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En el ascensor me pusieron música sinfónica mientras me miraba en el espejo de superficie ahumada.

– Das asco, chica -dije a mi reflejo.

Había poca luz en la octava planta y el silencio era absoluto. Avancé con cautela, igual que una ladrona, por el ancho pasillo alfombrado y abrí mi puerta. Las cursilerías medievales no se habían prolongado hasta allí. De la Inglaterra del siglo XIV me vi transportada al violento y salvaje Oeste, residuo decorativo de algún propietario anterior. La habitación combinaba el naranja quemado con los marrones y el papel de la pared imitaba la textura de la madera sin desbastar. El edredón estaba adornado con cactos y sillas de montar, separados por un muestrario de marcas ganaderas bordadas. Hice una rápida inspección, recorriendo la habitación para ver los servicios de que disponía.

A la derecha de la puerta había un armario doble con cuatro colgadores de madera, una plancha y una tabla de planchar de patas metálicas y setenta centímetros de longitud. Más allá había un espacio destinado a arreglarse, con tocador, pila y un secador de pelo adosado a la pared de la derecha. En el tocador había una cafetera de cuatro tazas, sobres de azúcar y pequeños envases de leche vegetal. En un recipiente había frascos pequeños de champú, fijador y colonia, una cajita de costura y un sobre con un gorro de baño. En el lavabo había una bañera de fibra de vidrio y un tubo de ducha que iba desde la pared hasta la altura del cuello. La cortina de plástico estaba decorada con herraduras y potros dando coces. Había una taza, tres toallas de baño, una alfombra pequeña y una de esas esterillas de goma que se han hecho para reducir las caídas desagradables y las demandas judiciales más desagradables aún.

No había minibar, pero sí un tarro con caramelos de cuatro sabores fuertes, envueltos en papel transparente. Todo un detalle. Me habían concedido también teléfono, televisor y un radiodespertador. Por la mañana llamaría a Henry para que me contara las últimas noticias de Santa Teresa. Eché las cortinas y me quité la ropa, que colgué esmeradamente en el magro surtido de perchas. Por razones sanitarias, lavé las bragas ahora que tenía tiempo, utilizando un sobre de champú hotelero. Luego las secaría con el secador de pelo y la plancha, y las dejaría listas para volver a ponérmelas. Una rápida llamada a American Airlines me reveló que no habría ningún vuelo de Dallas a Palm Beach hasta la tarde del día siguiente, lo que quería decir que Laura pasaría allí la noche. Eran cerca de las tres y media cuando colgué el rótulo de «No molestar» y me metí entre las sábanas casi desnuda. Me dormí casi inmediatamente, sin que nada me turbara el sueño. Si Laura Huckaby se despertaba con las gallinas y se iba durante las ocho horas siguientes, entonces al diablo. Subiría al primer avión y volvería a casa.

Desperté a mediodía y me saqué el corcho de la boca con el cepillo de dientes plegable. Me duché, me lavé el pelo y me puse la ropa de la víspera, menos las bragas que había lavado y que aún estaban húmedas. Acto seguido me di un banquete integral a base de café caliente con dos sobres de azúcar y otros dos de leche, y cuatro caramelos del frasco, dos de naranja y dos de cereza. Al descorrer las cortinas tuve que retroceder ante el sol cegador de Texas. Fuera no había más que tierra llana y seca que se extendía por todas partes hasta el horizonte, con algún árbol o arbusto ocasional. La luz se reflejaba en el único edificio visible, un complejo de oficinas con espejos en la fachada del entrante central. A la derecha, una autopista de cuatro carriles se perdía en ambas direcciones sin que se indicara en ningún sitio adonde se iba por uno u otro lado. El hotel parecía construido en el centro de un polígono comercial-industrial donde sólo había otra empresa. Mientras miraba apareció un grupo de corredores por mi izquierda. Parecían jóvenes, estudiantes de instituto, en esa etapa de la adolescencia donde se dan cita todos los tamaños y complexiones. Altos, bajos, chaparros y delgados como fideos, corriendo con las huesudas rodillas por delante mientras los lentos van en la cola. Llevaban pantalón corto y camiseta verde de raso, pero estaban demasiado lejos para ver el nombre del colegio estampado en el uniforme.

Eché las cortinas y volví a la cama, donde me estiré y me recosté en las almohadas mientras llamaba a Henry. En cuanto descolgó, dije:

– Adivine dónde estoy.

– En la cárcel.

Me eché a reír.

– En Dallas.

– No me sorprende. He hablado con Chester esta mañana y me ha dicho que te habías ido en pos de una liebre.

– ¿Qué noticias hay en casa de Bucky? ¿Se sabe ya qué robaron anoche?

– Que yo sepa, no. Chester me dijo que habían arrancado la chapa del fondo del armario de la cocina. Parece que el viejo construyó una especie de escondrijo cuando instaló el fregadero. Puede que el agujero estuviese ya vacío, pero da la sensación de que se han llevado algo.

– ¿Un escondrijo además de la caja de seguridad? Qué interesante. ¿Qué querría esconder?

– Chester cree que eran documentos de guerra.

– Ya me habló de eso. No me lo creo y tengo intención de averiguarlo. El individuo que vi entregó el petate a su mujer o amante y ésta tomó anoche el avión. El individuo no subió, pero seguramente tiene intención de reunirse con ella. La mujer tenía pasaje para Palm Beach, pero se bajó en Dallas y yo, como es lógico, hice lo mismo.

– Claro, claro. ¿Por qué no?

Sonreí al oír su entonación.

– En cualquier caso, podría usted avisar a la policía para que vigilara el motel Capri. No tuve tiempo de decírselo a Chester. No sé el número, pero es el segundo bungalow de la derecha. Puede que el sujeto esté aún allí.

– Lo estoy apuntando -dijo Henry-. Se lo entregaré a la policía, si quieres.

– ¿Y Ray? ¿Creen que ha tenido algo que ver?

– Bueno, seguramente hubo alguna relación. La policía le preguntó, pero no soltó prenda. Si sabe algo, no ha querido decirlo.

– Es como si le hubieran dado una paliza para que no contara lo de la chapa de la cocina.

– Eso creo yo. Un agente se lo llevó a urgencias del St. Terry, pero se fue en cuanto lo curaron y desde entonces no se sabe nada de él.

– Hágame un favor. Vaya al hotel Lexington y compruebe si sigue allí. Habitación 407. No llame antes por teléfono. Puede que no quiera…

– Demasiado tarde -dijo Henry, interrumpiéndome-. Ya se ha ido y no creo que vuelva a aparecer. Bucky fue al hotel esta mañana y ya habían limpiado su habitación. No me extraña, a la policía le interesa como testigo material. ¿Y tú? ¿Quieres que cuente a la policía lo que has visto?

– Adelante, pero no sé hasta qué punto servirá. En cuanto sepa lo que pasa, llamaré personalmente a la policía de Santa Teresa. La de aquí no tiene jurisdicción sobre el caso y a estas alturas ni siquiera soy capaz de decir qué delito pensamos que se ha cometido.

– Agresión, por ejemplo.

– Sí, pero ¿y si Ray Rawson no reaparece? Y aunque diera la cara. Puede que desconozca la identidad de su agresor, puede que se niegue a hacer la denuncia. En cuanto al supuesto robo, ni siquiera sé lo que se han llevado, y no digamos quién.

– Pensaba que habías visto al individuo.

– Desde luego. Lo vi salir del piso de Johnny. Pero no puedo jurar que robara nada.

– ¿Y la mujer del petate?

– Puede que ignore la importancia del bulto que transporta. Ella no tuvo absolutamente nada que ver con la agresión.

– ¿No podría ser culpable de recoger objetos robados?

– No podemos ni siquiera afirmar que ha habido un robo -dije-. Además, es posible que la mujer no sepa que se ha cometido un delito. El marido vuelve a casa. Ella se va de viaje. El dice: Hazme un favor y llévate esto cuando te vayas.

– ¿Qué piensas hacer?

– No estoy segura. Me gustaría meter las manos en ese petate. Puede que nos dé una pista sobre lo que se cuece.