Capítulo 20
Gilbert y Laura se presentaron en menos de una hora, con el petate de lona en ristre, seguramente lleno con los ocho mil dólares en efectivo. Gilbert volvía a llevar el Stetson, tal vez con la esperanza de reivindicar su imagen de duro después de haber sido derrotado por una ciega de ochenta y cinco años. Se notaba mucho que Laura estaba agotada. Tenía la piel como lavada con lejía y lo que quedaba de las moraduras le sombreaba la barbilla de un desleído verdiamarillo. En comparación con la cualidad cerúlea de la piel, el pelo rojizo parecía estropajoso y artificial, y contrastaba de un modo molesto con el aspecto exangüe de las mejillas. Advertí entonces que tenía los ojos del mismo color avellana que Ray y que el hoyuelo de su barbilla reproducía el del padre. Tenía aspecto de haber dormido vestida. Había vuelto a ponerse el vestido que le había visto la primera vez, el ancho de manga corta, de tela vaquera azul claro; debajo llevaba una camiseta blanca de manga larga y leotardos a franjas rojas y blancas, y calzaba zapatillas de tenis rojas. No llevaba ya la faja del embarazo y el efecto era curioso, como si hubiera adelgazado de manera espectacular después de una enfermedad terrible.
Gilbert parecía en tensión. Tenía aún la cara señalada con manchas donde le habían alcanzado los perdigones de Helen y se había puesto un trozo de esparadrapo en el lóbulo. Aparte de las pruebas que evidenciaban una intervención de urgencia, se había planchado los téjanos y cepillado las botas. Llevaba una camisa blanca de estilo Lejano Oeste, chaleco de cuero y al cuello un cordón con broche. Era una indumentaria afectada y supuse que había estado al oeste del Missisipi sólo una vez en su vida y que de esto hacía menos de una semana. Al ver a su abuela, Laura fue a cruzar la habitación, pero Gilbert chascó los dedos y la mujer retrocedió como una perrita. El hombre apoyó la mano en la nuca de Laura y le murmuró algo al oído. Laura parecía sufrir, pero no opuso resistencia. La atención de Gilbert se desvió al ver la pistola en la cintura de Ray.
– Oye, Ray. ¿Te importaría devolvérmelo?
– Dame antes las llaves -dijo Ray.
– No tengo intención de discutir -dijo Gilbert.
Cerró la mano derecha alrededor del cuello de Laura y con un chasquido brotó la hoja del cuchillo que había tenido escondido en la palma. La punta se hundió en la piel de la mujer y el jadeo que emitió ésta fue de sorpresa y dolor.
– ¿Papá?
Ray vio el hilillo de sangre y la inmovilidad absoluta de su hija. Bajó los ojos al Colt que llevaba en la cintura. Sacó el revólver y se lo tendió a Gilbert con la culata por delante.
– Toma. Quédate esta mierda. Aparta el cuchillo del cuello.
Gilbert observó a Ray y apartó la punta de un modo casi imperceptible. Laura no se movió. Vi que la sangre comenzaba a empapar el cuello de la camiseta. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
Ray hizo un ademán de impaciencia.
– Vamos, coge el arma. Quítale el cuchillo del cuello.
Gilbert apretó un botón y la hoja volvió al interior del mango. Laura se tocó la herida y se miró las yemas de los dedos ensangrentadas. Fue hacia una silla y tomó asiento, la cara ya sin el menor rastro de color. Gilbert se pasó el cuchillo a la mano izquierda y alargó la derecha para recoger la pistola. Miró el cargador, que estaba lleno, y se introdujo la pistola en la cintura, amartillada y con el seguro puesto. Pareció relajarse al recuperar el arma.
– Vamos a fiarnos los unos de los otros, ¿de acuerdo? En cuanto tenga mi parte del dinero, ella vuelve contigo y estamos en paz.
– Un trato es un trato -dijo Ray. Saltaba a la vista que estaba irritado y Gilbert se dio cuenta.
– De acuerdo. Démonos la mano -dijo Gilbert, haciendo lo que decía.
Ray miró la mano durante un segundo y se la estrechó.
– Seamos amigos en esto y nada de juego sucio.
Gilbert sonreía con amabilidad.
– No me hace falta jugar sucio mientras la tenga a ella.
Laura había presenciado la conversación con una mezcla de horror e incredulidad.
– ¿Qué has hecho? -dijo a Ray-. ¿Por qué le has dado el revólver? ¿De verdad crees que mantendrá su palabra?
Gilbert estaba impertérrito.
– No te metas en esto, criatura.
Hubo un dejo de indignación en el tono de la mujer y voluntad de traición en sus ojos.
– No tiene intención de repartir el dinero. ¿Es que te has vuelto loco? Dile dónde está y vayámonos de aquí antes de que me mate.
– ¡Un momento! -dijo Ray-. Esto es un negocio, ¿estamos? He pasado cuarenta años en chirona por culpa de ese dinero y no voy a echarme atrás ahora porque tú tengas problemas con este ciudadano. ¿Dónde has estado tú todos estos años? Yo sé dónde estaba yo, pero ¿dónde estabas tú? Viniste a mí convencida de que te sacaría de la crisis, pues bien, eso es lo que hago, ¿lo oyes? Así que cierra la boca y déjame llevar esto a mi manera.
– Papá, ayúdame, tienes que ayudarme.
– Ya lo hago. Estoy comprando tu vida y no me sale barata. El trato lo hago con él, así que se acabó la discusión.
Laura adoptó una expresión hermética y se quedó mirando al suelo con las mandíbulas apretadas. A Gilbert pareció hacerle gracia que la hubieran mandado a hacer gárgaras. Hizo como si fuera a tocarla, pero la mujer le apartó la mano. Gilbert sonrió para sí y me guiñó el ojo. No me fiaba de ninguno de los presentes y esta convicción me hacía polvo el estómago.
Les miré mientras Ray explicaba el plan de operaciones, poniendo a Gilbert al tanto de las llamadas que habíamos efectuado y del motivo de las mismas. Advertí que omitía ciertos datos relevantes, como el nombre del camposanto y el apellido del monumento.
– Aún no hemos encontrado el dinero, pero estamos cerca. Si esperas beneficios, será mejor que arrimes el hombro y cooperes -dijo Ray con los ojos llenos de desprecio. Cambiaron una sonrisa helada, llena de advertencias. Los miré por turno y deseé fervientemente no estar allí si al final les daba por competir a ver quién meaba más lejos.
– Supongo que llevas las llaves encima -dijo Ray.
Gilbert las sacó del bolsillo, las enseñó durante un segundo, las dos en un llavero, y se las guardó.
Sin decir palabra, Ray se puso a recoger parte del material que había reunido: la cuerda, las dos palas, las tenazas.
– Que todo el mundo coja algo y andando -dijo-. Lo meteremos todo en el maletero.
Gilbert asió el taladro manual, aunque tomándoselo con calma, para que no pareciera que obedecía órdenes.
– Otra cosa. Quiero que la vieja nos acompañe.
– Yo no voy contigo a ninguna parte, pollo -le soltó Helen. Estaba sentada en su silla y se apoyaba en el bate con determinación.
– ¿Qué tiene que ver ella con esto? -dijo Ray.
– Si se queda alguien, ¿cómo sé que no llamará al 911? -dijo Gilbert a Ray, sin hacer caso a Helen.
– Vamos -dijo Ray-. Mi madre no haría eso.
– Desde luego que lo haría -dijo Helen en el acto.
Gilbert se quedó mirando a Ray.
– ¿Te das cuenta? La vieja está más loca que una cabra. O se viene con nosotros o esto se va a la porra.
– Pero no digas tonterías, hombre. ¿Vas a dejar escapar la pasta?
Gilbert sonrió, asió otra vez la nuca de Laura y le zarandeó la cabeza.
– No voy a dejar escapar nada. Aquí eres tú la única perdedora.
Ray cerró los ojos durante unos segundos.
– Señor. Ponte el abrigo, mamá. Te vienes con nosotros. Perdóname la faena.
Helen desplazó la mirada de Gilbert a Ray.
– Está bien, hijo. Ya que insistes, iré.
Como Gilbert no se fiaba de nosotros, fuimos todos en un solo coche. Gilbert, Helen y Laura se instalaron en el asiento trasero, abuela y nieta cogidas de la mano. Helen no soltaba el bate y Gilbert no perdía éste de vista. Intuyendo su mirada, Helen agitó el bate hacia el hombre.