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– Ya ajustaremos cuentas, mami -murmuró Gilbert.

Ray empuñó el volante mientras yo lo orientaba desde el asiento del copiloto, siguiendo la ruta en el plano abierto. Se dirigió al este por Portland Avenue, dobló por Market Street y desde aquí, pasando por debajo del puente, accedió a la 71, en dirección norte. Hacía viento y un poco más de calor que antes. El cielo era una sábana azulada como un huevo de tordo, con el horizonte ribeteado de nubes. Esperaba que Ray infringiese algún artículo del código para que nos parasen los motoristas, pero mantenía la aguja del velocímetro dentro de lo permitido y hacía con el brazo unas señales que ya no hacía nadie en las últimas décadas.

Unos dos kilómetros más allá de la autopista Watterson accedió a la Gene Snyder y tomó la primera salida que vio. Desembocamos en la 22, que seguimos durante un rato. La carretera que tomamos probablemente había sido antaño un camino de carros que recorría muchos kilómetros de campo sin que lo utilizara casi nadie. Me imaginé a los pequeños comerciantes y agricultores de los alrededores viajando en carromato durante horas para llegar a los bosques donde enterraban a sus difuntos. El Cementerio de las Doce Fuentes estaba a unos kilómetros de la frontera comarcal del condado de Oldham, rodeado de tapias enjalbegadas, ocupando un terreno que antaño había sido un bosque de doscientas cincuenta hectáreas. Con el paso de los años, el campo se había civilizado y hecho la manicura.

Las verjas de hierro estaban abiertas, flanqueadas por dos columnas de mampostería de unos cinco metros de altura. El camino se dividía a derecha e izquierda, rodeando un monumento de tres grandes fuentes de piedra que vomitaban trémulas columnas y chorritos de agua en el helado aire de noviembre. Una modesta señal nos envió por la izquierda, donde había un pequeño edificio de piedra encogido contra un telón de fondo de cipreses y sauces llorones. Ray se detuvo en el aparcamiento de grava. Vi que nos miraba la mujer de la oficina.

Gilbert se dirigió a la oficina con Helen. La cara de Laura estaba todavía tan claramente magullada que podía llamar la atención. También él tenía aún la cara picada de cortes, pero nadie se atrevería a preguntarle qué había pasado. Laura, mientras tanto, vio que Ray la miraba por el espejo retrovisor.

– ¿Y ésta? -dijo señalándome.

– ¡¿Esta?! -dijo Ray, confuso.

– Gilbert temía que la abuela avisara a la poli. ¿Por qué crees que no lo hará ésta?

Me volví para darle la cara.

– No voy a avisar a nadie. Yo sólo quiero irme a mi casa -dije.

Laura no me hizo caso.

– ¿Crees que se quedará aquí sentada, viendo cómo nos vamos con el dinero?

– Aún no lo hemos encontrado -dijo Ray.

– Pero cuando lo tengamos, ¿qué pasará?

Ray puso cara de pena.

– Laura, en el nombre de Dios, ¿qué quieres que haga?

– Nos va a traer problemas.

– ¡No es verdad!

Laura apartó la cara y se puso a mirar por la ventanilla con las mandíbulas apretadas. Gilbert y Helen volvían ya. Gilbert introdujo a la anciana sin miramientos en el asiento trasero y fue a subir por la otra portezuela. Helen murmuró un insulto.

– Ojo, mamá -dijo Ray.

Helen acarició el hombro de Ray con afecto.

Gilbert subió al coche, cerró de un golpe y me tendió el folleto que llevaba en la mano. Como yo ya había hablado con la mujer de la oficina de ventas, ésta nos había conseguido un folleto que describía y contaba la historia del cementerio. La parte central era un plano del camposanto, con los puntos de interés señalados con una X. También nos había trazado en papel aparte un plano pormenorizado de la sección concreta que íbamos a visitar. Un círculo rojo rodeaba la tumba de Pelissaro. Me volví para mirar a Gilbert.

– Tienes que comprender que podría ser una pista falsa -dije.

– Espero que en tal caso tengas preparado un plan de reserva.

Mi plan de reserva era echar a correr como un galgo.

Ray encendió el motor. Le indiqué la ruta, que la mujer había señalado con bolígrafo. El cementerio consistía en una serie de circunferencias secantes que desde el aire se habrían parecido a los dibujos de anillos nupciales de algunos edredones. Los caminos abarcaban las secciones, rodeándose entre sí como en un cinturón de circunvalación. Seguimos el primer camino de la izquierda hasta llegar a la fuente de las Tres Vírgenes. Giramos a la izquierda en el desvío, rebasamos el lago, doblamos luego a la derecha y accedimos al sector antiguo del cementerio. Este había recibido su nombre de las doce fuentes, inesperadamente visibles desde allí, caprichosas cortinas de agua que buscaban el cielo. Por derrochar agua en California te llevaban ante el juez, sobre todo en los años de sequía, que por lo visto eran más que los lluviosos.

Dejamos atrás el Rincón del Soldado, donde estaban enterrados los militares, las lápidas blancas, idénticas y tan limpiamente alineadas como un huerto recién plantado. La perspectiva se desplazaba con nosotros y el punto de fuga recorría las hileras de cruces blancas como la luz de un faro. En aquel sector del cementerio había monumentos impresionantes, panteones de granito y piedra caliza, con frontón y pilastras de capitel jónico. Los sepulcros mayores estaban adornados con niños de rodillas y con la cabeza agachada, corderos de piedra, urnas, cortinas de piedra y columnas corintias. Había pirámides, capiteles y mujeres esbeltas en posición contemplativa, perros de bronce, arcos, pilares, bustos de personajes serios, y recargadas vasijas de piedra, todo ello entre losas verticales de granito y lápidas sencillas de dimensiones más modestas. Recorrimos las tumbas observando hasta donde alcanzaba la vista. Las lápidas representaban sendas relaciones familiares, el final de sendas historias. Hasta el aire era allí sombrío y el suelo estaba empapado de tristeza. Cada lápida parecía decir: He aquí una vida que significó algo, y aquí está el recuerdo de la desaparición de un ser que amábamos y al que añoraremos profunda y eternamente. Incluso los afligidos estaban ya muertos, y los afligidos que habían llorado a éstos.

La tumba de Pelissaro estaba en un callejón sin salida. Nos detuvimos y bajamos del coche. Gilbert dejó el Stetson en el asiento trasero y los cinco avanzamos hacia el monumento de cualquier manera. Miré la foto, maravillándome de que el paisaje que teníamos delante estuviera exactamente igual que hacía cuarenta años. El monumento Pelissaro, un obelisco de mármol blanco, sobresalía de las tumbas contiguas. Casi todos los árboles de la foto estaban aún en pie y muchos de éstos habían crecido con el paso del tiempo. Al igual que en la foto, las ramas volvían a estar desnudas, pero esta vez no había nieve y la hierba estaba hibernada, de un marrón sucio mezclado con verde apagado. Vi el mismo puñado de lápidas cercadas por una verja de hierro, el muro de piedra a nuestra derecha.

Gilbert estaba ya impaciente.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó a Ray.

Ray y yo nos miramos. Hasta el momento, Gilbert había cumplido su parte del trato. Se había presentado con Laura, que no sólo estaba viva y con buena salud, sino que además tenía aspecto de no haber recibido ninguna paliza por la noche. De modo que nos quedamos así, haciendo tiempo, pues sabíamos que no podíamos cumplir nuestra parte. Habíamos tratado de señalar los límites de nuestros conocimientos, pero Gilbert no toleraba la pluralidad de interpretaciones. Helen esperaba pacientemente, arropada en el abrigo, mirando con fijeza un sepulcro que sin duda tomaba por uno de nosotros.

– No me apetece mover monumentos -dijo Gilbert-. Y éste menos aún. Seguramente pesa dos toneladas.

– Un momento -dijo Ray. Inspeccionó el lugar, barriendo con la mirada las lápidas, los rasgos del paisaje, valles, árboles, la cordillera circular del fondo. Sabía lo que estaba haciendo Ray porque lo hacía yo también, tantear el siguiente movimiento en el curioso juego de tablero al que jugábamos. Casi había esperado ver una torre de agua sobresaliendo a lo lejos, con alguna palabra pintada en el cilindro de la cúspide. Y habría jurado que tenía que haber por allí un antiguo cobertizo de jardinería o un rótulo, cualquier cosa que sugiriese qué hacer a continuación. La tumba de Pelissaro tenía que ser importante, de lo contrario ¿por qué molestarse en mandar la foto? La llaves podían tener importancia o no tenerla, pero el monumento anunciaba algo, aunque no se nos ocurría qué.