– Bueno, aquí hay una posibilidad. ¿Recibía alguna pensión de los militares?
– Si la recibía, se olvidó de decírnoslo.
Me quedé mirando a Bucky.
– ¿De qué vivía?
– Tenía los vales de la Seguridad Social y creo que papá le pasaba algo. Babe y yo pagábamos un alquiler por vivir aquí, seiscientos dólares al mes. La casa era suya y no estaba hipotecada, de manera que imagino que invertía el dinero de nuestro alquiler en comida, servicios, contribuciones y demás.
– ¿Y él vivía en la parte trasera?
– Exacto. Encima del garaje. No son más que un par de habitaciones pequeñas, pero tienen su encanto. Ya hay uno que se quiere instalar allí en cuanto la vivienda esté lista. Es un antiguo amigo del abuelo. Dice que si le concedemos una prórroga para pagar el primer mes, él mismo se encarga de sacar los trastos. Casi todo es basura, pero no queremos tirar nada mientras no sepamos si hay algo de valor. La mitad de los enseres del abuelo está en cajas de cartón y el resto amontonado por todas partes.
Volví a leer la solicitud del historial militar.
– ¿Y el año en que se le notificó la licencia? La casilla se ha dejado en blanco.
– ¿De veras? -Ladeó la cabeza para leer la casilla que señalaba yo con la uña-. Vaya. Seguramente me olvidé de rellenarla. Mi padre dice que tuvo que ser el 17 de agosto de 1944, porque recuerda que el abuelo llegó el mismo día en que él cumplía cuatro años, y no se perdió la fiesta. Estuvo fuera dos años, así que tuvo que partir en 1942.
– ¿Cabe la posibilidad de que lo licenciaran por motivos deshonrosos? Por lo que dice aquí, en tales casos no se tiene derecho a la reclamación.
– No, señora -dijo Bucky con dignidad.
– Sólo ha sido una pregunta. -Di la vuelta al formulario y leí la letra pequeña del dorso. La petición de historiales militares traía diversas direcciones donde solicitar información sobre cuerpos y armas de las fuerzas armadas, definiciones, abreviaturas, códigos y fechas. Probé otro camino-. ¿Y la parte médica? Si era veterano de guerra, seguramente tenía derecho a asistencia médica gratuita. Puede que el Hospital de Veteranos de la localidad tenga en alguna parte un expediente suyo.
Bucky volvió a negar con la cabeza.
– Ya lo he investigado. Miraron y no encontraron nada. Papá no cree que solicitara asistencia médica gratuita.
– ¿Qué hacía cuando caía enfermo?
– Se automedicaba casi siempre.
– Pues yo me estoy quedando sin ideas -dije. Le devolví los papeles-. ¿Y sus efectos personales? ¿Guarda cartas de su época en las Fuerzas Aéreas? Cualquier foto antigua podría ayudarnos a averiguar la unidad en que sirvió.
– Hasta ahora no hemos encontrado nada. Y en ningún momento he creído que hubiera ningún arcón secreto. ¿Quieres echar un vistazo?
Titubeé mientras me esforzaba por ocultar mi falta de interés.
– Claro, podría hacerlo, pero, hablando con franqueza, si es sólo por los trescientos dólares, yo me olvidaría del asunto.
– Con inhumación son cuatrocientos cincuenta dólares -dijo.
– Aun así. Analiza la relación entre costes y ganancias y probablemente verás que arrastras ya cierto déficit.
Bucky permaneció impasible, por lo visto sin dejarse convencer por mi tímida sugerencia. La verdad es que se me habría podido aplicar más a mí que a él. Tal como salieron las cosas, habría tenido que seguir mi propio consejo. Pero lo cierto es que antes de darme cuenta, ya correteaba por la casa detrás de Bucky. Valiente imbécil. Hablo de mí, no de él.
Capítulo 2
Seguí a Bucky mientras éste salía por la puerta trasera y bajaba los peldaños del porche.
– ¿Existe la posibilidad de que tu abuelo tenga una caja de seguridad en algún sitio?
– No, no era su estilo. No le gustaban los bancos y no confiaba en los banqueros. Tenía una cuenta corriente para pagar las facturas, pero ni valores negociables, ni joyas, ni nada parecido. Los ahorros, unos cien dólares en total, los guardaba en el fondo del frigorífico, en una vieja lata de café.
– Es que se me ocurrió de pronto.
Cruzamos el área de aparcamiento, con el suelo de cemento resquebrajado, llegamos al garaje, subimos los empinados peldaños de madera sin pintar y accedimos a un pequeño descansillo del primer piso, el espacio imprescindible para que cupieran la puerta de la vivienda de John Lee y una estrecha ventana que daba a las escaleras. Mientras Bucky buscaba la llave, me puse las manos en las sienes y escruté por la ventana el amueblado interior. No parecía gran cosa: dos habitaciones con el respectivo techo que bajaba en pendiente desde la misma viga cimera. Entre ambas habitaciones había un marco de puerta sin hoja. En una pared había un armario empotrado y cerrado por una cortina.
Bucky abrió la puerta y entró. Una muralla de calor parecía bloquear el vano como una barrera invisible. Aunque estábamos en noviembre, el sol que caía a plomo sobre el pésimo aislamiento del tejado había caldeado el interior hasta alcanzar los treinta grados centígrados. Me detuve bajo el dintel y olisqueé el ambiente como un animal. Olía a cerrado, a madera seca y a cola de empapelar vieja. A pesar de los cinco meses transcurridos, detecté humo de tabaco y frituras. Si hubiera invertido otro minuto, habría determinado el contenido de la última comida que se había cocinado el viejo. Bucky se dirigió a una de las ventanas y levantó la guillotina. El aire no pareció moverse. El suelo, cubierto por una antigua capa de linóleo agrietado, estaba desnivelado y crujía a cada paso. Las paredes estaban empapeladas con acianos azules sobre fondo crema, un papel tan antiguo que parecía quemado por los bordes. Las ventanas, dos en la fachada y dos en la parte trasera, tenían sendas persianas amarillentas que defendían a media asta del mustio sol de noviembre.
La habitación principal tenía una cama de soltero con cabecera metálica pintada de blanco. Había una cómoda pegada a la pared del fondo y una zona para sentarse con muebles viejos de mimbre, propios de un porche. En otro rincón había un escritorio pequeño con una silla delante. En el suelo, en total desorden, diez o doce cajas de cartón de todos los tamaños. Unas estaban llenas, cerradas y apartadas. Se habían vaciado dos estanterías y los libros que quedaban estaban medio caídos hacia un lado.
Me abrí paso entre el laberinto de cajas para acceder a la otra habitación, que disponía de cocina doméstica y frigorífico, y un microondas que estaba en el mármol que había entre los dos. Se había instalado un fregadero encima de un armarito de madera con bisagras y manijas de aspecto barato. Las portezuelas del armarito tenían todo el aspecto de quedarse encajadas cuando quisieran abrirse. Al otro lado de la cocina había un pequeño cuarto de baño, dotado de pila, taza y una bañera pequeña con patas. Todos los apliques de porcelana estaban cubiertos de manchas. Me vi en el espejo de encima de la pila y advertí la mueca de asco que me curvaba la boca. Bucky había dicho que el piso tenía su encanto, pero yo me pegaría un tiro antes que acabar en un lugar así.
Miré por una de las ventanas. En la puerta trasera de la casa principal estaba Babe, la mujer de Bucky. Era redonda de cara, de grandes ojos castaños y nariz respingona. Tenía el pelo moreno y liso, y lo llevaba recogido con vulgaridad en las orejas. Llevaba zapatillas playeras, pantalón negro de ciclista y camiseta negra de algodón, corta y sin mangas, tirante sobre los pechos caídos. Tenía los brazos regordetes y unos muslos que tenían que frotarse con fuerza al andar. Todo en ella parecía desagradablemente mustio.
– Creo que te llama tu mujer.