Tenía además el cepillo de dientes, el dentífrico y las bragas limpias que siempre llevo conmigo. Y una navaja de explorador, unas gafas de sol, un peine, una barra de carmín, un sacacorchos, la llave de la caja de Johnny, dos bolígrafos, la factura de la tienda donde había apuntado la matrícula del Taurus, un frasco de aspirinas y los anticonceptivos. Ocurriera lo que ocurriese, no iba a quedarme embarazada, así que ¿por qué preocuparse? A fin de cuentas, estaba de vacaciones y no me obligaban otras responsabilidades.
No tenía ni la más remota idea de lo que haría cuando aterrizásemos. Como es lógico, esperaría a ver qué decisión tomaba mi compañera de viaje. Si se iba del país, no podría impedírselo, pues entre las cosas que no llevaba encima figuraba el pasaporte. Seguramente podría entrar en México con el permiso de conducir, aunque no me gustaba la idea. He oído demasiadas anécdotas sobre las cárceles mexicanas. Por el lado positivo, tenía pagado el viaje de vuelta, de manera que siempre podía abordar otro avión y regresar. Lo peor que podía ocurrir mientras tanto era que metiese la pata… y hay antecedentes en mi historial.
En cuanto se apagó el aviso luminoso de abrocharse los cinturones, me desabroché el mío y busqué una manta y una almohada en el compartimiento de arriba. Me dirigí a la parte trasera e hice uso de la grifería volante, me lavé las manos, me miré en el espejo y recogí un ejemplar de la revista Time al volver al asiento. El piloto nos habló por los altavoces y nos dio unos datos de vuelo con voz segura. Nos dijo la altura de vuelo, el clima y la dirección que íbamos a seguir, más la hora aproximada de llegada.
Llegó el carrito de las bebidas y adquirí tres dólares de vino malo. Ardía en deseos de engullir el tentempié de cuatrocientos ochenta y siete dólares, que resultó ser un tomate enano, una ramita de perejil y un rollo de primavera del tamaño de un pisapapeles. De postre había un barquillo al chocolate envuelto en papel de aluminio. En cuanto estuvimos llenos se amortiguaron las luces de la carlinga. La mitad de los pasajeros optó por dormir y la otra mitad encendió las lámparas de lectura, para leer o preparar documentos. Cuarenta y cinco minutos más tarde vi que la embarazada pasaba por mi lado.
Me volví con curiosidad y vi que se dirigía hacia los lavabos del extremo del aparato. Observé a los pasajeros más cercanos. Casi todos dormían. Nadie parecía prestarme atención. Nada más cerrarse la puerta del lavabo, me levanté, me adelanté dos filas y me senté junto al pasillo, a dos asientos del de la embarazada. Me puse a revolver el contenido de la red del respaldo del asiento delantero como si buscase algo. No estaba segura de tener tiempo (ni audacia) para bajar el petate. La mujer, por lo visto, se había llevado el bolso (un rasgo de desconfianza), de manera que no podía registrarlo. Miré en su red. No había nada interesante. Sólo se había dejado la novela encuadernada de Danielle Steel, cerrada ahora y en medio del asiento. Miré las guardas, pero no vi ningún nombre escrito. Advertí que utilizaba como punto de lectura la matriz de la tarjeta de embarque. La saqué, me la guardé en el bolsillo de la chaqueta y volví a mi asiento. Nadie chilló, ni me señaló, ni me acusó con la mirada.
Momentos después pasó otra vez la embarazada, que volvía a su asiento. La vi recoger el libro. Se levantó a medías y miró el asiento, luego se agachó y buscó a su alrededor, seguramente la tarjeta perdida. Casi podía ver el signo de interrogación cerrado, en forma de nube, flotando encima de su cabeza. Pareció encogerse de hombros. Se incorporó, sacó del compartimiento una almohada y la manta, apagó la luz y se recostó en el asiento arropada con la manta.
Saqué la matriz del bolsillo y leí la escueta información que contenía. La mujer se llamaba Laura Huckaby y se dirigía a Palm Beach.
Dallas/Fort Worth está en la zona horaria central, dos horas por delante de California, que, sumadas a las tres horas de vuelo, se convirtieron en las dos menos cuarto de la madrugada cuando por fin tomamos tierra. Unos minutos antes de aterrizar, la azafata comunicó por los altavoces el número de las puertas correspondientes a otros vuelos con que podíamos empalmar. Comunicó asimismo que el avión estaría en tierra alrededor de setenta minutos y que luego continuaría el vuelo 508, a Palm Beach. Si queríamos bajar, tendríamos que llevar la tarjeta de embarque para identificarnos a la vuelta. Gracias a mi arte, la pobre Laura Huckaby ya no tenía tarjeta. La contemplé con sentimiento de culpa, pensando que o se pondría a discutir con nerviosismo con la azafata o se resignaría a permanecer en el asiento, con cara de infelicidad, hasta que el avión despegara.
Pero en cuanto se detuvo el avión ante la puerta y se apagó la orden luminosa de abrocharse el cinturón de seguridad, la mujer se puso en pie, recogió el impermeable y el petate, guardó el libro en el bolsillo exterior de éste y se sumó a la lenta cola de pasajeros que bajaban. No supe qué pensar, pero estaba obligada a seguirla. Avanzamos por la pasarela tubular como lo que éramos, un grupo heterogéneo de cansados viajeros de madrugada. Los pocos pasajeros que llevaban bolsa de viaje gravitaban cansinamente hacia las salidas, pero el grueso se dirigió hacia la cinta móvil de los equipajes. Tenía a Laura Huckaby bien a la vista. El pelo rojizo se le había aplastado con sus cabezadas y tenía el respaldo del vestido cubierto de arrugas horizontales. Aún llevaba el impermeable colgado del brazo, pero tuvo que detenerse dos veces para cambiar de mano el petate. ¿Adonde iba? ¿Pensaría que estábamos en Palm Beach?
El aeropuerto Dallas/Fort Worth estaba pintado con colores neutros y matices del beige y los suelos eran de baldosas coloreadas. Los pasillos eran anchos y estaban silenciosos a aquella hora. Un grupo de empresarios asiáticos nos adelantó en un chirriante cochecito eléctrico que emitía continuas notas agudas para advertir a los peatones desprevenidos. Las luces del techo nos ponía en la piel un suave tono de ictericia. Casi todos los establecimientos estaban cerrados y a oscuras. Dejamos atrás un restaurante y una mezcla de quiosco y tienda de regalos donde había libros encuadernados y de bolsillo, revistas del corazón, prensa diaria, salsas tejanas para barbacoa, libros de recetas tejanomexicanas y camisetas estampadas con motivos de Texas. La sección de recogida de los equipajes del vuelo 508 apareció ante nosotros, al otro lado de una puerta giratoria. Laura Huckaby pasó delante de mí y se detuvo titubeando en el umbral, como para orientarse. Al principio pensé que buscaba a alguien, pero por lo visto no era así.
La adelanté y me dirigí a la cinta móvil por la que saldrían los equipajes. No sabía qué estaba pasando. ¿Había tenido intención de bajar en Dallas desde el principio? ¿Había facturado el equipaje a Palm Beach o sólo a Dallas? A la izquierda había una fila de sillas de cromo y cuero de pega. Había un televisor en el rincón, en lo alto de la pared, y casi todas las cabezas estaban vueltas hacia él. En la pantalla se veían, en colores chillones, los restos de un avión estrellado hacía poco; una columna de humo negro se elevaba todavía del carbonizado fuselaje en un paisaje iluminado con crudeza. La informadora hablaba directamente a la cámara. Llevaba un abrigo de pelo de camello y la nieve caía a su alrededor. El viento le azotaba el pelo y coloreaba sus mejillas de rosa fuerte. El sonido era defectuoso, pero ninguno de los presentes tuvo ninguna duda sobre el contenido de sus comentarios. Me acerqué al depósito de agua y bebí en abundancia y con ruido.