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El pequeño alivio que la androide experimentó con las palabras de Nopal le hizo darse cuenta de lo aterrorizada que estaba. Y junto con el alivio sintió algo parecido a la gratitud. Era una emoción estúpida, injustificada y demasiado próxima a un síndrome de Estocolmo, pero no podía evitarla. Cuatro años, tres meses y veintidós días.

– Sin embargo, los memoristas no sólo no sentimos antipatía hacia los reps, sino que os tenemos un afecto especial. Al menos yo. Poder construir la memoria de una persona es un privilegio indescriptible. ¿Te imaginas? La memoria es la base de nuestra identidad, así que de alguna manera yo soy el padre de cientos de seres. Más que el padre. Soy su pequeño dios particular.

Bruna se estremeció.

– Yo no soy mi memoria. Que además sé que es falsa. Yo soy mis actos y mis días.

– Bueno, bueno, eso es discutible… Y, en cualquier caso, no cambia lo que te estaba diciendo… Porque yo hablaba de mis sensaciones, de cómo lo veo yo. Y te decía que amo a los reps. Me inspiráis una emoción especial. Una complicidad profunda.

– Ya. Pues perdona que no sienta lo mismo. Perdona que no le agradezca a mi pequeño dios, sea quien sea, toda esa basura arbitraria de recuerdos falsos.

– ¿Basura arbitraria? La vida real sí que es arbitraria. Mucho más arbitraria que nosotros. Yo siempre he intentado hacerlo lo mejor posible… Pensaba y escribía con absoluto cuidado cada una de las quinientas escenas…

– ¿Quinientas?

– ¿No lo sabías? Una vida está compuesta de quinientos recuerdos… Quinientas escenas. Y con eso basta. Yo siempre intenté compensar unas cosas con otras, ofrecer cierto espejismo de sentido, la intuición final de un todo armónico… Mi especialidad eran las escenas de la revelación…

– El maldito baile de fantasmas.

– Mis escenas de revelación eran compasivas, ésa es la palabra. Instructivas, compasivas. Fomentaban la madurez del replicante.

– Mi memorista mató a mi padre cuando yo tenía nueve años. Yo le adoraba, y un delincuente le asesinó estúpidamente una noche en la calle.

– Esas cosas ocurren, por desgracia.

– ¡Yo tenía nueve años! Y pasé cinco sufriendo como un perro hasta cumplir catorce y llegar a mi baile de fantasmas. Hasta enterarme de que mi padre no era real y por lo tanto tampoco había sido asesinado.

– No es así, Bruna. Como sabes, esos cinco años de los que hablas no existieron. No es más que una memoria falsa. Todas las escenas fueron insertadas simultáneamente en tu cerebro.

Un nudo de enfurecidas y abrasadoras lágrimas apretó la garganta de la detective. Tuvo que hacer un esfuerzo para hablar y la voz salió ronca.

– ¿Y el dolor? ¿Todo ese dolor que tengo dentro? ¿Todo ese sufrimiento en mi memoria?

Nopal la miró con gravedad.

– Es la vida, Bruna. Las cosas son así. La vida duele.

Hubo un pequeño silencio y después el hombre se puso en pie.

– Haré unas cuantas llamadas e intentaré enterarme de cómo están las cosas entre los memoristas. Ya me pondré en contacto contigo si consigo algo.

Nopal se inclinó un poco y rozó la tintada mejilla de Bruna con un dedo. Un gesto tan leve que la rep casi creyó haberlo imaginado. Luego el memorista se atusó el lacio flequillo, recuperó su sonrisa encantadora y poco fiable y, dando media vuelta, se marchó. La androide lo miró mientras se alejaba, aún sentada, aún anonadada, con los pensamientos zumbando en su cabeza como un enjambre de abejas. Quinientas escenas: ¿sólo esa miseria era su vida? Estaba intentando reunir fuerzas para levantarse cuando oyó la señal de una llamada. Miró el móvil de su muñeca: era Myriam Chi.

– Tenemos que hablar -dijo la líder rep sin molestarse en saludar.

– ¿Qué pasa?

– Te lo diré en persona. Ven a verme mañana a las nueve horas.

Y cortó la comunicación. Bruna se quedó contemplando la pantalla vacía mientras se detestaba a sí misma. Le amargaba tener que obedecer a una cliente como Myriam Chi, que trompeteaba sus órdenes como si ella fuera su esclava; y le ponía literalmente enferma haber perdido los papeles con el memorista. El sillón en el que la detective estaba sentada se encontraba al fondo de la sala de exposiciones y el lento flujo de los visitantes pasaba por delante de ella, cruzando de una pared a la otra e iniciando el camino de regreso hacia la puerta. Pero, curiosamente, nadie la miraba. Nadie parecía advertir a esa tecnohumana grande y llamativa: demasiada invisibilidad para ser natural. Sí, el malévolo Nopal había acertado al citarla allí: iluminada cenitalmente por la fría luz del lucernario, Bruna se sintió un Falso más. Sin duda el de menor valor de toda la muestra.

– ¡Bruna! ¡Bruna! ¡Levántate! ¡Despierta!

La rep abrió un ojo y vio una figura humana que se abalanzaba sobre ella. Dio un salto en la cama, un grito, un manotazo defensivo, y su brazo atravesó limpiamente el aire coloreado sin encontrar resistencia. Enfocó mejor la mirada y reconoció al viejo Yiannis.

– ¡Maldita sea, Yiannis, te he dicho mil veces que no me hagas esto! -gruñó con la lengua entumecida y la boca seca.

La figura holografiada del archivero flotaba por la habitación, de cuerpo entero. Era la única persona a la que Bruna había concedido autorización para realizar holollamadas.

– ¡No soporto que te metas así en mi casa! ¡Te voy a poner en la lista de los no admitidos!

– Perdona, no había manera de despertarte y Myriam Chi…

– ¡Oh, mierda, Chi!

Antes de que el viejo mencionara a la líder rep, Bruna ya había visto la hora en el techo, las 10:20, y sus neuronas maltratadas por la resaca habían comenzado a encenderse penosamente trayendo el recuerdo de una cita perdida. El día anterior se fue reconstruyendo de manera borrosa en su memoria: el encuentro con Nopal, la llamada de Chi, las demasiadas copas que se tomó en su casa al regresar. Beber sola, mejor dicho, emborracharse sola, era el penúltimo escalón del alcoholismo. Sin duda tenía un problema con la bebida, y ahora también un problema con su única clienta, a la que había dejado plantada. Bruna se levantó de un brinco de la cama, tan deprisa, de hecho, que el gelatinoso cerebro pareció chocar contra su cráneo y tuvo que agarrarse la cabeza con ambas manos y cerrar los ojos durante unos instantes. Se acabó: no iba a volver a tomar una copa en toda su vida.

– ¡Ya sé que llego tarde a la cita con Chi! ¡Ya sé que la he jodido! -gruñó, todavía con los párpados apretados.

– No. No es eso, Bruna. No llegas tarde.

La rep alzó la cara y vio que Yiannis se había vuelto de espaldas. Claro, pensó, es que estoy desnuda. Mi pobre y vetusto caballero, se dijo, sintiendo por él una especie de irritada ternura. La bata china estaba tirada en el suelo y Bruna la recogió y se la puso.

– Ya puedes mirar. ¿Qué es eso de que no llego tarde?

Yiannis, o su holografía, se giró. Su rostro estaba tenso y pálido: sin lugar a dudas era portador de malas noticias. Una oleada de adrenalina recorrió la columna vertebral de Bruna y mejoró mágicamente su jaqueca.

– ¿Qué ocurre?

– Chi ha muerto.

– ¿Qué?

– Esta mañana temprano atacó en el metro a una secretaria del Ministerio de Trabajo. Le sacó los ojos y le rompió la tráquea. Ni que decir tiene que la chica era tecno. Luego, Chi se arrojó a las vías delante de un convoy. Falleció en el acto.

– ¿Cómo lo sabes?

– Está en las noticias.

Bruna ordenó a la casa que abriera la pantalla y se encontró cara a cara con la imagen de la líder androide. Myriam en un mitin, Myriam por la calle, Myriam sonriendo, discutiendo, haciendo una entrevista. Hermosa y llena de vida. En las noticias no se decía que llevara una mema adulterada, pero eso no significaba nada, porque, que Bruna supiera, el detalle de las memorias ilegales todavía no se había hecho público en ninguna de las muertes. El comportamiento de Myriam ¿se debería también al destrozo causado por un implante letal? Y de ser así, que era lo más probable, ¿quién se la había metido por la nariz? Porque no podía creer que la líder del MRR lo hubiera hecho voluntariamente. Esto era un asesinato. Y también era el mayor fracaso de su carrera. No había conseguido mantener viva a su clienta ni dos días.