– Sí, bueno, si el dinero está bajo el agua, estamos perdidos -dije-. Trabajemos sobre la base de que está en tierra firme. ¿No tienes un plano de Louisville? Indícame dónde estamos.
Fue al coche y volvió con el mapa del sureste de Estados Unidos, varios mapas locales y un plano de Louisville.
– Gentileza del Club del Automóvil. El coche que me prestaron estaba bien surtido -dijo.
– Eres muy escrupuloso -dije mientras abría el plano de la ciudad-. Empecemos por éste. ¿Dónde está la Autopista Dixie?
Localizamos uno por uno los cementerios consignados en las Páginas Amarillas, señalando su situación en el plano de Louisville. Había cuatro, tal vez cinco, a una distancia automovilística razonable del punto donde la policía había capturado a Johnny. Apunté en un papel el nombre de los cementerios, la dirección y el teléfono.
– ¿Y ahora qué? -preguntó.
– Pues mañana por la mañana iremos a estos cementerios para ver si tienen enterrado a algún Pelissaro.
– En el caso de que el cementerio esté en Louisville.
– ¿Quieres dejar de hacer el ganso? -dije-. Tenemos que partir de la base de que la foto es una pista porque, de lo contrario, Johnny no te la habría enviado. Su objetivo era informarte, no tomarte el pelo.
– Sí, bueno, esperemos que no complicara demasiado las cosas. A lo mejor no desciframos nunca el misterio, y nos quedamos con las manos vacías.
A las nueve me sentía ya agotada y comencé a introducir coletillas soñolientas en mis comentarios. Ray parecía nervioso y tenso, preocupado porque Gilbert no hubiera dado señales de vida.
– ¿Qué le dirás si llama? -pregunté.
– No lo sé. Cualquier cosa. Preferiría que apareciesen por la mañana, así sabría que Laura está bien. Acomódate mientras tanto. Pareces derrotada.
Encontró dos mantas y una almohada en el armario de su madre.
– Será mejor que pases antes por el cuarto de baño. Arriba no hay.
Estuve unos minutos en el cuarto de baño y subí las escaleras detrás de Ray. La verdad es que tampoco había allí gran cosa: una cama individual de madera con el somier flojo, una mesita de noche con una pata menos, y una lámpara con una bombilla de cuarenta vatios y tulipa amarillenta. Pensé con temor en los bichos, pero entonces me di cuenta de que hacía demasiado frío para que sobreviviera nada en aquellos parajes.
– ¿Necesitas algo más?
– Está bien así -dije.
Me senté con cuidado en la cama mientras Ray bajaba las escaleras. No me podía sentar derecha porque el techo descendía en brusca pendiente en el rincón donde estaba la cama. Hacía un frío cortante y la habitación olía a hollín. Para conseguir algo de aislamiento, se habían puesto periódicos entre el colchón y el somier, y los oía crujir cada vez que me movía. Levanté una punta del colchón y miré la fecha: 5 de agosto de 1962.
Dormí vestida, envuelta en tantas capas de mantas como pude. Encogida en posición fetal, conservaba el poco calor corporal que me quedaba. Apagué la lámpara, aunque no me gustó desprenderme de la tibia caricia de la bombilla. La almohada estaba apelmazada y un poco húmeda. Durante un rato fui consciente del resplandor que llegaba de la escalera. Oí ruidos, Ray moviéndose, una silla que se arrastraba, alguna carcajada procedente del televisor. No sé cómo pude dormir en aquella situación, pero sin duda lo hice. Desperté en el acto y encendí la luz para ver la hora: las dos de la madrugada, y las luces de abajo todavía encendidas. No oía la televisión, pero había ocasionales sonidos sin identificar que turbaban el silencio nocturno. Volví a despertar más tarde y vi la casa a oscuras y en completo silencio. La vejiga me recordaba a gritos su existencia, pero el único remedio que se me ocurría era el control mental.
La verdad es que no sé qué es peor cuando pasas la noche en casa ajena, tener frío y pocas mantas o tener ganas de mear y ningún lavabo disponible. Supongo que habría podido bajar sigilosamente la escalera para solucionar ambos conflictos, pero temía que Helen creyera que era un ladrón y que Ray se figurase que iba en su busca, para meterme en su cama.
Desperté otra vez al clarear el día y me quedé inmóvil y deprimida. Cerré los ojos durante un rato. Nada más oír que abajo se movía alguien, salté de la cama y bajé flechada por las escaleras. Ray y su madre se habían levantado ya. Di un rodeo hacia el cuarto de baño, donde, entre otras cosas, me cepillé los dientes. Cuando volví a la cocina, Ray leía el periódico. No había tenido ocasión de afeitarse y tenía la barbilla alfombrada de brotes blancos, y seguramente tan áspera como el bordillo de una acera. Me había acostumbrado tanto a sus magulladuras que ya ni las veía. Encima de la habitual camiseta blanca se había puesto una camisa de leñador que llevaba por fuera del pantalón. Estaba en buena forma física a pesar de su edad y los músculos del tórax se le marcaban como si hubiera levantado pesas en la cárcel.
– ¿Se sabe algo de Gilbert?
Negó con la cabeza.
Me senté a la mesa de la cocina, que Helen había puesto en algún momento de la noche. Ray me pasó una sección del Courier-Journal. Otro día juntos y ya habíamos desarrollado ciertas costumbres, como un matrimonio maduro que viviera con la madre de él. Helen iba cojeando de aquí para allá, sirviéndose del bate como de un bastón.
– ¿Le hacen daño los pies? -pregunté.
– Es la cadera. Tengo una moradura desde aquí hasta aquí -dijo con orgullo.
– Si puedo ayudarla, dígamelo.
El café no tardó en gorgotear y Helen se puso a freír salchichas. Esta vez se excedió, y preparó para cada uno un plato que ella llamaba «pan tuerto» y que consistía en un huevo frito en un agujero practicado en el centro de un trozo de pan frito igualmente. Ray le echó salsa de tomate, pero yo no tuve agallas.
Después de desayunar fui al teléfono y llamé a los cinco cementerios de la lista. En todas las ocasiones dije que era una genealogista aficionada que quería trazar la historia de mi familia en aquella zona. No es que me lo preguntase nadie. Todos eran terrenos civiles con parcelas en venta. Al efectuar la cuarta llamada, la mujer de la oficina de ventas comprobó sus ficheros y encontró un Pelissaro. Me indicó cómo se llegaba al lugar y llamé al quinto cementerio por si se había enterrado allí a otro Pelissaro. Sólo había uno.
Ray y yo nos miramos.
– Espero que no te equivoques -dijo.
– Míralo de otro modo. ¿Qué más tenemos?
– Vale, vale.
Me disculpé y fui a la ducha. El teléfono sonó mientras me aclaraba el pelo. Lo oí a través de la pared, un agudo contrapunto del tamborileo del agua, la última burbuja del champú corriéndome por los hombros. Respondió Ray y su voz retumbó brevemente. Aceleré los movimientos, cerré el grifo, me sequé y me vestí. Por lo menos no me atormentaban las dudas sobre qué ponerme. Cuando llegué a la cocina, Ray estaba reuniendo una serie de herramientas, algunas de las cuales sacaba de un pequeño cobertizo que había en el patio. Había encontrado dos palas, una cuerda, tenazas, alicates, cizallas, un martillo, una argolla, un taladro manual de aspecto antiguo y dos llaves inglesas.
– Gilbert y Laura están en camino. No sé con qué nos enfrentaremos. Puede que tengamos que desenterrar un ataúd y me he dicho que más vale ir preparados.
El Colt estaba en el tablero extensible del mueble modernista. Ray lo recogió al pasar y volvió a metérselo en la cintura del pantalón.
– ¿Y eso para qué?
– Esta vez no me pillará en pelotas.
Quise protestar, pero vi que estaba decidido. Mi nerviosismo aumentaba. Sentía el pecho duro y que algo que tenía en el estómago se me derretía y deslizaba, enviando ligeras vibraciones de miedo por todos mis conductos. Titubeaba entre salir corriendo y satisfacer la anómala curiosidad por saber lo que ocurriría a continuación. ¿Qué estaba pensando? ¿Que yo podía influir en el resultado final? Es posible. Cuando una ha llegado tan lejos, tiene que seguir adelante.