– ¿Yo? Pero si todo esto es obra tuya. Y encima quieres endosármelo a mí. Hablas igual que Gilbert.
Me asió la mano.
– Oye. Necesito ayuda. -Nos miramos a los ojos durante unos instantes. Aparté la mirada. Cambió de tono. Se puso a darme coba-. Vamos a idear algo. Tú y yo. No te pido nada más. Aún falta mucho para que salga el avión.
– ¿Qué avión? He hecho la reserva, pero no tengo el pasaje y estoy sin blanca.
– Entonces no pierdes nada si te quedas y me ayudas.
– Mira, voy a serte franca -dije-. Faltan dos días para Acción de Gracias. Tengo que asistir a una boda y por eso quiero volver. Dos amigos a los que quiero mucho van a casarse y yo soy dama de honor, ¿me explico? Con el tráfico de la festividad, los aeropuertos estarán colapsados. Fue un golpe de suerte conseguir esta reserva.
– Pero no tienes dinero -dijo Ray.
– ¡¡Ya lo sé!! -Se llevó el dedo a los labios y miró con intención hacia el dormitorio donde estaba Helen-. Ya sé que no tengo dinero -añadí susurrando con aspereza-. Pero trato de calcular la cantidad.
Ray sacó la billetera.
– ¿Cuánto?
– Quinientos.
Apartó la billetera.
– Creía que tenías amigos. Gente dispuesta a prestarte lo que haga falta.
– Y así será si puedo hablar por teléfono. Pero tu madre duerme.
– No tardará en levantarse. Es una anciana. Duerme poco de noche y hace varias siestas. En cuanto se levante, llamas a California. Si tu amigo te compra el pasaje con la tarjeta de crédito, podrás subir a ese avión. Tú déjame. Voy a mirar a ver qué hace. ¿De acuerdo? -Se dirigió al dormitorio y entreabrió la puerta con mucho aparato-. Se levantará dentro de nada. Te lo prometo. Ya la veo moverse.
– Vale, vale.
Cerró la puerta.
– Ayúdame a encontrar el dinero. Hablemos de ese tema. Es lo único que te pido.
Extendió la mano para señalarme una silla. Lo miré con fijeza. Bueno, amigos, pues así estaban las cosas. El altruismo y el egoísmo estaban enfrentados. ¿Qué camino tomaría, el sublime o el mezquino? ¿Sabía aún a aquellas alturas cuál era cada cuál? Hasta el momento, y si descontamos lo de pasar el aspirador, todo lo que había hecho era ilegaclass="underline" habitaciones de hotel forzadas, conspiración con delincuentes buscados. Seguro que pasar el aspirador había infringido alguna cláusula del convenio sindical. No tenía sentido ponerse puritana a última hora.
– Tienes el corazón chorreando mierda -dije.
Apartó la silla de la mesa y tomé asiento. Fue increíble, pero lo hice. Mi deber habría sido dirigirme al supermercado de la esquina y buscar un teléfono público, pero ¿qué queréis que os diga? Aquel hombre me importaba, me importaba su hija y me importaba su anciana y dormilona madre. Como si le hubieran dado el aviso, salió en aquel instante del dormitorio con los ojos brillantes y llenos de vida. Había estado acostada menos de un cuarto de hora y ya estaba lista para pelear otra vez. Ray le acercó una silla.
– ¿Cómo estás?
– Bien. Mucho mejor -dijo-. ¿Qué ha pasado? ¿Qué vamos a hacer?
– Adivinar dónde escondió Johnny el dinero -dijo Ray. Tenía que habérselo confesado todo a su madre porque la anciana no cuestionó el asunto ni la relación de su hijo con él. Supongo que a los ochenta y cinco años le preocupaba ya muy poco la idea de ir a la cárcel. En la mesa aparecieron lápiz y papel como por arte de magia-. Tomemos notas. Bueno, lo haré yo -dijo al ver mi expresión-. Creo que tú querías hablar por teléfono. Está ahí dentro.
– Ya sé dónde está el teléfono. Vuelvo enseguida -dije. Utilicé la tarjeta de crédito para poner otra conferencia a Henry. Quiso la suerte que no estuviera en casa todavía. Le dejé otro mensaje en el contestador, detallándole que mi vuelo de regreso era tema de polémica por falta de fondos de una servidora. Repetí el número de teléfono de Helen, instándolo a llamarme para ver si había alguna forma de que yo tomara el avión previsto. Ya que estaba en ello, probé con el número del local de Rosie, pero comunicaba. Volví a la cocina.
– ¿Qué tal ha ido? -preguntó Ray con amabilidad.
– Le he dejado un recado a Henry. Espero que llame antes de una hora.
– Lástima que no lo encontraras. Supongo que no tiene sentido ir al aeropuerto hasta que hables con él.
Tomé asiento pasando por alto sus condolencias, que sonaban a falsas.
– Empecemos por las llaves -dije.
Ray escribió algo en el cuaderno, la palabra «llaves». La rodeó con una circunferencia y la observó entornando los ojos.
– ¿Por qué son importantes las llaves si las tiene Gilbert?
– Porque son la única pista tangible que hay. Pongamos por escrito lo que recordemos.
– ¿De qué hablas? Yo no recuerdo nada.
– Bueno, una era de hierro. De unos quince centímetros de longitud, una llave maestra de aire antiguo, marca Ley. La otra era una Master…
– Espera un poco. ¿Cómo sabes todo eso?
– Porque lo vi -dije. Me volví a Helen-. ¿Hay guía telefónica en la casa? No la he visto en el dormitorio y seguramente nos hará falta.
– En el cajón del tocador. Espera. Voy a buscarla -dijo Ray, poniéndose en pie. Entró en el dormitorio.
– ¿Te suena la casa Ley? -le dije en voz alta-. Se me ocurrió que podía ser de aquí. -Miré a Helen-. ¿No le suena de nada a usted?
Negó con la cabeza.
– No he oído ese nombre en mi vida.
Ray volvió con dos volúmenes en la mano, la guía de Louisville y las Páginas Amarillas.
– ¿Por qué crees que es de aquí?
Abrí las Páginas Amarillas.
– Soy optimista -dije-. En mi trabajo, empiezo siempre por lo evidente. -Ray dejó la guía telefónica en una silla vacía. Encontré el listado de los cerrajeros. No había ninguna casa Ley a la vista, pero Louisville Compañía Cerrajera parecía una posibilidad prometedora. El destacado anuncio decía que la empresa estaba en el ramo desde 1910-. También podemos probar en la biblioteca municipal. Las guías telefónicas de comienzos de los años cuarenta podrían depararnos alguna sorpresa.
– Es detective privada, mamá -dijo Ray a Helen-. Por eso está metida en esto.
– Sí, ya me preguntaba yo quién era.
Dejé el volumen en la mesa, abierto por la página de los cerrajeros. Golpeé con la uña el anuncio de Louisville CC.
– Llamaremos aquí dentro de un minuto -dije-. Bien. ¿Dónde estábamos? -Miré las notas de Ray-. Ah, sí, la otra llave era una Master. Creo que sólo fabrican candados, pero podemos preguntar cuando llamemos. Ahora viene la pregunta: ¿estamos buscando una puerta grande y otra más pequeña? ¿O una puerta y además un cofre, una caja, algo parecido?
Ray se encogió de hombros.
– Seguramente lo primero. En los años cuarenta no había esos lugares de depósitos independientes que hay ahora. Lo pusiera donde lo pusiese, tuvo que cerciorarse de que no lo iban a tocar. No podría ser la caja de seguridad de un banco porque la llave no me pareció a mí la indicada. Además, Johnny aborrecía los bancos. Por eso se metió en líos. Y no creo que fuera a depositar el botín a punta de pistola, ¿entiendes?
– Sí, entiendo. Además, los bancos se derriban, sufren reformas, cambian de domicilio social. ¿Y los edificios públicos de otras clases? ¿El ayuntamiento o el palacio de justicia? ¿El Consejo de Educación, un museo?
Ray cabeceó, rechazando la idea.
– Viene a ser lo mismo, ¿no? No son más que parcelas rentables para cualquier agente de la propiedad. Importa poco lo que se construya en ellos.
– ¿Y otros lugares de la ciudad? Los monumentos históricos. Tienen que estar protegidos.
– Vamos a pensar por ahí.
– Una iglesia -dijo Helen de pronto.
– Es posible -dijo Ray.