– No en efectivo. Te transfiero.
La mujer agitó las manos delante de ella como si estuviera borrando el vaho de un espejo.
– No me gusta usar móviles. Dejan rastro.
– Pues es lo que hay. O eso, o nada.
La mutante pensó y refunfuñó durante medio minuto. Después sacó del bolso un tubo metálico largo y estrecho y se lo enseñó a Bruna. Bien podría haberle enseñado un termómetro para gallinas, porque la rep no había visto nunca un aplicador de memorias semejante. La mujer manipuló el ordenador de su muñeca.
– De acuerdo. Estoy lista. Haz la operación.
Cuando sonó el pitido verificó los datos y luego entregó el tubo a la detective. Tenía como medio centímetro de diámetro y unos veinte de longitud y quizá fuera de titanio, porque no pesaba nada. Bruna le dio unas cuantas vueltas entre los dedos.
– Ya sabes, la mema está dentro. Aquí. Mírala. Y esto es la pistola de inserción. ¿Sabes cómo funciona?
– Supongo que sí, aunque los aplicadores que yo conozco son distintos. Más grandes y más parecidos a una verdadera pistola.
– Entonces hace tiempo que no ves una mema. Tienes que meterte este extremo más delgado en la nariz, mételo todo lo que puedas y pulsa a la vez estos dos botones… entonces la pistola hará sus mediciones y colocará la memoria para que tenga la trayectoria adecuada. Y cuando lo haya hecho, dará un pitido de aviso y disparará. Tarda como un minuto. Tienes que quedarte lo más quieta posible durante todo el proceso. Apoya la cabeza en algún lado. Y fíjate bien qué punta te metes en la nariz, o te clavarás la mema en la mano… Que lo disfrutes.
Había dado las explicaciones con cierto matiz burlón en su voz sedosa, como si le divirtiera la ignorancia de Bruna. O quizá, sospechó la rep mientras veía desaparecer a la mujer entre los arcos, como si se regocijara de haberle cobrado más de lo debido. Ríe mientras puedas, se dijo la rep vengativamente: si descubría que la mutante estaba implicada de algún modo en las muertes se le iban a acabar las alegrías. La androide respiró hondo, intentando deshacer cierta opresión del pecho, y emprendió el camino de regreso. Hacia la mitad de la explanada echó a correr y no aflojó el ritmo hasta llegar a casa. Cuando entró en su piso apretaba tanto el tubo metálico que tenía las uñas marcadas en la palma.
Estaba empapada de sudor y con el estómago revuelto. Miró la mema y pensó: es como tener un cadáver en mi mano. Aún peor: era como tener a alguien vivo encerrado ahí dentro. Una existencia entera que aguardaba con ansiedad su liberación, como el genio de la botella de Las mil y una noches. Recordó al par de reps de combate a los que había visto meterse una memoria, bastante tiempo atrás, en la milicia. No parecía demasiado agradable, al menos al principio: los tipos vomitaron. Pero algo bueno tendría cuando tantos lo hacían. Bruna se introdujo el tubo en la nariz. Estaba de pie, en mitad del cuarto, sin apoyarse. No se iba a disparar, sólo era por probar. El metal estaba frío y resultaba un poco asfixiante tener eso ahí dentro. ¿Dolería? Con sólo pulsar dos botones poseería otra vida, sería otra persona. Sintió un conato de náuseas. Sacó el tubo y lo arrojó sobre la mesa. Necesitaba buscar a alguien que analizara la mema. Tal vez fuera uno de los implantes adulterados.
Tanto el metro como los trams estaban en huelga, de modo que las cintas rodantes iban tan atiborradas de personas que el excesivo peso ralentizaba la marcha y en algunos casos incluso llegaba a detenerla. No había manera de encontrar un taxi libre y algunos, desesperados, intentaban hacer autoestop con los vehículos privados. Pero ya se sabía que los pocos individuos autorizados a poseer coche propio no solían ser los más solidarios.
Bruna había salido con tiempo de casa previendo la larga caminata y la confusión habitual de los días de huelga, pero aun así le estaba costando abrirse paso entre los centenares de bicicletas y viandantes. Eran las 17:10, una hora punta, y ya estaba llegando diez minutos tarde a su cita con Pablo Nopal. El memorista le había propuesto que se encontraran en el Museo de Arte Moderno, un lugar incómodo e inadecuado para hablar. Pero Bruna no podía imponer sus condiciones: era ella quien había pedido la reunión. Subió de dos en dos el centenar de pequeños escalones que parecían derramarse como una cascada de hormigón en torno al enorme cubo luminoso del museo, arrimó el móvil de su muñeca al ojo cobrador de la entrada y atravesó el vestíbulo como una exhalación, camino de la sala de exposiciones temporales. Allí, en el umbral, vio al memorista. Camisa blanca sin cuello, pantalones negros amplios, un lacio flequillo oscuro sobre la frente. La imagen misma del descuido elegante. Ese pelo tan lustroso ¿era producto de un tratamiento capilar de lujo o de la herencia genética de varias generaciones de antepasados ricos? El escritor estaba recostado con graciosa indolencia contra la pared. Al advertir la llegada de la detective, sonrió de medio lado y se puso derecho. Sólo se habían visto en la pantalla cuando fijaron la cita, pero sin duda la androide era fácilmente reconocible.
– Llegas tarde, Husky.
– La huelga. Lo siento.
Bruna lanzó una ojeada a su alrededor. En el vestíbulo principal que acababa de atravesar había unos cuantos sillones. Y al fondo, una cafetería.
– ¿Dónde quieres que hablemos? ¿Nos sentamos allí? ¿O quizá prefieres tomar algo en el café?
– ¡Espera! ¿Tienes prisa? Primero podríamos echarle un vistazo a la exposición.
La rep le observó con inquietud. No sabía qué se proponía Nopal, no entendía muy bien cuál era el juego, y eso siempre le causaba desasosiego. El hombre tenía más o menos la misma altura que ella y sus ojos quedaban justo frente a los suyos. Demasiado cercanos, demasiado inquisitivos. Por el gran Morlay, cómo detestaba a los memoristas. La detective apartó la mirada sin poderlo evitar y fingió interesarse en el cartel anunciador de la muestra. Lo leyó tres veces antes de ser consciente de lo que decía.
– «Historia de los Falsos: el fraude como arte revolucionario» -dijo en voz alta.
– Interesante, ¿no? -comentó Nopal.
La androide le miró. ¿A qué venía todo esto? ¿Encerraba un mensaje? ¿Una segunda intención? La detective ya había oído hablar de esta exposición y nunca hubiera venido a verla por sí misma. Le irritaba el fenómeno de los Falsos, que eran la última moda dentro del arte plástico. Críticos pedantes y estetas delirantes habían decretado que la impostura era la manifestación artística más pura y radical de la modernidad, la vanguardia del siglo XXII. Los artistas más cotizados del momento eran todos falsificadores de éxito cuyas obras pasaron por auténticas durante cierto tiempo. Porque, como le había explicado Yiannis, que siempre sabía de todo, para ser un verdadero Falso no sólo había que mimetizar a la perfección el cuadro o la escultura de un artista famoso, sino que había que conseguir que alguien se lo creyera: un comprador, un galerista, un museo, los críticos, los medios de comunicación. Cuanto más grande el engaño, mayor el prestigio de la falsificación una vez desenmascarada la impostura; y si nadie advertía el artificio y era el propio artista quien tenía que desvelarlo al cabo de algún tiempo, entonces el objeto era considerado una obra maestra. Esta moda había cambiado el mundo del arte: ahora en las subastas mucha gente pujaba locamente por un Goya, o un Bacon, o un Gabriela Lambretta, con la secreta esperanza de que, en unos pocos meses, se descubriera que era un Falso y triplicara su valor.
– Pues, a decir verdad, es un tema que no me interesa nada -gruñó Bruna.
– ¿No? Qué extraño, pensé que te gustaría.