– La cisterna del lavabo está rota. Puede que ya estuviera así, pero hasta ahora no me había fijado.
Chester lo apuntó con el dedo.
– Si hay que cambiarla, la nueva la pagarás tú. La brillante idea de traer a ésta fue tuya. -Se volvió hacia mí y señaló el cuarto de baño llevándose el pulgar al hombro-. Entra y verás cómo ha quedado. Han arrancado el botiquín de la pared…
Se puso a hablar por los codos, dando multitud de detalles, en los que parecía complacerse. Sin duda le gustaba quejarse, y se ponía a recitar sus males para justificar su forma de tratar a los demás. Su irritación era contagiosa y noté que la cólera me subía por dentro. Interrumpí su monólogo.
– ¡Pues no he sido yo, Chester! Puedes sulfurarte y renegar todo lo que te dé la gana, pero cuando me fui, la casa estaba en orden. Cerré y metí la llave por la ranura del buzón de la puerta, tal como me había dicho Bucky. Ray Rawson estaba conmigo. Si no me creéis, preguntadle a él.
– Todos son inocentes. Nadie ha hecho nada. Todos tienen alguna excusa -masculló Chester.
– No ha sido ella, papá.
– Deja que sea yo quien lleve el asunto. -Se giró y me miró de hito en hito-. ¿Insinúas que ha sido Ray Rawson?
– Claro que no. Ese hombre quiere trasladarse aquí, ¿por qué iba a hacerlo? -El volumen de mi voz subía en consonancia con la suya y procuré dominarme. La actitud de Chester se volvió maliciosa.
– Bueno, será mejor que hables con él y averigües lo que sabe.
– ¿Por qué tiene que saber nada? Nos fuimos juntos.
Bucky intervino para introducir un poco de sentido común.
– El abuelo no tenía ni un maldito orinal, de manera que no había nada que llevarse. Además, murió en julio. Si los cacos creían que aquí había algo de valor, ¿por qué han esperado hasta hoy?
– Puede que hayan sido los niños -dije.
– Que yo sepa, no hay niños en este barrio.
– Eso es verdad -dije. Vivíamos en una zona que básicamente era de jubilados. Claro que siempre cabía la posibilidad de que alguna banda ambulante de cacos se hubiera fijado en la vivienda. Puede que pensaran que un lugar de aspecto tan mugriento tenía que ser la tapadera de algo sustancioso.
– ¡Tonterías! -exclamó Chester con cara de asco-. Voy abajo a esperar a la policía. En cuanto los criminólogos terminéis los análisis, a adecentar el piso.
Le dirigí una mirada penetrante.
– Yo no limpio esta pocilga ni loca.
– No hablaba contigo -dijo-. Bucky, tú y Babe ya os podéis poner en movimiento.
– Hay que esperar a la policía -dije.
Se giró en redondo y me fulminó con la mirada.
– ¿Por qué?
– Porque es la escena de un delito. Y puede que la policía quiera buscar huellas.
La cara de Chester se ensombreció.
– Eso son tonterías. Hay en todo esto algo malsano. -Me hizo una seña-. Baja conmigo.
Me volví hacia Bucky.
– Yo, en tu lugar, no tocaría nada. Podrías eliminar pruebas.
– Ya te he oído -dijo.
Chester me hizo señas impacientes para que fuese con él. Miré el reloj mientras bajábamos. Era la una y cuarto y ya estaba harta de las impertinencias de aquel sujeto. Las aguanto cuando cobro por ello, pero no estaba dispuesta a hacerlo gratis.
Chester entró en la cocina y fue directo al frigorífico, cuya puerta abrió de un tirón. Sacó un tarro de mahonesa, mostaza, un envase de salsa picante, un paquete de salchichas ahumadas y pan blanco de molde. ¿Me había ordenado que bajara sólo para verlo comer?
– Disculpa mi brusquedad, pero no me gusta lo que está pasando -dijo de mal humor. No me miraba y estuve tentada de echar otro vistazo, para ver si había alguien más en los alrededores. Chester había abandonado la actitud autoritaria y hablaba ahora con voz normal.
– ¿Tienes alguna teoría?
– Enseguida hablaremos de eso. Siéntate.
Por lo menos había cautivado mi atención. Tomé asiento ante la mesa de la cocina y contemplé sus preparativos. Dada mi profesión, me paso mucho tiempo en las cocinas mirando mientras los hombres se preparan sándwiches y afirmo categóricamente que los preparan mejor que las mujeres. Los hombres son valientes. La nutrición les trae sin cuidado y raras veces se fijan en la lista de contenidos que vienen en los envases. Nunca he visto que un hombre le quite la corteza al pan o que se queje de la estética de la «presentación». No les interesa la ramita de perejil ni el rábano semipelado con gracia. Para los hombres es puramente una cuestión de morder y masticar.
Chester puso con violencia una sartén metálica encima del quemador, encendió el gas y echó un poco de mantequilla, que se puso a silbar al cabo de unos segundos.
– Al principio quise que Bucky viviera con su abuelo, pero fue una equivocación. Supuse que los dos se cuidarían entre sí. Antes de que me diera cuenta, Bucky ya se había liado con esta tía. No tengo nada contra Babe… es un poco corta, lo mismo que él… Pero no creo que casarse fuera lo más indicado para ellos.
– ¿Y Johnny no le dijo nada?
– Joder, seguro que los animó. Lo suyo era fastidiar. Era un viejo chocho con mala leche.
No hice ningún comentario y dejé que contara la historia a su manera. Hubo un momento de paz mientras se concentraba en la sartén. La salchicha era de color rosa claro y medía lo que la circunferencia de un platito de café, un redondel perfecto de prietos productos derivados del cerdo. Chester la tiró en la sartén sin detenerse siquiera a quitarle la costura de la funda de plástico. Mientras se freía, untó de mahonesa una rebanada de pan y de mostaza la otra. Agitó la salsa picante encima de la amarillenta mostaza hasta cubrirla de gotas rojas.
De pequeña me alimentaron con esa misma clase de pan de molde, que tenía las siguientes propiedades increíbles: si se estrujaba, recuperaba al instante la esencia que tenía antes de amasarse; si se quedaba un paquete en el fondo de la cesta de la compra, el pan quedaba estropeado por siempre jamás y daba unos emparedados de forma muy rara. Para compensar estas desventajas, se podía prensar para fabricar proyectiles que yo tiraba a mi tía cuando no me miraba; si un proyectil de miga le daba en el pelo, se daba un sopapo con irritación, pensando que era una mosca. Todavía recuerdo la primera vez que comí un pan blanco casero que había hecho la vecina y que estaba tan áspero y seco como una esponja de celulosa. Olía igual que las botellas de cerveza vacías, y por más que se estrujara, no había forma de que los dedos dejaran marcas en la corteza.
El aire de la cocina olía ya a la salchicha que se ennegrecía y que se había cerrado totalmente hasta formar un pequeño cráter inundado de mantequilla derretida. La sobrecarga olfativa me mareaba.
– Te doy cuatrocientos dólares si me preparas otro igual -dije.
Me miró con suspicacia y sonrió por primera vez.
– ¿Quieres el pan tostado?
– Tú eres el chef, decídelo tú -dije.
Decidí satisfacer mi curiosidad mientras comíamos.
– ¿A qué te dedicabas en Columbus? -pregunté.
Se zampó como un perro hambriento lo que quedaba de sándwich y se limpió la boca con una servilleta de papel antes de contestar.
– Tenía una pequeña imprenta en Bexley. Huecograbado y relieve. Fotolitos y planchas metálicas. Folletos, hojas sueltas, tarjetas comerciales, papel de escribir de todas clases. Sé componer, compaginar, encuadernar y coser. Lo que quieras. He contratado a uno para que cuide del negocio mientras estoy fuera. Si lo hace bien, dejaré que me haga una oferta de compra. Antes hacía más cosas. Soy demasiado joven para jubilarme, pero estoy harto de trabajar para ganarme la vida.
– ¿Qué harías, venirte a vivir aquí?
Encendió un cigarrillo, un Camel sin filtro que olía a paja quemada.
– Aún no lo sé. Crecí en esta ciudad, pero me largué en cuanto cumplí los dieciocho. Mi padre vino en 1945, cuando compró la casa. Siempre decía que estaría aquí hasta que el sheriff o el enterrador se lo llevaran con los pies por delante. Nunca nos llevamos bien. Era bruto como él solo y su fuerte era maltratar a los hijos. Entonces no se hablaba de esto. Conozco a muchos que recibían unas palizas de muerte en aquella época. Era lo típico en los padres. Volvían de la fábrica, se zampaban unas cuantas cervezas y agarraban del pescuezo al primer crío que encontraban. A mí me daba puñetazos y puntapiés, me lanzaba contra la pared y me decía de todo. Si me metía en líos, me obligaba a correr hasta que caía al suelo reventado, y si pronunciaba alguna queja, me echaba Tabasco en la lengua. Detestaba aquella conducta, odiaba a mi padre por hacer aquello, pero pienso por otra parte que así era la vida entonces. Ahora le das a un niño un tortazo en público y te empapelan. El crío acaba en un hogar de acogida temporal y la ciudad entera sublevada.