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Vi que Ray comprobaba los nombres de las lápidas que tenía al alcance de los ojos. Ninguno parecía significar nada. Di un giro de trescientos sesenta grados, inspeccionando el callejón sin salida de nuestra espalda, que estaba flanqueado de panteones.

– Ya lo tengo -dije. Puse la mano en el brazo de Ray y señalé. Había cinco panteones en el semicírculo, estructuras de piedra caliza gris que se hundían en las faldas de la loma que bordeaba el lugar como un cuello de camisa levantado. La fachada de cada panteón era diferente. Una parecía una catedral en miniatura, otra era una versión reducida del Partenón. Dos parecían bancos de poca monta, con columnata y escalones anchos que conducían a sendas puertas antaño impresionantes, pero en aquellos momentos tapiadas con hormigón. Encima de la puerta de cada panteón se había esculpido el apellido de la familia. REXROTH. BARTON. HARTFORD. WILLIAMSON. Fue el quinto panteón el que me interesó. El apellido de la puerta era LEE.

Ray chascó los dedos.

– Dame las llaves -dijo a Gilbert, que obedeció sin protestar.

Avanzamos por el paseo con la atención puesta en el aspecto del panteón. La entrada estaba protegida por una verja de hierro, cuya cerradura se veía de lejos. Habían pasado además una cadena por los barrotes, alrededor de la cerradura, que tenía un candado. Miré el papel que describía la situación de las parcelas de la zona. El panteón de los Ley estaba en la sección M, parcela 550. El mensaje de Johnny Lee había sido enviado y recibido. No me lo podía creer, pero habíamos conseguido descifrarlo.

Ray se dirigió al coche, que habíamos estacionado en el semicírculo, enfrente del panteón. Abrió el maletero y sacó una palanqueta de neumático.

– Coged herramientas -dijo. Gilbert volvió a obedecer sin rechistar y se armó con una pala. Laura se hizo con un martillo y con un pico que Ray había encontrado en el último momento. Los cinco cruzamos el suelo de asfalto, Helen en retaguardia golpeando el suelo con el bate. Subimos los peldaños en desorden y miramos entre los barrotes de la verja. Dentro había una especie de vestíbulo pavimentado, de unos tres metros de anchura por dos de profundidad. En la pared del fondo había dieciséis nichos para sendos ataúdes individuales, dispuestos en cuatro filas de cuatro.

Esperamos mientras Ray introducía la llave pequeña en el candado Master, que se abrió con una vuelta. La cadena, suelta ya, cayó con ruido en el suelo. La llave grande de hierro giró en el ojo de la cerradura con dificultad. La verja dio un gemido al abrirse, un chirrido de metal contra metal. Entramos. Todos los nichos estaban llenos al parecer. En doce había sendas lápidas con el nombre del fallecido, la fecha de nacimiento y defunción, y a veces una cita poética. Todas las fechas de nacimiento y defunción correspondían al siglo pasado. Los cuatro nichos restantes estaban tapados con cemento puro y no contenían ningún dato.

Al principio, Ray se mostró reacio a actuar. Al fin y al cabo, estábamos en un lugar donde había una familia enterrada.

– Hay que moverse -dijo.

Con actitud tanteadora atacó con la palanqueta el cuadrado de cemento que estaba más arriba. Tras el golpe inicial, se puso a machacar la muda superficie con insistencia y concentración. Gilbert empuñó una pala y, poniéndose al lado de Ray, hizo lo mismo con la hoja. El ruido se me antojó excesivo y retumbaba en todos los rincones del panteón. No sé si fuera se oiría algo. Localizar el origen de los golpes no habría sido fácil. El cemento era al parecer la capa exterior porque el pequeño tabique comenzó a resquebrajarse y a ceder ante la fuerza bruta. Cuando Ray consiguió perforarlo, Gilbert apartó los escombros y ensanchó el boquete.

Laura, mientras tanto, se había arrodillado y machacaba con idéntica fuerza con el pico la capa de cemento del nicho inferior. El polvo saltaba, cubriendo el aire de una nube clara y densa de partículas. Había algo inquietante en el brío con que trabajaban. Todos los conflictos y disputas se habían arrinconado al llegar a la recta final de la cacería. El descubrimiento era inminente y la codicia había desplazado a la animosidad.

Helen y yo retrocedimos hasta la pared para no estorbarles. Por los barrotes de la verja, mirando hacia la falda de la colina, veía las ramas agitadas por el viento. Estiré el cuello y miré al cielo con preocupación. Estaba ya completamente nublado y las masas negras se amontonaban encima de nosotros. El tiempo era allí tan tornadizo como fijo y monótono en California. No sabía adonde iba a llevarnos aquella situación y me debatía entre el temor y una leve esperanza de que al final todo saliera bien. Ray y Gilbert se repartirían el dinero, se darían la mano y cada cual se iría a lo suyo, dejándome a mí en libertad de ir a lo mío. Laura abandonaría a Gilbert; puede que se quedara un tiempo con su padre y su abuela, hasta que al final se separasen. Ray se quedaría seguramente con su madre hasta que la operasen de los ojos, a menos que lo capturasen antes y lo enviasen otra vez a la cárcel.

Miré la hora. Sólo eran las diez y cuarto de la mañana. Si conseguía un vuelo a primera hora de la tarde, estaría en casa para cenar. Me había perdido casi todas las celebraciones prenupciales. Al día siguiente por la noche, el miércoles, víspera de la boda, William y los muchachos habían dicho que irían a la bolera, mientras Nell, Klotilde y yo cenaríamos seguramente en el local de Rosie. Esta había jurado que no quería ensayar nada. «¿Qué hay que ensayar? Estaremos juntos y repetiremos lo que el juez nos diga.» Nell no había tenido tiempo de dar los últimos retoques a mi sayo de dama de honor, pero ¿qué había que retocar en una cosa así?

El golpeteo adquirió un ritmo reiterativo. Oí a lo lejos a un lugareño que accionaba una máquina cortacésped. Por la carretera que bordeaba el cementerio no pasaban coches. Cuando me di cuenta, Ray, Gilbert y Laura arrastraban sacas de lona por la puerta y los peldaños. Helen y yo fuimos tras ellos y miramos mientras Ray abría una saca y vaciaba el contenido en el asfalto.

– Aquel tipo era un genio -dijo Ray-. Se le ocurría lo que no se le ocurría a nadie. Ojalá estuviera aquí. Ojalá pudiera ver esto. Fijaos. Qué hermoso es, Señor.

Lo que había caído en el asfalto era un montón de billetes nacionales y extranjeros, joyas, cubertería y cacharrería de plata, títulos de bolsa, monedas de plata, billetes del gobierno confederado, pagarés, documentos legales sin identificar, monedas, series especiales, papeles timbrados y dólares de oro y plata. El montículo de valores me llegaba casi a la rodilla y aún había otras seis sacas tan llenas como aquélla. Incluso Helen, que veía poco, parecía haberse percatado cicla enormidad del descubrimiento. Una gota de lluvia apareció en el suelo, seguida de otra y otra a intervalos espaciados. Ray miró al cielo con sorpresa y extendió la mano.

– Hay que irse -dijo.

Laura volvió a llenar la saca mientras Ray y Gilbert arrastraban las restantes hasta el maletero del coche y las metían dentro. Cuando hubieron cargado la última saca, Ray cerró el maletero. Estábamos ya subiendo al vehículo cuando vimos a Gilbert. Durante un segundo pensé que se había detenido para remeterse la camisa, pero inmediatamente me di cuenta de que empuñaba la pistola. Ray vio mi expresión y miró a Gilbert, que estaba erguido ya, con las piernas abiertas y el Cok en la mano. Laura apretó el brazo de Helen, las dos petrificadas. Vi que Laura murmuraba algo al oído de su abuela, para avisarla de lo que estaba pasando, ya que la anciana no se había enterado.