En aquel punto oímos la voz de Babe.
– ¿Bucky?
El joven salió al descansillo.
– Quédate ahí -gritó a la mujer; y a continuación a mí, en tono más modulado-: ¿Te importa si te dejo sola? -Vi que sacaba del llavero la llave de la vivienda.
– No te preocupes. Yo diría que has hecho todo lo que has podido.
– Eso me dije yo también. En realidad es mi padre quien tiene atravesado este asunto. Se llama Chester; lo digo por si vuelve antes que yo. -Me alargó la llave-. Cierra al salir y deja la llave en el buzón de la puerta principal. Si encuentras algo que te parezca importante, dínoslo. Volveremos a eso de la una. ¿Tienes alguna tarjeta?
– Claro. -Saqué una del bolso y se la di.
Se la guardó en el bolsillo.
– Muy bien.
Oí el ruido que hacía al bajar las escaleras. Me quedé inmóvil, preguntándome cuánto tiempo podía esperar honradamente antes de cerrar y salir corriendo. Tenía el estómago contraído por el curioso retortijón de inquietud y emoción que suelo sentir cuando entro en piso ajeno ilegalmente. Mi presencia allí era del todo legítima, pero notaba ya el cosquilleo del acto ilícito que iba a cometerse en alguna parte. Oí parlotear abajo a Babe y a Bucky mientras cerraban la casa y abrían la puerta del garaje que tenía yo debajo. Me acerqué a la ventana para espiar y vi aparecer el coche como si saliera de debajo de mis pies. Parecía un Buick, de 1955 aproximadamente, de color verde y con una gran reja cromada en la parte delantera. Bucky se puso a mirar hacia atrás al dar la vuelta al coche en el sendero del garaje, mientras Babe le hablaba sin parar, con una mano en la rodilla del cónyuge.
Habría tenido que irme en cuanto el vehículo salió a la calzada, pero pensé en Henry y me dije que el honor me obligaba por lo menos a fingir que buscaba algo interesante. No quiero parecer desaprensiva, pero Johnny Lee no significaba nada para mí y la idea de revolver sus pertenencias me daba grima. El lugar era deprimente, tórrido y sin ventilación. Incluso el silencio tenía allí algo pegajoso.
Pasé unos minutos yendo de una habitación a otra. El cuarto de baño y la cocina no contenían nada significativo. Volví a la habitación principal y recorrí su perímetro. Corrí la cortina que cubría el armario empotrado. Las escasas prendas de Johnny colgaban en muerta sucesión. Las camisas estaban gastadas de tanto lavarse, tenían el cuello raído y les faltaba algún que otro botón. Registré todos los bolsillos, miré en las cajas de zapatos ordenadas en el estante. No fue ninguna sorpresa para mí ver que las cajas de zapatos contenían zapatos viejos.
La cómoda estaba llena de calzoncillos, calcetines, camisetas y pañuelos deshilachados; nada de interés escondido entre los montones. Me senté ante el pequeño escritorio y me puse a abrir cajones de manera sistemática. El contenido era anodino. Bucky, supuse, se había llevado casi toda la documentación personaclass="underline" facturas, recibos, cheques anulados, saldos bancarios, antiguos resguardos de declaraciones fiscales. Me levanté y revisé algunas de las cajas de cartón, que abrí para poder meter la mano entre el contenido. Casi toda la basura de interés la encontré en la segunda caja que abrí. Un vistazo rápido no puso de manifiesto nada del otro mundo. No había carpetas con papeles personales de ninguna clase ni oportunos sobres marrones con documentos relacionados con servicios militares prestados en el pasado. Volví a preguntarme a santo de qué iba a guardar los recuerdos de la guerra durante cincuenta años y pico. Si cambiaba de idea en lo de solicitar los servicios de la Oficina de Veteranos, lo único que tenía que hacer era dar la información que sin duda llevaba en la cabeza.
La tercera caja que inspeccioné contenía incontables libros sobre la segunda guerra mundial que indicaban un interés permanente por el tema. No sabía cuáles habían sido sus hazañas, pero al parecer había disfrutado leyendo lo que contaban otros. Los títulos eran repetitivos y la única excepción era el puñado de los que llevaban signos de admiración. ¡Cazas!, ¡Bombas fuera!, ¡Héroes del cielo!, Kamikaze! Todo era «estratégico». Orden estratégica. Poder aéreo estratégico sobre Europa. Bombardeo aéreo estratégico. Táctica del caza estratégico. Acerqué la silla del escritorio a la caja de cartón, tomé asiento y fui sacando libros, sujetándolos por el lomo mientras pasaba las páginas. Siempre hago estas tonterías. ¿Qué pensaba, que iba a caerme en las rodillas el papel del licenciamiento? Lo cierto es que a casi todos los investigadores nos han adiestrado para que investiguemos. Es lo que hacemos mejor, incluso cuando el caso del momento no despierta el entusiasmo. Dadnos una habitación y diez minutos a solas y nos pondremos a fisgar automáticamente en las cosas del prójimo. Recordar las propias es casi igual de emocionante. Mi idea del reino de los cielos es quedarme casualmente encerrada durante toda una noche en los Archivos Nacionales.
Leí varias páginas de las memorias de un piloto de guerra y me saturé de escaramuzas aéreas, lanzamientos forzosos en paracaídas, ametralladoras de cola que vomitaban plomo, modelos Mustang, modelos P-40, cazas Nakajima y formaciones en V. La historia tenía garra y comprendí por qué los hombres se quedaban enganchados. También a mí me van las emociones fuertes, fue una adicción que contraje durante los dos años que estuve en la policía.
Levanté la cabeza al oír el roce de unos pasos en las escaleras. Miré la hora: sólo eran las diez y media. No podía ser Bucky. Me levanté y fui a la puerta a mirar. Un hombre de unos sesenta y tantos años llegaba en aquel momento al descansillo.
– ¿Puedo serle útil? -pregunté.
– ¿Está Bucky aquí? -Tenía poco pelo y llevaba muy corto el cabello gris que le rodeaba la calva. Ojos dulces de color avellana, nariz grande, hoyuelo en la barbilla, la cara recorrida por arrugas suaves.
– No, en este momento no. ¿Es usted Chester?
– No, señora -murmuró. Se comportaba de tal modo que si hubiera llevado sombrero, se lo habría quitado en aquel instante. Sonrió con timidez, dejando ver un pequeño hueco entre los dos incisivos superiores-. Soy Ray Rawson. Un viejo amigo de Johnny… es decir, antes de que nos dejara. -Llevaba pantalones de tela basta, camiseta blanca y limpia, calcetines blancos y zapatos deportivos.
– Kinsey Millhone -dije. Nos dimos la mano-. Vivo un poco más allá. -Señalé de un modo inconcreto, aunque en la dirección que correspondía.
Ray miró el interior, por encima de mi hombro.
– ¿Sabe cuándo volverá Bucky?
– Dijo que a eso de la una.
– ¿Piensa alquilarlo?
– No, Dios me libre. ¿Y usted?
– Bueno, eso espero -dijo-. Si consigo convencer a Bucky. Dejé un depósito y ahora me da largas en lo del contrato. No sé cuál será el problema, pero me preocupa la posibilidad de que lo alquile a mis espaldas. Al ver todas esas cajas he pensado durante un instante que se estaba usted mudando. -Tenía un acento sureño que no acababa de identificar. Puede que de Texas o de Arkansas.
– Creo que lo que quiere Bucky es despejar el piso. ¿Fue usted quien se ofreció a limpiarlo por una prórroga en el pago del alquiler?
– Pues sí, y pensaba que accedería, pero como ahora está su padre en la ciudad, han hecho otros planes. Primero, Bucky y su mujer dijeron que se instalarían aquí y que alquilarían la casa. Luego dijo el padre que el piso se lo iba a quedar él, para cuando viniera de visita. No quiero ser pesado, pero tenía intención de mudarme esta misma semana. Estoy en un hotel… no tiene muchas estrellas, pero cuesta dinero.
– Me gustaría ayudarle, pero tendrá que arreglarlo con él.
– Sí, ya sé que no es asunto suyo. Yo sólo quería explicárselo. Será mejor que vuelva cuando Bucky haya regresado. No quería interrumpirla.
– En absoluto. Pase, por favor. Sólo estaba mirando unas cajas -dije. Volví a la silla. Saqué un libro y pasé las páginas.