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– No. Descolgué y marqué el número.

– ¿Apareció pronto el transbordador?

– Supongo. Tardó en llegar un cuarto de hora, pero lo encontré normal.

– Entiendo. ¿Fue el conductor amable y servicial?

– Fue muy educado.

– ¿Cómo clasificaría usted el servicio? ¿Excelente, muy bueno, normal o deficiente?

– Yo diría que excelente. Quiero decir que no tuve ningún problema ni nada parecido. -Se lo estaba tomando ya en serio y procuraba responder con objetividad, pero también con justicia.

– Es muy satisfactorio oír eso. ¿Y cuál es la duración prevista de su estancia entre nosotros?

– No lo sé aún. Por lo menos estaré otra noche, pero no sé si me quedaré más tiempo. ¿Quiere que se lo diga cuando lo sepa?

– No será necesario. Nos complacerá tenerla con nosotros todo el tiempo que estime usted conveniente. Si me confirma ahora el número de su habitación, ya no la molestaré más.

– La 1236.

– Perfecto… 1236, coincide con nuestros datos. Ya hemos terminado la encuesta. Le damos las gracias por la paciencia que ha tenido, señora Hudson, y esperamos que disfrute de su estancia. Si podemos serle útiles, por favor, no dude en llamarnos.

Sólo me faltaba encontrar el modo de entrar en su habitación.

Hice otra incursión por el vestíbulo, esta vez buscando el acceso a la parte trasera del edificio. Me interesaban los montacargas, las escaleras de servicio, cualquier puerta anónima, o una que pusiera «Personal». Encontré una que decía «Sólo Empleados». Entré y bajé unos peldaños hasta otra puerta en que ponía «Prohibida la entrada». No podían haberlo puesto en serio porque la puerta estaba abierta, así que entré sin llamar.

Todos los hoteles tienen su cara pública, aseada, alfombrada, tapizada, encerada, adornada y pulimentada. Pero la administración real de un hotel se hace en condiciones menos deslumbrantes. El pasillo al que accedí era de paredes de hormigón y con el suelo de cuadrados marrones de vinilo. El aire era allí mucho más cálido y olía a maquinaria, a comida cocinándose y a fregonas viejas. El techo era alto y estaba cubierto de cañerías, cables gruesos y tubos de la calefacción. Percibí ruido de platos, pero la acústica dificultaba la identificación del origen.

Miré en ambas direcciones. A mi izquierda se habían subido unas anchas persianas metálicas que dejaban al descubierto la zona de carga y descarga. Había camiones con la parte trasera pegada a los andenes y cámaras de seguridad en los rincones, ojos mecánicos que observaban a todo el que se les ponía delante. No quería que advirtieran mi presencia, así que me di la vuelta y anduve en la otra dirección.

Avancé por el pasillo y al doblar una esquina me vi en la primera de las diversas cocinas que se comunicaban entre sí como un laberinto. En la pared que tenía delante había seis máquinas de hielo. Conté veinte carritos metálicos de servir comida, con soportes para las bandejas. El suelo se había fregado recientemente, brillaba aún a causa de la humedad y olía a desinfectante. Anduve con cuidado entre grandes peroles de acero inoxidable, cisternas de sopa y lavaplatos de tamaño industrial que echaban humo. De vez en cuando me miraba con curiosidad alguna empleada del servicio de cocina, con delantal blanco y cofia, pero nadie parecía cuestionar mi presencia en el lugar. Una mujer negra troceaba pimientos verdes. Un blanco envolvía los carritos con plástico transparente para proteger la comida. Había encimeras del tamaño de una sala y frigoríficos más grandes que el depósito de cadáveres del Hospital Clínico de Santa Teresa. Otras empleadas, con delantal blanco, cofia y guantes de goma, lavaban las hortalizas de las ensaladas y las ponían en fuentes alineadas sobre el largo mostrador de acero inoxidable.

Me asomé a una despensa que tenía el tamaño de un cuartel de la Guardia Nacional y donde había cajas de frascos de ketchup, tarros de mostaza, latas de aceitunas y pepinillos; estantes llenos de pan de molde en bolsas; expositores con croissants, pasteles caseros, tartas de queso, pastas, brazos de gitano. Las verduras y frutas naturales estaban en bidones de plástico. El aire estaba lleno de olores fuertes: cebollas cortadas, sofrito de tomate, coles, apio, limón, levadura; las capas de olores culinarios alternaban con las de los productos de limpieza. Había algo desagradable en aquella acumulación de olores y me daba cuenta de que mis nervios olfativos enviaban una confusa amalgama de datos a olvidados rincones de mi cerebro. Fue un alivio salir por un extremo del complejo. La temperatura del aire cayó en picado y los olores se volvieron de pronto tan limpios como los de un bosque. Encontré el pasillo principal y giré a la derecha.

Ante mí y pegado a la pared había un tren expreso de carritos de ropa. Los laterales eran de lona amarilla y estaban llenos hasta los topes de sábanas y toallas sucias. Eché a andar con incontenible resolución, mirando al pasar las habitaciones que encontraba. Me detuve en la puerta de la lavandería, una amplia sala llena de lavadoras empotradas, casi todas más altas que yo. Del techo colgaban unas guías móviles y gigantescas bolsas de ropa giraban por el recodo sujetas por ganchos. Percibí el zumbido de gigantescas secadoras en acción. El aire estaba impregnado de olores a algodón húmedo y detergente. Dos mujeres uniformadas trabajaban al alimón con una máquina cuya misión parecía ser planchar y doblar las sábanas del hotel. Los movimientos de las mujeres eran repetitivos, sacando las sábanas cuando la máquina terminaba el doble proceso. La sábana se volvía a doblar y se ponía a un lado, sin que la máquina permitiese ningún margen de error mientras escupía la siguiente sábana doblada.

Seguí andando por el pasillo a menor velocidad. Esta vez pasé ante un estrecho vano con media puerta coronada por un estante que hacía de mostrador. El rótulo de encima del hueco decía Ropa de Empleados. Bien, bien, bien. Me detuve y eché un vistazo a lo que sin duda era la lavandería de los uniformes del personal. Al igual que en los establecimientos de lavado en seco, había cientos de uniformes de algodón idénticos, lavados, planchados y colgados de un riel mecánico, en espera de que el personal los retirase. Me asomé por el hueco y escruté el denso bosque de bolsas de ropa. No parecía haber nadie a cargo de aquello.

– ¿Hola?

No hubo respuesta.

Así el tirador, abrí la media puerta y entré. Estudié los uniformes en rápida sucesión. Todos parecían consistir en una falda corta de algodón rojo y una bata roja. Imposible adivinar de qué tamaño eran. Un papel enganchado a cada colgador informaba del nombre de pila de la usuaria: Lucy, Guadalupe, Historia, Juanita, Lateesha, Mary, Gloria, Nettie. Nombres y más nombres. Elegí tres al azar y salí al pasillo, cerrando a mis espaldas.

– ¿Busca algo?

Di un respingo, a punto ya de darme de manos a boca con la gorda de uniforme rojo que estaba en el pasillo, delante mismo de la puerta. La mente se me puso en blanco.

Las aletas de su nariz palpitaron como si percibieran los falsos testimonios.

– ¿Qué hace con esos uniformes? -añadió. Tenía las fosas nasales por encima de mi frente y lo que veía no era un bonito espectáculo. Su marbete decía que era Spitz, Encargada de Lavandería.

– Ah, buena pregunta, señora Spitz. Precisamente andaba buscándola. Soy ayudante de Jillian Brace, de Ventas y Comerciales. -Con la mano libre saqué una tarjeta y se la puse delante.

Me la arrebató y la observó con el entrecejo fruncido.

– Aquí dice Burnham J. Pauley. ¿Se puede saber qué está pasando? -Tenía la cara grande y cada rasgo parecía vibrar de sospecha.

– Bueno -dije-, la madre que… Me alegro de que lo haya preguntado. Porque…, en realidad, la empresa está pensando implantar otros uniformes. Por motivos de seguridad. Y el señor Pauley ha dicho a la señorita Brace que le enseñe una muestra de lo que tenemos actualmente.