– ¿Las memas? No sé. No uso. Pero allí al fondo, al otro lado de esa caseta medio derruida, donde está el farol rojo, hay un fumadero. Y tengo oído que más allá del fumadero, entre los arcos, es donde se ponen los traficas.
– ¿Tienes oído? No fastidies. ¿Y tú de dónde sacas los caramelos?
– Oye, yo soy un profesional… Tengo un proveedor personal que me lo lleva a casa, todo un señor, nada que ver con esto, él sólo vende oxitocina. Aquí son drogas duras, fresas, memas, hielo… Yo de eso no sé nada, no me drogo. Salvo los caramelos, que son parte de mi trabajo. Lo siento, pero no te puedo decir más. Vete hasta el farol rojo y mira bajo los arcos que hay a la izquierda.
La androide suspiró.
– Esa información no vale el dinero que te he dado.
– ¿Qué quieres? ¡Soy un buen chico! -contestó el otro con una sonrisa encantadora.
Y, dando media vuelta, echó a correr hacia el bar.
Bruna comenzó a atravesar la sórdida explanada. La mitad de las luces estaban rotas y las sombras se remansaban de modo irregular, grumos de tinieblas en la penumbra. Por fortuna ella podía ver bastante bien en la oscuridad, gracias a los ojos mejorados de los reps. Se suponía que las pupilas verticales servían para eso, aunque Myriam Chi y otros extremistas dijeran que los ojos gatunos no eran más que un truco segregacionista para que los reps pudieran ser fácilmente reconocidos. En cualquier caso la visión nocturna permitió a la detective distinguir a varias decenas de personas que, solas o en grupo, deambulaban por el lugar. Se cruzó con tres o cuatro, seres huidizos que se apartaban de su paso. También había algunos tipos durmiendo en el suelo, o quizá estuvieran desmayados, o quién sabe si muertos, yonquis con el cerebro quemado por la droga; no eran más que unos bultos oscuros, apenas distinguibles de los cascotes y demás desperdicios que cubrían la zona. Cerca de la puerta del fumadero vio un par de replicantes de combate, sin duda gorilas contratados. La miraron pasar con gesto furioso, como perros guardianes desesperados por no poder abandonar su puesto para ir a morder al intruso. Bruna se metió bajo los arcos, dejando el fumadero a la espalda. La luz roja del farol teñía la penumbra con un resplandor sanguinolento y fantasmal. Caminó lentamente por la arquería; delante de ella se iba espesando la oscuridad. Algunas pilastras más allá le pareció ver la silueta de una persona; estaba concentrada en distinguir su aspecto cuando alguien se le echó encima bruscamente. Con un reflejo de defensa automático, la rep agarró por los brazos al agresor y ya estaba a punto de machacarle la cabeza contra el muro cuando comprendió que no era un asaltante, sino un pobre idiota que había chocado sin querer contra ella. Peor aún: era un niño. Un verdadero niño. El crío la miraba aterrado. Bruna advirtió que casi lo tenía levantado en vilo y le soltó con suavidad. Por todos los demonios, si no parecía ni alcanzar la edad reglamentaria.
– ¿Cuántos años tienes?
– Ca… catorce -farfulló el chico, frotándose los antebrazos con gesto dolorido.
¡Catorce! ¿Qué diantres hacía en la calle, saltándose el toque de queda para adolescentes?
– ¿Qué haces aquí?
– He que… quedado con un amigo…
La androide observó el temblor de sus manos, las manchas de su cara, los dientes grisáceos. Eran los efectos de la fresa, de la Dalamina, la droga sintética de moda. Tan joven y ya estaba hecho polvo. La sombra que Bruna había visto unos cuantos arcos más allá se acercaba ahora con paso tranquilo. Llegó junto a ellos y sonrió apaciguadoramente. Era una mujer de unos cincuenta años con una oreja mucho más arriba que la otra: debía de ser una mutante deformada por la teleportación. La oreja fuera de lugar asomaba entre sus ralos cabellos casi en lo alto de la cabeza, como las de los perros.
– Hola… ¿qué buscas por aquí, amiga tecno?
Tenía una voz sorprendentemente hermosa, modulada y suave como un roce de seda.
– Yo quiero fresa… Quiero fresa… -interrumpió el chaval, agitado por su necesidad.
– Calla, niño… ¿Por quién me tomas?
– Sarabi, dame la pastilla, por favor -gimió él.
La mutante miró de arriba abajo a Bruna, intentando deducir si la rep suponía algún riesgo.
– Dale la maldita droga al chico. A mí me da igual -dijo la detective.
Y era verdad, porque el niño ya era un adicto y necesitaba la dosis para paliar el mono, y porque esa criatura de cuerpo esmirriado seguramente había robado y pegado y quizá incluso matado para conseguir el dinero de su dosis. Bandadas de chavales asilvestrados aterrorizaban la ciudad y ni siquiera el toque de queda conseguía contenerlos de manera eficaz. Cuando pensaba en esos adolescentes feroces, a Bruna le apenaba un poco menos saber que no podía tener hijos.
– Pero es que no te conozco -gruñó la mujer.
– Yo a ti tampoco -respondió Bruna.
– ¿Puedo usar un cazamentiras?
– ¿Ese chisme ridículo? Bueno, ¿por qué no?
La mujer sacó una especie de pequeña lupa y la colocó delante de uno de los ojos de Bruna.
– ¿Tienes intención de causarme algún mal? -preguntó con tono enfático.
– Claro que no -contestó la detective.
La mutante guardó la lupa, satisfecha. Se suponía que los cazamentiras captaban ciertos movimientos del iris cuando alguien no decía la verdad. Se vendían por diez gaias por catálogo y eran un verdadero timo.
– Por favor, por favor, Sarabi, dame la fresa…
– Tranquilo, chico. Puede que tenga algo para ti, pero antes tú también tienes que darme algo…
– Sí, sí, claro… Toma…
El crío sacó de los bolsillos varios billetes arrugados que la mutante estiró y contó. Luego rebuscó en su mochila de polipiel marrón y extrajo un blíster transparente con un pequeño comprimido de color fucsia. El chico se lo arrebató de la mano y salió corriendo. La mutante se volvió hacia Bruna.
– Todavía no me has dicho qué es lo que quieres…
La bella voz parecía una anomalía más en un personaje tan siniestro.
– Quiero una mema. ¿Tú vendes?
La mujer hizo un gesto mohíno.
– Mmm, una memoria artificial… Ésas son palabras mayores. En primer lugar, son muy caras…
– No importa.
– Y además yo no trafico con eso.
– Vaya. ¿Y dónde puedo encontrar a quien lo haga?
La mujer miró alrededor como si estuviera buscando a alguien y Bruna siguió la línea de sus ojos. Aparentemente en la arquería no había nadie, aunque algunos metros más allá el lugar quedaba sepultado entre las sombras incluso para la visión mejorada de la detective.
– La verdad, no sabría decirte. Antes solían venir por aquí un par de vendedores de memas, pero hace varias semanas que no los veo. Parece que las cosas se están poniendo feas en el mercado de memorias… Ya sabes, por los muertos rep… Perdón, tecno.
– Sí, esas dos víctimas recientes… -dijo Bruna, lanzando un globo sonda.
– Mmm, más de dos, más de dos. Ya ha habido otras antes.
– ¿Cómo lo sabes?
– Bueno, tengo orejas… como sin duda ves -dijo la mutante, con un golpe de risa.
Luego se puso súbitamente seria.
– ¿Cuánto estás dispuesta a pagar por la mema? Por una de primera calidad, escrita por un verdadero artista memorista.
– ¿Cuánto costaría?
– Tres mil gaias.
Bruna se quedó sin aire pero intentó mantener la expresión impasible. En fin, esperaba que en el MRR no le pusieran reparos a la cuenta de gastos.
– De acuerdo.
– Pues mira, entonces has tenido suerte. Porque yo no trafico con esto, pero casualmente tengo aquí una mema buenísima que me dio un colega para pagar una deuda. ¿Tienes los tres mil ges?