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Por el rabillo del ojo vi que Laura Huckaby se acercaba al panel informativo, donde se indicaba la forma de avisar al servicio de transporte de los muchos hoteles de los alrededores. Descolgó el teléfono y marcó cuatro cifras. Hubo una breve conversación. Esperé hasta que colgó, busqué su trayectoria y acabé detrás de ella cuando se acercaba a las escaleras mecánicas. Bajamos al nivel de la calle, donde cruzamos una serie de puertas de cristal.

Fuera hacía un frío inesperado. A pesar de la iluminación artificial, la zona de carga y descarga de pasajeros estaba sumida en la oscuridad. Entre la acera y el edificio habían puesto un poco de verde. La hierba, visible a lo ancho de la fachada de color crema, estaba repartida en islotes espaciados, como si fueran implantes de pelo. Me dirigí al área señalizada con el rótulo de servicio de transbordadores y me puse a esperar mientras escrutaba la avenida. No nos miramos. Laura Huckeby parecía cansada y preocupada, sin manifestar el menor interés por los demás viajeros. En cierto momento hizo una mueca y se llevó la mano a los riñones. Otras dos personas se reunieron con nosotros: un hombre de buen ver con traje y corbata que llevaba un maletín y una bolsa de viaje, y una joven con un plumón de esquiar y una mochila al hombro. Pasaron algunos coches, a velocidad suficiente para levantar una brisa de humo de motor que se arremolinó alrededor de nuestros pies. A aquella hora había disminuido el tráfico aéreo, pero aún se oía el sordo rugido de los aviones que despegaban de tarde en tarde.

Pasaron varios transbordadores. La mujer no hizo nada por detenerlos y tampoco las dos personas que aguardaban con nosotros. Finalmente apareció por la curva un microbus rojo. En un costado podía verse, con caligrafía dorada, la inscripción EL CASTILLO VACIO, con el perfil de un castillo simbólico. Laura Huckaby levantó la mano para llamar a la furgoneta. El conductor la vio y frenó pegado al bordillo. Bajó del vehículo y ayudó al hombre a meter el equipaje, mientras la embarazada y yo subíamos al microbús, seguidas por el hombre. La joven de la mochila se quedó donde estaba, con la mirada nerviosamente atenta a los vehículos que pasaban. Busqué asiento al final del microbús a oscuras. Laura Huckaby se instaló en la parte delantera, la mejilla apoyada en la palma de la mano. El pelo del moño primitivo se le había soltado casi totalmente.

El conductor se puso al volante otra vez, cerró la puerta, sacó una carpeta y se volvió a medias hacia nosotros para comprobar los nombres de la lista.

– ¿Wheeler?

– Sí -dijo el hombre del traje.

– ¿Hudson?

Ante mi sorpresa, Laura Huckaby levantó la mano. ¿Hudson? ¿De dónde salía aquello? Curioso desarrollo de los acontecimientos. No sólo se había bajado en una ciudad que no era su destino previsto, sino que al parecer había hecho la reserva hotelera con otro nombre. ¿Qué se proponía?

– Voy a reunirme con otra persona -dije, en respuesta a su mirada interrogativa.

El conductor asintió, dejó a un lado la carpeta, cambió de velocidad y partimos. Seguimos un complicado trayecto por carriles que se cruzaban y descruzaban alrededor de la terminal, y salimos por fin a campo abierto. El terreno era llano y muy oscuro. En la negrura destacaba algún que otro edificio iluminado como un espejismo titubeante. Cruzamos lo que tenía que ser un complejo gastronómico, restaurantes y más restaurantes iluminados con colores chillones como cualquier calle céntrica de Las Vegas. Al fondo apareció por fin la mole de un hotel, uno de esos establecimientos sin estilo con el precio de la habitación (69 dólares por persona) escrito debajo mismo del nombre. Las rojas letras de neón del Castillo Vacío palidecían unos instantes y se volvían a iluminar, y en el proceso se hacía visible otra frase, PARA DORMIR COMO UN REY. Oh, por favor. El logotipo era dos esquemáticas palmeras de neón verde flanqueando una torre de neón rojo con almenas.

Dejamos atrás un oasis de palmeras de verdad que rodeaban una reproducción de la torre pintada en el edificio, una estructura de piedra falsa con foso y puente levadizo. Cuando el microbús se detuvo en el andén del hotel, me entretuve hasta que Laura Huckaby (alias Hudson) hubo bajado. No parecía haber ningún botones de servicio. El hombre del traje recogió el maletín y la bolsa de viaje. Los tres entramos en el vestíbulo por las puertas giratorias, yo en retaguardia. Laura Huckaby no llevaba más equipaje que el petate.

En el interior se había explotado hasta la saciedad el motivo de la «vieja y alegre Inglaterra». Todo era oro y carmesí, pesadas cortinas de terciopelo, molduras almenadas y tapices que colgaban de ganchos metálicos que sobresalían de los muros del «castillo». Al otro lado de los ascensores, una flecha indicaba el camino a los lavabos, una puerta para los «Caballeros» y otra para las «Damas». En recepción, reacia a llamar la atención de Laura Huckaby, procuré ponerme la última. Dado el precio de las habitaciones, podía costearme quizás una estancia de dos noches, aunque tenía que tener cuidado con los gastos adicionales. Ignoraba cuánto tiempo pensaba estar Laura Huckaby. Terminó ésta de rellenar la ficha de registro y se dirigió a los ascensores con el petate a rastras. Estiré un poco el cuello y vi que entre los ascensores había sendas columnas de luces que indicaban en qué piso concreto se encontraba el ascensor respectivo. Subió al primer ascensor y en cuanto se cerraron las puertas, murmuré «Enseguida vuelvo» a nadie en particular y corrí hacia el panel de las luces. El piloto rojo subía sistemáticamente de piso en piso y se detuvo en la planta doce.

Volví a recepción en el instante en que el hombre del traje terminaba de inscribirse y se dirigía a los ascensores. Me acerqué al mostrador. Dada la decoración, esperaba ver como mínimo a una mujer con brial o a un hombre con cota de malla. La mujer, por el contrario, llevaba un típico uniforme de hostelería, blusa blanca, chaqueta azul marino y una falda lisa del mismo color. El marbete decía que era Vikki Biggs, Encargada de Noche. Tenía veintitantos años, seguramente era nueva y por tanto la habían relegado a aquel turno. Me dio una ficha en blanco. Apunté mi nombre y dirección y vi que arrancaba un comprobante de operación a crédito. Miró la dirección al grapar el comprobante a la ficha.

– Mi madre. Esta noche vienen todos de California -dijo-. La otra señora era también de Santa Teresa.

– Ya lo sé. Vamos juntas. Es mi cuñada. ¿Podría ponerme en la misma planta que ella?

– Vamos a ver -dijo. Escribió unas líneas en el omnipresente teclado y miró la pantalla con cara de concentración. A veces me entran ganas de apoyarme en el mostrador para echar un vistazo. Desde el punto de vista de Vikki, no había buenas noticias-. Lo lamento, pero esa planta está completa. Hay una habitación libre en la octava.

– Servirá -dije. Y tras ocurrírseme otra cosa-: ¿En qué habitación está? -Como si Vikki Biggs acabara de decirlo y no la hubiera oído bien.

Biggs no era tonta. Y yo, por lo visto, acababa de meterme en el país de las reticencias hoteleras. Torció la boca en una mueca de pesar.

– No nos permiten revelar el número de las habitaciones. Pero puede hacer otra cosa. Pida hablar con ella en cuanto suba usted a su habitación y la telefonista hará la llamada con mucho gusto.

– Ah, claro, ningún problema. Le puedo llamar más tarde. Sé que está tan cansada como yo. Beber en el avión es fatal.

– Desde luego. ¿Está aquí por trabajo o por placer?

– Un poco de ambos.

Biggs metió mi llave en un sobre y me puso éste delante, en el mostrador.

– Que disfrute de la estancia.