Habíamos estado fuera menos de una hora, pero la casa olía ya a abandono. La bombilla de la cocina emitía una luz cruda e irritante. El cartón que tapaba la ventana de la cocina dejaba un hueco en el borde. Helen recorrió la estancia, desde la despensa hasta el frigorífico, sacando artículos para una cena rápida. Se movía con seguridad, aunque advertí que contaba los pasos que daba. Ray y yo colaboramos sin hablar apenas, pues todos, inconscientemente, esperábamos que sonara el teléfono. Como Helen no tenía contestador automático, no tenía sentido preguntarse si Henry o Gilbert habían llamado en nuestra ausencia.
Nos sentamos y comimos beicon con huevos revueltos, patatas fritas en grasa de tocino, lo que quedaba de las manzanas fritas con cebollas, y galletas caseras con mermelada casera de fresas. Lástima que no friera las galletas en vez de cocerlas. Sobredosis de colesterol aparte, todo estaba exquisito. De modo, me dije, que así son las abuelas. Por entonces ya había abandonado toda esperanza de llegar a mi casa aquel día. Aún estábamos a lunes. Tenía todo el martes y todo el miércoles para tomar un avión. Y ya estaba harta de angustiarme por culpa de aquel asunto. ¿Por qué complicarse la vida? Haría allí lo que pudiera y seguiría mi camino.
Después de cenar, Helen se instaló en el dormitorio para ver la televisión. Ray se ocupó de los platos y yo recogí la mesa. Estaba despejándola, recogiendo el azucarero y las vinagreras, cuando me fijé en el recordatorio que Johnny Lee había mandado a Ray. Helen lo había dejado en la mesa, debajo del azucarero. Volví a leer el texto, inclinándolo hacia la luz.
– ¿Qué es? -dijo Ray.
– La tarjeta que te envió Johnny. Estaba leyendo el texto. Parece mecanografiado.
– Léemelo otra vez -dijo Ray.
– «Te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares sobre la tierra quedará atado en los cielos, y cuanto desatares sobre la tierra, quedará desatado en los cielos. Mateo 16, 19. Pienso en la hora de tu libertad.» A mí me parece de esas tarjetas que ha de llenar el interesado.
– Podría ser. Si es un mensaje secreto, es poco probable que encontrase un recordatorio con ese pasaje evangélico en particular. Era casi inevitable que comprara un recordatorio en blanco para escribirlo él mismo.
Observé el pasaje evangélico.
– Puede que M550 signifique Mateo, capítulo cinco, versículo cincuenta -sugerí.
– Mateo 5 es el Sermón de la Montaña y no tiene cincuenta versículos, sólo cuarenta y ocho. -Me miró sonriendo con turbación-. Es otra de las cosas que hice en la cárcel, aparte de empollar criminología. Estaba en el grupo de estudios bíblicos de los lunes por la noche.
– Eres un pozo de sorpresas.
– Eso creo yo también -dijo.
Di la vuelta al recordatorio y observé la foto en blanco y negro. En ella se veía la borrosa imagen de un camposanto cubierto de nieve. Levanté el borde suelto y miré el cartón que había debajo. La foto se había pegado sobre una postal normal y corriente con una puesta de sol en el mar. Arranqué la foto y miré el dorso con la esperanza de descubrir un mensaje escrito. La foto era de diez centímetros por quince, de papel Kodak, mate, sin reborde. Aparte de la palabra Kodak desfilando en diagonal, el dorso estaba en blanco.
– ¿Crees que puede ser un positivo reciente de un negativo antiguo? ¿O una foto que se ha tomado de otra antigua?
– ¿Importa mucho?
Me encogí de hombros.
– Verás, no creo que una puesta de sol en el mar nos diga gran cosa. Puede que las llaves no tengan relación entre sí. Cabe la posibilidad de que la foto sea el mensaje y que las llaves sean una táctica para despistar.
Cogió el recordatorio y lo llevó a la mesa, poniéndolo a la luz como yo había hecho antes, y observando la fotografía. Miré por encima de su hombro. Las lápidas parecían antiguas y las adornadas inscripciones estaban erosionadas por la lluvia y las crudas nevadas de invierno. Había cinco lápidas pequeñas y tres monumentos grandes de la escuela del ángel y el cordero. Incluso las lápidas menores, seguramente de mármol o de granito, estaban cubiertas de hojas, rollos, cruces y palomas esculpidos en bajorrelieve. El monumento más destacado era un obelisco de mármol blanco, de unos cuatro metros de altura, montado sobre un pedestal de granito donde podía verse el apellido PELISSARO. Todos los árboles visibles estaban en la flor de la vida, aunque sin hojas. El suelo estaba alfombrado por una delgada capa de nieve. Un grupo de lápidas estaba cercado con una verja de hierro y a la derecha se veía un muro de piedra.
– Supongo que no reconocerás el sitio -dije.
Negó con la cabeza.
– Podría ser un cementerio particular, una parcela familiar en un terreno privado.
– Demasiado esparcido todo. Creo que un cementerio particular sería más compacto y rural. Más homogéneo. Fíjate en las lápidas, las hay de todas clases.
– ¿Y qué tiene esto que ver con las llaves? No tenía tiempo suficiente para desenterrar un ataúd y meter el botín en él. Estábamos en invierno y el suelo estaba helado.
Miré a Ray con fijeza.
– ¿En invierno? ¿Crees que la foto pudo hacerse entonces?
– Bueno, es posible, pero si enterró el dinero tuvo que emplear maquinaria de excavación, que, imagino, tendría que sacar de alguna parte. Creo que me dijo en cierta ocasión que había sido guarda de un cementerio. Puede que metiera el dinero en un panteón. No sé, ¿qué piensas tú?
– Pero ¿por qué una foto así? Puede que se trate del apellido Pelissaro. Es una suposición. Puede que dejara el dinero con una persona apellidada de ese modo. En un edificio o comercio de los alrededores del cementerio. Edificio Pelissaro, Granjas Pelissaro. El viejo rancho Pelissaro -dije, moviendo las cejas.
Ray negó con la cabeza.
– Cambia de canal.
– ¿Y si es algo visible desde este sitio? Una torre de agua, un cobertizo, una marmolistería. ¿Dónde está la guía telefónica? Atrevámonos a ser tontos. Puede que descubramos algo.
– ¿Qué buscamos?
– El apellido Pelissaro. Puede que Johnny tuviera un compinche.
Miré a mi alrededor y vi el volumen alfabético en la silla donde Ray lo había dejado. Aparté una silla de la mesa, me senté y hojeé las Páginas Blancas por la P. No había ningún Pelissaro con teléfono. Ni nada que se le pareciera.
– Mierda -dije-. Mmmm, bueno, puede que hubiera un Pelissaro en los años cuarenta. Por la mañana iremos a la biblioteca municipal. No perdemos nada.
– Hay que hacer algo y rápido. Gilbert llamará en cualquier momento y no voy a decirle que nos vamos a la biblioteca municipal. Preferiría decirle que tenemos algo a quedarme aquí sentado, atreviéndome a ser tonto, que quiere decir muerto en el diccionario de Gilbert.
– Eres insoportable, ¿lo sabías? Un momento, vamos a ver. -Abrí las Páginas Amarillas y busqué «Cementerios». Había alrededor de una veintena-. Mira y dime dónde están -dije-. Si trazáramos un círculo en un plano, delimitaríamos la zona. Por lo menos podríamos registrar todos los cementerios que quedaran dentro del área donde capturaron a Johnny. ¿Te parece práctico? No puede haber muchos. El cementerio de la foto parece de larga tradición. Las tumbas son antiguas. No pueden haber desaparecido.
– Eso no lo sabes -dijo-. Trasladaron tumbas cuando represaron el río para construir un lago.