La boda se celebró el Día de Acción de Gracias por la tarde. Las flores, las velas y los ambientadores habían metamorfoseado el local de Rosie. Esta, con el sayo blanco y una corona de flores en el pelo, y William de esmoquin, estuvieron un rato firmes delante del juez Raney, cogiéndose la mano con afecto. Los dos estaban radiantes. A la luz de las velas no parecían jóvenes, pero tampoco muy mayores. Todos los poros les brillaban, como si estuvieran iluminados por dentro. Todo parecía formar parte de las promesas que se formulaban. Henry, Charlie, Lewis y Nell en silla de ruedas. Las expresiones «en lo bueno y en lo malo, en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad» se referían también a ellos. Todos sabían lo que significaba amar y ser amados. Conocían el sufrimiento, los achaques, la prudencia de la edad.
Me quedé un rato pensando en Ray, en Laura y en Helen, preguntándome dónde habrían ido. Sé que no tiene sentido, pero me dolía que no hubieran hecho ninguna gestión para saber cómo me encontraba. En cierto modo, habían pasado a ser mi familia. Había llegado a concebir a los cuatro como una unidad, que afrontábamos la adversidad juntos, aunque fuera sólo durante unos días. No es que creyera que iba a ser así para siempre, pero me habría gustado una despedida más formal, gracias, que te vaya bien, escríbenos alguna vez.
El juez declaró marido y mujer a William y Rosie. El novio puso las manos en las mejillas de la novia y el beso que se dieron fue suave y dulce como los pétalos de una rosa. William le murmuró temblando:
– Amor mío. Te he estado esperando toda la vida.
Nadie se libró de llorar, ni siquiera yo.
Atentamente,
Kinsey Millhone
Sue Grafton