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– Kinsey… -advirtió Henry.

– No se preocupe, caramba. No pienso arriesgarme.

– Me pongo mal cuando dices eso. Te conozco. ¿En qué hotel te hospedas? Dame el teléfono.

Le recité el número que había en el centro del disco.

– El hotel es el Castillo Vacío, está cerca del aeropuerto de Dallas. Habitación 815. La mujer está en la planta doce.

– ¿Cuál es el plan?

– Yo qué sé -dije-. Supongo que esperar a ver qué hace la mujer. Su pasaje era para Palm Beach, de modo que si sube a otro avión, tendré que hacerlo yo también.

Henry guardó silencio durante unos instantes.

– ¿Y el dinero? ¿Te hacen falta fondos adicionales?

– Tengo unos cuarenta dólares en metálico y un pasaje de vuelta. Me apañaré mientras tenga cuidado con la tarjeta de crédito. Espero que impresione usted a Chester con mi profesionalidad. No me gustaría quedarme sin blanca.

– No me gusta eso.

– Tampoco me entusiasma a mí la situación. Yo sólo quería que supiera usted dónde estaba.

– Procura no infringir la ley.

– Me sería más fácil si conociera el código tejano -dije.

Capítulo 8

Bajé al vestíbulo. Recorrí los alrededores para familiarizarme con el lugar. A la luz del día, el terciopelo rojo y la purpurina poseían la misma atmósfera plomiza que un cine vacío. Un joven con uniforme rojo pasaba una aspiradora por la alfombra. La recepcionista de noche se había ido y en su lugar había un equipo de jóvenes de aspecto sano y traje azul marino. Nada iba a sacar del personal de guardia. Cualquier pregunta rara se transferiría al jefe de turno, al gerente o al director, que me mirarían con el escepticismo que merecía. Para conseguir información tendría que valerme del ingenio, es decir, de las mentiras y engaños de costumbre.

Casi todos los huéspedes de hotel tienden a ver los servicios en función de sus propias necesidades: recepción, restaurantes, la tienda de regalos, lavabos, teléfonos públicos, el servicio de botones, los salones de congresos y las salas de reuniones. En la primera incursión busqué los despachos de los directivos. Recorrí el perímetro y por último crucé una puerta de cristal que daba a un pasillo lujosamente alfombrado, con mucha ebanistería e iluminación indirecta. Los despachos de diversos jefes de departamento se identificaban por las placas de bronce grabadas.

En aquella parte del hotel no se había hecho nada por introducir la nota medieval o vaquera. Puesto que era sábado, las puertas de cristal del director de ventas y del director de seguridad estaban a oscuras y con el cerrojo echado. Las horas de servicio estaban diáfanamente escritas en oro y aclaraban que iba a tener las manos libres hasta las nueve de la mañana del lunes. Supuse que habría guardias jurados de servicio las veinticuatro horas del día, pero hasta el momento no había visto a ninguno. El director de ventas era directora y se llamaba Jillian Brace. El director de seguridad se llamaba Burnham J. Pauley. Memoricé los nombres y proseguí la expedición por la zona administrativa hasta una puerta que había al final del pasillo vacío.

Volví a recepción y esperé hasta que estuvo libre uno de los empleados. El joven que avanzaba hacia mí tendría veinticinco años, iba bien afeitado y era de piel clara, de ojos azules y algo gordo. Según el marbete de la pechera se llamaba Todd Luckenbill. Los señores de Luckenbill se habían ocupado de que el hijo tuviese la dentadura recta, de que sus modales fueran impecables y de que supiera estar de pie. Ni pendientes, ni piedrecillas en la nariz, ni tatuajes a la vista.

– ¿En qué puedo servirla? -dijo.

– A eso vamos, Todd -dije-. Estoy de paso en Dallas por un asunto familiar, pero resulta que mi jefe anda buscando un hotel donde poder reservar plaza para una importante convención comercial que ha de celebrarse la primavera que viene. Estoy pensando en recomendarle éste, pero no sé con exactitud con qué servicios cuenta. ¿Me podrías indicar cómo puedo hablar con el director de ventas? ¿Está hoy en el establecimiento?

Todd sonrió.

– No es director -dijo con cierto tono de reproche-. Jillian Brace es nuestra directora de ventas, pero no trabaja los fines de semana. Podrá hablar con ella el lunes por la mañana. Suele llegar a las nueve y la atenderá con mucho gusto.

– Sí, me encantaría, pero mi avión sale a las seis. ¿Por qué no me das una tarjeta suya? Así podré llamarla desde Chicago.

– Cómo no. Espere un momento que enseguida se la traigo.

– Gracias. Ah, otra cosa, ya que estamos en esto. A mi jefe le preocupa la seguridad de la convención. Ya tuvimos un pequeño problema con un gran hotel el año pasado y sé que le cuesta decidirse si no está convencido de las medidas de seguridad.

– ¿A qué se dedica su empresa?

– Inversiones bursátiles. De altísimo nivel.

– Tendrá que hablar entonces con el señor Pauley. Es el director de seguridad. ¿Quiere también una tarjeta suya?

– Claro, sería estupendo. Si no es molestia, te lo agradecería mucho.

– No hay ningún inconveniente.

Mientras iba a lo suyo, saqué un par de postales de un expositor del mostrador. La imagen satinada de la fachada permitía ver el vestíbulo color clarete y dos heraldos con hopalandas que empuñaban sendos cuernos, más grandes que sus brazos. Los busqué, pero no parecían estar en el establecimiento aquella mañana. Todd volvió momentos más tarde con las tarjetas prometidas. Le di las gracias y crucé el vestíbulo hasta un entrante amueblado con una mesa de caoba y dos banquetas con asiento de terciopelo.

Encontré papel de cartas en el cajón y me puse a tomar notas. Respiré hondo, descolgué el teléfono y dije a la telefonista que me pusiera con Laura Huckaby. Hubo una pausa y la telefonista dijo:

– Lo siento, señora, pero no encuentro a nadie con ese nombre.

– ¿De veras? Pues sí que es raro. Ah, sí. Espere. Pruebe con Hudson.

La telefonista no dijo nada, aunque al parecer, me estaba comunicando con una huésped apellidada de aquel modo. Esperaba que fuese la que me interesaba. Escribí el apellido y tracé un círculo alrededor para no olvidarme.

Al primer timbrazo se puso una mujer que habló con voz nerviosa y descompuesta.

– ¿Farley?

¿Farley? ¿Qué nombre era aquél? Igual era el sujeto que se había quedado en el aeropuerto de Santa Teresa.

– ¿Señora Hudson?, Soy Sara Fullerton, ayudante de Jillian Brace en Ventas y Comerciales. ¿Qué tal estamos hoy? -Empleé la entonación cálida y falsa que todos los negociantes telefónicos aprenden en la facultad de transacciones por teléfono.

– Bien -dijo Laura con cautela, en espera del chiste.

– Oh, eso es estupendo. Me alegro de oírselo decir. Señora Hudson, estamos llevando a cabo una encuesta confidencial con ciertos huéspedes selectos y quería saber si puedo hacerle algunas preguntas. Le prometo que no la entretendré más de dos minutos. ¿Nos concedería usted ese tiempo?

La mujer no parecía tener interés alguno, pero tampoco quería ser grosera.

– Está bien, pero que sea rápido. Estoy esperando una llamada y no quiero bloquear la línea.

El corazón se me puso a latir más aprisa. Si no era la huésped que buscaba, pronto lo sabría.

– Lo comprendo y agradecemos su cooperación. Bien. Según la información facilitada, sabemos que llegó usted anoche de Santa Teresa, estado de California, en el vuelo 508 de American Airlines, ¿es exacto? -Hubo un momento de silencio-. Disculpe, señora Hudson. ¿Es exacto?

Respondió con un timbre de alarma en la voz.

– Sí.

– ¿Y llegó aproximadamente a las dos menos cuarto de la madrugada?

– Eso es.

– ¿Tuvo alguna dificultad para encontrar el servicio de transbordadores del hotel cuando llamó usted desde la zona de recogida de equipajes?