Выбрать главу

Helen señaló el cuaderno.

– Anótalo.

Ray apuntó lo de las iglesias.

– Está la compañía de aguas potables, junto al río. Las escuelas. Churchill Downs. No van a derribar estas cosas.

– ¿Y alguna propiedad grande?

– No está mal pensado. Antes había muchas fincas grandes por aquí. Pero he estado fuera muchos años y no sé qué quedará en pie.

– Si Johnny huía de la policía, tenía que ser un lugar de fácil acceso -dije-. Y además, estar relativamente a salvo de intrusismos.

Ray arrugó la frente.

– ¿Cómo podía asegurarse de que nadie más lo encontraría? Era arriesgadísimo. Dejar las sacas del dinero por ahí. ¿Quién dice que no tropezará con ellas cualquier crío que esté jugando al béisbol?

– Los crios ya no juegan al béisbol en la calle, ahora tienen videojuegos -dije.

– Bueno, pues un obrero de la construcción o un vecino curioso. El lugar tenía que ser seco, ¿no crees?

– Seguramente -dije-. Las dos llaves sugieren por lo menos que el dinero no se enterró.

– Cuánto siento que Gilbert se las haya llevado. Nos llevará ventaja aunque encontremos el lugar.

– No te preocupes por eso. Nunca salgo de casa sin mi juego de ganzúas. Si encontramos las cerraduras que interesan, ya es nuestro.

– Además, podemos forzarlas -sugirió Ray-. Aprendí a hacerlo en la cárcel, junto con otras cosas.

– Recibiste una educación completa por lo que veo.

– Soy buen estudiante -dijo con modestia.

Los tres guardamos silencio durante unos segundos, en espera de que la imaginación se pusiera a trabajar.

– El cerrajero que vio la llave grande dijo que podía ser de un portalón. A ver qué os parece esto. Johnny tenía acceso a una mansión antigua. La llave grande era del portalón y la pequeña la del candado de la puerta principal.

Ray no parecía contento.

– ¿Cómo sabía Johnny que no iban a vender o derribar la casa?

– Puede que fuera un monumento histórico. Protegido por la tradición.

– ¿Y si han restaurado la mansión y cobran por visitarla? Medio estado habrá desfilado por allí.

– Es verdad -dije-. En cualquier caso, el dinero no podía estar a la vista para que lo viese cualquiera que entrase. Tenía que estar oculto.

– Y así volvemos al principio -dijo Ray.

Guardamos silencio otro rato.

– Lo que me pone enfermo es que es toda una pasta. Siete, ocho sacas llenas de dinero y joyas. Pesaban un montón. Entonces éramos fuertes y jóvenes. Tendrías que habernos oído quejarnos y gruñir mientras cargábamos las sacas en el maletero del coche.

Lo miré con curiosidad.

– ¿Cuál era el plan inicial? ¿Qué habría pasado si la poli no hubiera aparecido? ¿Qué pensaba hacer Johnny con el dinero en tal caso?

– Supongo que lo mismo. Siempre decía que a los atracadores los descubrían porque se gastaban el dinero demasiado deprisa. Que se ponían a pasar plata y joyas mientras la policía distribuía información sobre el botín robado. Dejando rastros fáciles de seguir.

– Entonces, fuera cual fuese el plan, Johnny lo tenía ya preparado de antemano -dije.

– Por fuerza.

Medité aquello.

– ¿Dónde lo capturaron?

– Ya no me acuerdo. Fuera de la ciudad. En la carretera de no sé qué sitio.

– Carretera de Ballardsville -dijo Helen-. No sé por qué, pero lo tenía metido en la cabeza. ¿No te acuerdas?

Ray sonrió satisfecho.

– Mi madre tiene razón -dijo-. ¿Cómo es que lo recordabas?

– Lo oí en la radio -dijo Helen-. Estaba muy asustada. Creía que estabas con él. No sabía que os habíais separado y estaba convencida de que te habían detenido.

– Me detuvieron, pero en otra parte -dijo Ray.

– ¿Pasó mucho tiempo entre el robo y la captura de Johnny?

Ray me miró a los ojos.

– ¿Crees que pudo esconder el botín en algún lugar entre el banco, que estaba en el casco urbano, y el punto en que lo capturaron?

– A no ser que tuviera tiempo de ir a otra ciudad y volver -dije-. Que es como decir que siempre se encuentra algo en el último lugar en que se busca. Está clarísimo. Una vez que encuentras lo que buscabas, dejas de buscar. La última vez que lo viste iba cargado con varias sacas de dinero. Cuando lo capturaron, las sacas habían desaparecido. En consecuencia, el dinero tuvo que esconderse en ese intervalo final. A propósito, no me has dicho cuánto tiempo transcurrió.

– Medio día.

– Entonces no tuvo tiempo de ir muy lejos.

– Sí, es verdad. Siempre he imaginado que el dinero estaba en la ciudad. Nunca se me ha ocurrido que pudiera haberlo dejado y volver a continuación. Tiene que estar en un radio de ciento cincuenta kilómetros.

– Pienso que deberíamos partir de la base de que está en Louisville. No quiero afrontar la perspectiva de registrar todo el Kentucky occidental.

Ray miró sus notas.

– ¿Qué más tenemos? No parece gran cosa.

– Aguarda. A ver qué te parece. La llave pequeña tenía un número. Lo recuerdo -dije-. M550. Es mi cumpleaños, el cinco de mayo.

– ¿Y en qué nos beneficia eso?

– Podríamos ir al cerrajero para que nos haga otra llave.

– ¿Para abrir qué?

– Bueno, no lo sé, pero por lo menos tendríamos una llave. Puede que al cerrajero se le ocurra algo.

– Eso me parece insustancial -dijo Ray-. Es como echarlo a suertes.

– Vamos, Ray -dije-. Hay que trabajar con lo que se tiene. Créeme, he empezado con menos y al final lo he sacado todo.

– De acuerdo -dijo con escepticismo. Apuntó la dirección del cerrajero. Recogió el chaquetón, que colgaba de la silla.

Me puse en pie al mismo tiempo que Ray y me abroché la chaqueta.

– ¿Y tu madre? No creo prudente dejarla aquí.

La anciana se sobresaltó ante la insinuación.

– De ningún modo. Yo no pienso quedarme aquí sola -dijo con énfasis-. Y menos estando ese individuo suelto. ¿Y si vuelve?

– Está bien. Te llevaremos con nosotros. Pero te quedarás en el coche mientras trabajamos.

– ¿Allí sentada?

– ¿Por qué no?

– De acuerdo, pero no indefensa.

– Mamá, no permitiré que te quedes en el coche con una escopeta cargada. Puede pasar la policía y pensar que estamos cometiendo un atraco.

– Tengo un bate de béisbol. Fue idea de Freida. Compró un Louisville Slugger y me lo escondió debajo de la cama.

– Dios mío, esa Freida es un sargento de artillería.

– Sargenta -corrigió la madre con viveza.

– Anda, ponte el abrigo.

Capítulo 19

Louisville Compañía Cerrajera estaba en el sector oeste de Main Street, en un edificio de tres plantas de ladrillo rojo, construido probablemente en los años treinta. Ray encontró sitio para aparcar en una travesía y estalló una breve disputa cuando Helen se negó a quedarse en el coche, como habíamos convenido. Ray cedió al final y dejó que nos acompañara, aunque la anciana insistió en llevar el bate de béisbol. La fachada del establecimiento era estrecha y estaba flanqueada por dos oscuras columnas de piedra. La ebanistería que la cubría estaba pintada de marrón cenagoso y el escaparate estaba cubierto de rótulos escritos a mano que detallaban los servicios en oferta: instalación de cerrojos, confección de llaves, instalación y reparación de cerraduras, instalación de cajas de seguridad empotradas en la pared y en el suelo, cambios de combinación.

El interior era estrecho y profundo, y consistía casi totalmente en un largo mostrador de madera tras el que vi varias máquinas de hacer llaves. De pared a pared y del suelo al techo había filas de llaves colgadas, en un orden conocido sólo por los empleados. Una escalerilla de mano que se deslizaba sobre guías próximas al techo permitía acceder, por lo visto, a las llaves situadas en las sombrías alturas. Todo el espacio libre que quedaba en el gastado suelo de madera estaba ocupado por las cajas fuertes Horizon que estaban a la venta. Éramos los únicos clientes y no vi ni cajeros, ni empleados ni aprendices.