Выбрать главу

Recorrí el salón, llegué al reservado y me senté a su mesa, frente a él.

– ¿Cuándo ha llegado?

En la mesa había dos menúes y me tendió uno.

– A las tres y media de la madrugada. El avión se retrasó por culpa de la niebla. Alquilé un coche en el aeropuerto. Quise llamarla en cuanto llegué, pero la telefonista no quiso pasar la llamada y esperé hasta las ocho. -Tenía los ojos inyectados en sangre a causa de la paliza y el detalle daba un aire demoníaco a unos rasgos por lo demás apacibles. El lóbulo izquierdo, habían tenido que cosérselo.

– Ha sido usted muy amable -dije-. ¿Tiene habitación?

– Sí, la 1006. -Esbozó una rápida sonrisa y se puso serio-. Mire, sé que no hay ningún motivo para que usted se fíe de mí, pero ya es hora de hablar claro.

– Habría podido hacerlo hace dos días, antes de meternos en esto… sea lo que fuere.

Llegó la camarera con la cafetera en la mano. Tenía cierto aire maternal, de las que abren la puerta a los perros y gatos callejeros. Se sujetaba el pelo gris y rizado con una redecilla que parecía una telaraña y su voz grave sugería una afición vitalicia por los cigarrillos sin filtro. Lanzó a Ray una mirada interrogante.

– ¿Qué le ha pasado?

– Que naufragué en alta mar -dijo- Si me trae una aspirina, le dejaré dinero en el testamento.

– Voy a mirar. Seguramente encontraré algo. -Se volvió hacia mí-. ¿Le apetece un café? Tiene usted cara de necesitarlo.

Sin decir palabra, levanté mi taza y la camarera me la llenó hasta el borde. Dejó la cafetera en la mesa y sacó el cuaderno.

– ¿Piden ahora o prefieren esperar?

– Está bien así -dije, dándole a entender que a mí me bastaba con el café.

– Tomemos algo para desayunar -dijo Ray-. Yo pago. Es lo menos que puedo hacer.

Miré a la camarera.

– En ese caso, quiero café, zumo de naranja, beicon, salchichas normales, tres huevos revueltos y pan de molde, de centeno.

Ray le enseñó dos dedos.

– Lo mismo para mí.

Cuando se hubo ido la camarera, apoyó los codos en la mesa. Parecía un boxeador de peso semipesado veinticuatro horas después de perder el campeonato.

– Está molesta conmigo y no se lo reprocho, pero seré sincero. Después de entrar en el piso de Johnny, no creí que volviera. Supuse que allí se acababa todo y que por tanto no tenía sentido decir nada.

– ¿De quién habla usted?

– A eso voy. Ah, antes de que me olvide. ¿Conoce la llave que Bucky sacó de la caja de Johnny?

– Sí -dije con cautela.

– ¿La tiene aún?

Dudé durante una décima de segundo y mentí por instinto. ¿Por qué tenía que confiar en él? Hasta el momento no me había dicho nada.

– No la llevo encima, pero sé dónde está. ¿Por qué?

– He pensado en eso. Me refiero a que tiene que ser importante. ¿Por qué, si no, la tenía Johnny en la caja de seguridad?

– Creía que lo sabría usted. ¿No le dijo a Charlie que yo estaba en peligro por culpa de la llave?

– ¿En peligro? Yo no. Jamás he dicho eso. ¿De dónde habrá sacado esa idea?

– Hablé con Henry anoche. Me ha contado que así convenció usted a Charlie para que le dijera dónde me encontraba. Dijo usted que yo estaba en peligro y que Charlie le dio la información por eso.

Ray negó con la cabeza, como confundido.

– Seguramente me malinterpretó -dijo-. La buscaba, eso sí, pero no dije nada de peligro alguno. Es extraño. El viejo no oye. Seguramente se confundió.

– No importa. Olvidémoslo. Hablemos de otra cosa.

Miró hacia la entrada de la cafetería, donde empezaba a reunirse un heterogéneo grupo de adolescentes. Seguramente eran los mismos que había visto corriendo la víspera. Sin duda estaban en la ciudad por algún acontecimiento deportivo. Aumentó el nivel del ruido y la voz de Ray se elevó para competir con el alboroto.

– ¿Sabe? La verdad es que el otro día me sorprendió usted en el hotel.

– ¿Sí?

– Tenía razón en lo de Johnny. No estuvo en el frente. Tal como dijo usted, estuvo en la cárcel.

Me gusta tener razón. Siempre me estimula.

– Y en cuanto a lo de cómo se conocieron, ¿había algo de verdad en eso?

– A grandes rasgos -dijo. Hizo una pausa y sonrió, enseñando un hueco donde había tenido que encontrarse el primer molar. Se llevó la mano a la mejilla, donde tenía una contusión azul oscuro rodeada de una corona circular de color morado-. No mire, pero estamos rodeados.

El equipo de corredores parecía haberse extendido a nuestro alrededor como un líquido y llenaba ya los reservados que nos flanqueaban. La solitaria camarera distribuía menúes como si fueran programas de una competición deportiva.

– Déjese de subterfugios -dije.

– Perdone. Nos conocimos en Louisville, pero no en los Astilleros Jeffersonville. Tampoco fue en 1942. Puede que fuera en 1939 o 1940. Coincidimos en la celda de los borrachos y trabamos amistad. Yo tenía diecinueve años entonces y había estado en la cárcel un par de veces. Ibamos por ahí, ya sabe, de juerga. Ninguno de los dos estuvo en el ejército. No nos consideraron aptos para el servicio. He olvidado la incapacidad de Johnny. Algo relacionado con una fractura interdiscal. Yo tenía dos tímpanos rotos y una rodilla jodida. La maldita todavía me da guerra cuando hace mal tiempo. El caso es que teníamos que hacer algo, nos aburríamos como ostras, así que empezamos a robar en tugurios, a forzar la puerta de ferreterías, almacenes, ya sabe, cosas así. Nos entretuvimos demasiado en un trabajito y nos cogieron con las manos en la masa. Yo fui a parar a la prisión del condado y a él lo enviaron a la cárcel estatal de Lexington. Le cayeron cinco años, pero cumplió sólo veintidós meses de condena, y se trasladó con su familia a California en cuanto lo soltaron. Desde entonces, que yo sepa, no se metió en ningún fregado.

– ¿Y usted?

Bajó los ojos.

– Sí, bueno, ya sabe, cuando se fue Johnny anduve con malas compañías. Me creía un listo, pero era sólo un mierda como cualquier otro. Un individuo me la jugó en otro trabajito que hicimos. Nos pescaron y me enviaron a la penitenciaría nacional de Ashland, estado de Kentucky, donde pasé quince meses. Estuve un año fuera y volvieron a encerrarme. No tenía dinero para pagar un buen abogado y tenía que conformarme con el rancho. Entre unas cosas y otras, he estado en la cárcel desde entonces.

– ¿Ha estado usted en prisión más de cuarenta años?

– En total. ¿Creía que nadie había estado encerrado tanto tiempo? Pude haber salido antes, pero el carácter me jugaba malas pasadas, hasta que aprendí a comportarme -dijo-. Tenía lo que los médicos llaman «falta de control de impulsos». Lo aprendí en la cárcel. A hablar así. Cuando estaba dentro, si me concentraba en algo, lo hacía. Nunca he matado a nadie -añadió inmediatamente.

– Es un alivio -dije.

– Bueno, en la cárcel sí, pero fue en defensa propia.

Asentí.

– Ya.

– A fines de los años cuarenta -prosiguió- me puse a escribir cartas a una mujer llamada María, que conocí por un anuncio de solicitud de correspondencia. Me escapé y estuve fuera el tiempo suficiente para contraer matrimonio con ella. Se quedó embarazada y tuvimos una niña que no veo desde hace años. Muchas mujeres se enamoran de presidiarios. Se sorprendería usted.

– Nada de cuanto se haga me sorprende -dije.

– Otra vez salí en libertad condicional, pero me la salté. A veces creo que Johnny se sentía responsable. Como si pensase que, de no haber sido por él, yo nunca me habría metido tanto en la delincuencia. No era verdad, pero creo que es lo que él creía.