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Luego se sirvió una copa de vino blanco, se sentó frente a la pantalla principal y, durante un par de minutos, disfrutó de la pulcra calma de su apartamento. Se puso a pensar en su nuevo caso y sobre la manera de enfocarlo. Los primeros movimientos de una investigación eran importantes; si te equivocabas, a veces podías terminar perdiendo mucho tiempo y añadiendo confusión a lo confuso. Cogió su tablilla electrónica, porque tomar notas manuales parecía ayudarle a reflexionar, y comenzó a apuntar las ideas que le rondaban la cabeza. Aunque no se trataba de una lista de prioridades, un resabio rebelde le hizo dejar para más tarde al memorista, desoyendo las palabras de la líder rep, que le había conminado a empezar por ahí. Pero escribió en la tablilla: «¿Por qué Chi interesada en Nopal?» Debajo fue añadiendo otras frases con el punzón: «Holograma», «Amenazas a Chi», «Registro cerradura: MRR», «Traficantes», «Documentar cuatro casos anteriores», «Las víctimas, ¿azar o elección?». Tras dudar un poco, añadió: «Pablo Nopal.» Se dijo que colocarlo en el octavo lugar ya era desobediencia suficiente al mandato de Myriam.

Abrió la bola holográfica y sacó el chip. Lo metió en el ordenador y comenzó a desmenuzar la imagen con un programa de análisis. Era el mismo programa que usaba la policía, una poderosa herramienta que enseguida rehízo el fragmento inicial de Myriam y mostró las credenciales de la imagen, que por supuesto correspondían al MRR. En cuanto al añadido truculento, el sistema no consiguió encontrar en la Red la secuencia original, de manera que la reconstruyó de manera hipotética. Se trataba del destripamiento de un cerdo y tal vez proviniera de un matadero legal, porque el animal parecía haber sido ejecutado previamente con el método reglamentario de anestesia y electropunción. Las credenciales habían sido cuidadosamente borradas, así como todo rastro electrónico, lo que hacía que el lugar fuera prácticamente imposible de localizar. Aunque había disminuido mucho el número de mataderos, en parte por la creciente sensibilidad animalista y en parte porque, para reducir las emisiones de CO2, el Gobierno obligaba a sacar una carísima licencia para comer carne, aún quedaban cientos de ellos en funcionamiento en todo el planeta, y además la grabación podría haber sido hecha en cualquier momento durante los tres últimos años, que era, según el programa, la vejez máxima del soporte. En cuanto al chip en sí y la bola holográfica, eran unos productos básicos y totalmente vulgares, los mismos que podría comprar un escolar en la todotienda de la esquina para preparar un holograma para su clase. Iba a ser muy difícil poder extraer algún dato de utilidad de todo ello. No obstante, inició un análisis exhaustivo de la secuencia del cerdo y lo dejó trabajando en segundo plano. Tardaría horas en completarse.

Decidió hacer una pausa para tomar algo. Metió en el chef-express una bandeja individual de croquetas de pescado prensado y en un minuto ya estaba cocinada. Quitó la tapa, se sirvió otra copa de vino y regresó ante la pantalla principal para comer directamente del envase.

– Busca Pablo Nopal -dijo en voz alta.

Aparecieron varias posibilidades y Bruna tocó una, pringando ligeramente la pantalla con la grasa de la comida. De inmediato se vio la imagen del hombre, una foto tridimensional de la cabeza, a tamaño real, en el lado derecho de la pantalla, y varias filmaciones en movimiento en el lado izquierdo. Moreno, delgado, con la nariz estrecha y larga, los labios finos, grandes ojos negros. Un tipo atractivo. Tenía treinta y cinco años. La edad del TTT, si fuera un rep. Pero no lo era. Nopal, decía la ficha, era dramaturgo y novelista, además de memorista. Y en efecto gozaba de cierta celebridad, no sólo por sus libros, bastante apreciados, sino también por el par de escándalos que tenía a sus espaldas. Siete años atrás había sido acusado del asesinato de un anciano tío suyo, un viejo patricio millonario del que casualmente él era el único heredero. Incluso permaneció algunos meses en prisión preventiva, pero al final hubo un oscuro asunto de contaminación de muestras y Nopal salió absuelto por falta de pruebas. Sin embargo su reputación quedó manchada y muchos siguieron creyéndolo culpable; de hecho, el Gobierno dejó de encargarle memorias a raíz de aquello, de modo que el hombre no había vuelto a ejercer ese trabajo. Al menos oficialmente, se dijo Bruna, porque las memorias del mercado negro también necesitaban un memorista que las escribiera. Tres años después de su absolución, Nopal se vio de nuevo implicado en otra muerte violenta, esta vez la de su secretario particular. Él había sido el último en ver a la víctima con vida y estuvo algún tiempo en el punto de mira de la policía, aunque al final ni siquiera llegó a ser procesado. Como es natural, todos estos turbios incidentes aumentaron las ventas de sus libros. No había como tener una reputación fatal para hacerse famoso en este mundo.

Bruna miró con atención el rostro de Nopal. Sí, era atractivo pero inquietante. Una sonrisa fácil pero demasiado burlona, demasiado dura. Unos ojos de expresión indescifrable. Había publicado tres novelas, la primera a los pocos meses de la muerte de su tío. Se titulaba Los violentos y su aparición fue celebrada como un pequeño acontecimiento cultural. Bruna marcó su contraseña y su número de crédito, pagó cinco gaias por el libro y descargó el texto en la tablilla electrónica. Pensaba echarle simplemente una ojeada, pero empezó a leer y no pudo parar. Era una novela corta y desasosegante, la historia de un chico que vivía en una zona de Aire Cero. Bruna había estado durante la milicia en uno de esos sectores hipercontaminados y marginales, y tuvo que reconocer que el autor sabía transmitir la desesperada y venenosa atmósfera del maldito agujero. El caso era que el chico se hacía amigo de una adolescente recién llegada, la hija de una jueza. Los magistrados, como los médicos, los policías y otros profesionales socialmente necesarios, eran destinados a los sectores de aire sucio cobrando el doble y durante un máximo de un año, para evitar repercusiones en la salud; y aun así, Bruna lo sabía, muchos se negaban a ir. La novela narraba la relación de los muchachos durante esos doce meses; al cabo, la noche antes de la partida de la jueza y su familia, los dos adolescentes mataban a la madre de la chica a martillazos. La escena era brutal, pero la novela estaba escrita de un modo tan convincente, tan veraz y angustioso, que Bruna experimentó una clara complicidad con los asesinos y deseó que escaparan de la justicia. Cosa que no conseguían: el final de la historia era deprimente.

Bruna apagó la tablilla, entumecida tras haber pasado varias horas en la misma posición y con una rara sensación de desconsuelo. Había algo en esa maldita novela que parecía que estaba escrito sólo para ella. Algo extrañamente cercano, reconocible. Algo que rozaba lo insoportable. Cuatro años, tres meses y veintitrés días.

Se puso en pie de un salto y caminó enfebrecida de un lado a otro. El piso no tenía más que dos ambientes, la sala-cocina y el dormitorio, y ninguna de las dos habitaciones era muy grande, de manera que con dar dos zancadas topaba con algún límite y tenía que volverse. Miró a través del ventanaclass="underline" la ciudad brillaba y zumbaba en la oscuridad. Se acercó al gran tablero del rompecabezas: llevaba más de dos meses haciendo ese puzle y todavía le quedaba un agujero central de casi un centenar de piezas. Era uno de los más difíciles de cuantos había hecho: se trataba de una imagen del Universo, y había muchísima negrura y pocos cuerpos celestes por los que orientarse. Miró durante un rato los bordes dentados del hueco y manoseó las piezas sueltas, intentando encontrar alguna que encajara. El orden escondido dentro del caos. Por lo general, cuando resolvía rompecabezas se encontraba más cerca de la serenidad que en ningún otro momento de su crispada vida, pero ahora no podía concentrarse y terminó por abandonar sin haber conseguido colocar ni un solo fragmento más. La culpa era de Nopal, se dijo, y de esa asquerosa novela que ella había sentido tan cercana; los jodidos memoristas eran todos igual de perversos, igual de repugnantes. Entonces, y como tantas otras veces en las que el desasosiego le estallaba dentro del cuerpo, Bruna decidió ir a correr: el cansancio físico era el mejor tranquilizante. Se puso unos viejos pantalones de deporte y las zapatillas y abandonó el apartamento. Cuando pisó la calle eran las doce en punto de la noche.