!

Repasé las posibilidades a toda velocidad.

– Págame el pasaje y lo sigo -dije.

– ¿Adonde?

– El vuelo es con destino Palm Beach, con escala en Dallas. Decídete porque dos minutos más y se habrá ido.

– Adelante. Ya arreglaremos cuentas. Llámame cuando puedas.

Colgué y al pasar miré otra vez el panel indicador del movimiento aéreo. La palabra EMBARQUE parpadeaba alegremente al lado de la hora prevista del vuelo 508 de American Airlines. La terminal se había vaciado de pasajeros que sin duda se encontraban agrupados en la puerta. Correteé por el vestíbulo hacia el mostrador de American Airlines. Una empleada atendía a un pasajero, pero la otra se me quedó mirando.

– Acérquese, por favor.

Me puse ante ella.

– ¿Quedan plazas en el avión de Palm Beach? -No sabía si la pareja iba a Dallas o a Palm Beach, pero tenía que partir de lo segundo si no quería que se me escaparan.

– Voy a ver lo que hay. El avión no va lleno. -Se puso a escribir con rapidez en el teclado del ordenador que tenía ante sí, deteniéndose para descifrar los datos que le salían en la pantalla-. Quedan diecisiete plazas libres… doce de clase turística y cinco de primera clase.

– ¿Cuánto vale la turística?

– Cuatrocientos ochenta y siete dólares.

No era ningún drama.

– ¿Ida y vuelta?

– Sólo ida.

– ¿Cuatrocientos ochenta y siete dólares la ida? -La voz me salió aguda y temblona como si acabara de tener la menstruación por primera vez.

– Sí, señora.

– Qué remedio -dije-. Deje la vuelta abierta. No sé cuánto tiempo voy a quedarme. -La pura verdad era que no sabía adonde se dirigía la pareja. Podían irse perfectamente a México, al Cono Sur o al Honolulu. No había visto ningún pasaporte cambiar de manos, pero tampoco podía descartar la posibilidad. Como la empleada que tenía ante mí no era la que había atendido a la embarazada, no tenía sentido interrogarla. Abrí la billetera, saqué una tarjeta de crédito y la puse encima del mostrador. La empleada no pareció poner en duda la prudencia del impulso. Madre mía. O Chester me costeaba el viaje o me iba a pique.

– ¿Asiento de pasillo o ventanilla?

– Pasillo. Hacia la parte delantera. -Era de cajón que la pareja bajara del avión antes que yo y quería estar preparada para salir tras ellos.

La empleada pasó a otra pantalla tecleando con parsimonia.

– ¿Lleva equipaje?

– Sólo lo puesto -dije. Quise gritarle que se diera prisa, pero no tenía sentido. La máquina de los billetes se puso a traquetear y a zumbar, y expulsó el pasaje, la tarjeta de embarque y el comprobante de la tarjeta de crédito, que firmé donde se indicaba. Creo que fruncí el entrecejo al ver lo que me habían cobrado. El viaje de ida y vuelta en clase turística, sin descuentos para estudiantes ni rebajas en posteriores iniciativas, me había costado 974 dólares. Hice unas cuantas operaciones. El límite del crédito de aquella tarjeta era de 2.500 dólares y aún estaba pagando unas compras que había hecho durante el verano. Según mis cálculos, aún disponía de un crédito de cuatrocientos dólares. En fin. Si no hubiera tenido ni un céntimo en el banco habría sido lo mismo, porque no podía sacarlo a aquellas horas.