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– Es lo más absurdo que he oído en mi vida -me soltó-. Estos uniformes son nuevos, como la empresa sabe muy bien. Además, no es el procedimiento indicado y estoy ya hasta las narices. En la última reunión del departamento le dije al señor Tompkins que esto es de mi competencia y que quiero que siga así. Espere aquí. Voy a llamarle ahora mismo. No quiero que nadie de Asociados se meta en mis asuntos. -Hasta su aliento olía a indignación. Me traspasó con los ojos-. ¿Cómo se llama usted?

– Vikki Biggs.

– ¿Y la placa de identificación?

– Arriba.

Me apuntó con el dedo.

– No se mueva. Tengo intención de llegar al fondo de esto. Asociados tiene mucha cara al enviar a alguien de esta manera. ¿Cuál es la extensión de la señorita Brace?

– 202 -dije automáticamente. ¿Lo comprendéis ahora? Esto es lo hermoso de conservar ciertas habilidades. En una situación crítica, sólo tenía que abrir la boca y me salía una mentirijilla. Una embustera sin experiencia no siempre podría estar a la altura de las circunstancias con la misma espontaneidad que yo.

Entró a velocidad sorprendente. La media puerta se cerró con fuerza a sus espaldas. Me colgué los uniformes del brazo izquierdo y eché a andar como si fuera a algún sitio, con el corazón a cien por hora. Doblé la esquina y eché a correr. Encontré la escalera y subí los peldaños de dos en dos. No me atreví a utilizar los ascensores. Imaginé a Spitz alertando a Seguridad y guardias jurados acudiendo a las salidas en mi busca. Al llegar a la tercera planta estaba ya sin aliento, pero seguí subiendo. Rebasé la sexta planta jadeando, con los pulmones ardiendo y sintiendo las rodillas como si las rótulas estuvieran a punto de caérseme. Por fin crucé tambaleándome la puerta del descansillo que ostentaba un 8 y pisé tierra conocida, un recodo del pasillo donde estaba mi habitación.

Me colé en la 815. Tiré los uniformes confiscados sobre el respaldo de una silla y me desplomé en la cama, que estaba recién hecha. Me entró un ataque de risa mientras recuperaba el aliento. Spitz haría bien en analizarse los niveles hormonales o en regular su medicación. Acabarían por despedirla si seguía hablando mal de Asociados. Casi esperaba que aporrearan mi puerta soltando preguntas y acusaciones, un informe detallado de las mentiras que había contado hasta el momento.

Me levanté, fui a la puerta y eché la cadena de seguridad. Pasé varios minutos probándome los uniformes robados. El primero era el que mejor me quedaba. Me miré en el espejo de cuerpo entero. La falda me venía ancha por la cintura, pero no se veía con la bata que la cubría. De cada bata colgaba una franja blanca alechugada, una especie de cuello que había que abotonar. La bata tenía una pequeña pinza en las mangas. El color no era desagradable. Vestida así, con las piernas desnudas y el calzado deportivo, parecía preparada para fregar el cuarto de baño en un santiamén. Me puse otra vez los téjanos y guardé el uniforme en el armario. No sabía qué hacer con los dos restantes, de modo que los doblé y los metí en el cajón del escritorio. Ya encontraría un lugar donde ponerlos antes de irme del hotel.

Comí el menú del servicio de habitaciones, temerosa de aventurarme tan pronto por el hotel. A las dos salí al pasillo para hacer una expedición de reconocimiento y trazar un plano mental de la planta. Localicé el extintor, dos salidas contra incendios y la máquina de hielo. Enfrente de los ascensores había una consola con un teléfono interior. En el hueco del final del pasillo vi dos carritos de la ropa encajados. Me dirigí a aquel punto y dediqué unos minutos a informarme sobre el material a mano. Planchas y tablas de planchar, dos aspiradores. Al lado del entrante había un gran armario de ropa, lleno hasta el techo de estantes cargados de sábanas y toallas limpias. Vi cajas de papel higiénico y torrecillas de estuches de plástico con útiles de aseo en miniatura. Genial. Me gustaba aquello. Un montón de toallas en el brazo suele ser una buena coartada para entrar en una habitación. Vi un colgante de plástico que ponía Servicio de Habitaciones y, ya que estaba en ello, me lo llevé.

Tras agotar las restantes posibilidades, bajé a la tienda de regalos para comprar un libro. No tuve más remedio que elegir entre quince novelones de título tremebundo, que constituían todas las reservas del hotel. Me compré un puñado de pastillas de menta y me detuve en el vestíbulo el tiempo imprescindible para llamar a la habitación de Laura. Cuando respondió, murmuré «Ay, perdón» y colgué. Al parecer le había interrumpido la siesta. Pasé la tarde leyendo y dormitando. Con una asombrosa falta de imaginación, pedí la cena del servicio de habitaciones, que era igual que la comida que me habían servido antes: hamburguesa al queso, patatas fritas y Pepsi Diet.

Poco después de las siete, me despojé de los téjanos y me puse el coqueto uniforme rojo. No me entusiasmaba estar con las piernas al aire ni lo del calzado deportivo, pero ¿qué podía hacer? Me llené los bolsillos de pastillas de menta y saqué del cajón los otros dos uniformes. Me guardé la llave de la habitación en el bolsillo y fui hacia la escalera de incendios. Subí y al llegar a la planta décima me entretuve el tiempo necesario para dejar los uniformes en el cuarto de la limpieza. No quería que el robo afectara a las otras empleadas.

La distribución de la planta duodécima era idéntica a la de la octava; la única excepción era el cuarto de la limpieza, que estaba peor surtido. Me hice con un trapo del polvo y un aspirador, busqué un enchufe en el pasillo y me puse a limpiar mientras avanzaba hacia la habitación de Laura. La alfombra era un reguero extravagante de formas geométricas, triángulos que se superponían en un vistoso dibujo de lazos oro y verde. Pasar la aspiradora relaja siempre: un movimiento lento y reiterado envuelto en un zumbido y ese chasquido satisfactorio cada vez que absorbe algo realmente bueno. Jamás se había limpiado una alfombra con tanta minuciosidad. Sudé la gota gorda, pero me entretuve el tiempo que quise.

A las siete y media oí el ping del ascensor y un empleado del servicio de habitaciones apareció con una bandeja de comida. Se dirigía hacia la 1236; con la bandeja sostenida con comodidad a la altura del hombro, llamó a la puerta. Avancé en aquella dirección, arreglándomelas para ver a Laura cuando hizo pasar al mozo. Iba descalza y parecía una tienda de campaña, envuelta en la bata del hotel y con el camisón colgándole por debajo. El refrigerio sugería que pensaba pasar la noche allí, lo cual era positivo desde mi punto de vista. El camarero salió momentos más tarde. Se cruzó conmigo sin decir nada y desapareció en el ascensor sin percatarse de mi existencia. Seguí vigilando por si Laura recibía visitas o salía a reunirse con alguien.

Cuando me cansé de pasar la aspiradora, saqué el trapo, me puse a gatas y empecé a quitar el polvo a unos zócalos que por lo visto no tocaba nadie desde hacía años. A veces rompe el corazón imaginar a los detectives del otro sexo haciendo lo mismo. De vez en cuando pegaba la cabeza a la puerta de Laura Huckaby, pero no oía nada. Puede que me hubiera dejado entrar si hubiera ladrado y arañado. De tarde en tarde pasaban otros huéspedes, pero ninguno me prestó atención.

He aquí lo que he aprendido sobre ser empleada de hoteclass="underline" la gente casi nunca te mira a los ojos. Ocasionalmente hay una mirada que se posa en tu cara por casualidad, pero, por lo que se refiere a la acción recíproca, nadie podría identificarte después en una rueda de identificación policial. Magnífica noticia, aunque creo que ni siquiera en Texas se consideraría delito suplantar a una empleada de hotel.

A las ocho y cuarto volví a meter la aspiradora en el cuarto de la ropa y recogí una provisión de toallas limpias. Volví a la 1236 y llamé con los nudillos, exclamando «Servicio de habitaciones» con voz clara y musical. Fue cosa de magia. Laura Huckaby entreabrió la puerta, que tenía la cadena echada.

– ¿Sí?

Sin rímel, sus ojos de color avellana parecían fofos y descoloridos. Tenía la piel rojiza a causa de la lluvia de pecas que había ocultado el maquillaje. También tenía un hoyuelo en la barbilla que no le había notado antes. Hablé al tirador de la puerta para no parecer altanera.