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Lo primero que hizo al entrar en el apartamento fue ir a la nevera, servirse una copa de vino blanco y bebérsela de un golpe. Ordenó a la casa que levantara las persianas y que abriera las ventanas de par en par. Necesitaba aire y luz. Le obsesionaba el recuerdo de Myriam: imaginar su rapto de locura, la violencia del ataque a esa mujer, las ruedas del metro destrozando su cuerpo. Y luego le parecía volver a ver las manos de Nabokov, con sus pequeñas heridas regulares y violáceas. Se sirvió otra copa, calentó un par de hamburguesas de soja con algas y se las tomó masticando con premeditación, lenta y rítmicamente. Concentrándose en el hecho de comer para vaciar la cabeza de las imágenes persecutorias y opresivas. Cuando acabó el plato se había serenado lo suficiente como para ponerse a trabajar. Llenó otra copa de vino, se sentó ante la pantalla y comprobó que Habib ya le había mandado los documentos de la empresa de mantenimiento. Empleó un buen rato en rastrear sus datos comerciales en los diversos departamentos de la administración regional. Al final resultó que Complet había surgido de la nada una semana antes de que el MRR la contratara; que sólo tenía dos empleados fijos, los dos androides, y que el Movimiento Radical Replicante había sido su único cliente. Todo bastante peculiar.

Pensativa, Bruna buscó en el ordenador el análisis de la película del destripamiento. Hacía horas que la exploración había acabado y allí estaban los resultados, en efecto. El programa no había podido identificar el lugar, ni reconstruir las credenciales borradas, ni aportar otros indicios sobre la grabación, aunque el análisis de los fondos daba una probabilidad del 51 % a favor de que la evisceración del animal se hubiera realizado de manera privada y no en un matadero. No había nada nuevo, salvo una imagen: en un momento determinado, la hoja del cuchillo reflejaba fugazmente parte del rostro de la persona que estaba grabando el holograma: media ceja, un fragmento de pómulo, medio ojo… y una pupila vertical, de rep. La detective se ensombreció: la culpabilidad o al menos la colaboración de los tecnohumanos iba resultando cada vez más evidente. Hizo una copia de las imágenes, sacó el chip del ordenador y lo restituyó a la bola holográfica, llamó a un servicio de mensajería instantánea y, cuando el pequeño robot pitó ante su puerta veinte minutos más tarde, introdujo la esfera, la mema y la astronómica factura de sus gastos en la caja del mensajero automático y se lo envió todo a Habib.

Hecho lo cual, dedicó el resto de la tarde a perder el tiempo.

Intentó repasar la documentación que le había dado Habib sobre las cuatro primeras muertes, pero estaba demasiado fatigada y las copas de vino le provocaron una modorra pastosa e insuperable. Probó a echarse en la cama y dormir un poco, pero se encontraba demasiado tensa para poder descansar. Pensó en hacer un poco de gimnasia, pero nada más imaginar el esfuerzo ya se sintió agotada. Se arrellanó casi catatónica en el sofá con otra copa de vino en la mano, pero minutos después una comezón interior hizo que se pusiera en pie y deambulara erráticamente por el cuarto. Consiguió colocar una pieza del rompecabezas, pero le costó tanto que después lo dejó. Leyó unas cuantas páginas de la última novela de Malencia Piñeiro sin conseguir enterarse de nada. Se puso las gafas tridimensionales y empezó a jugar a juegos virtuales, el concurso de tiro al arco, la carrera de cohetes y el eslalon gigante, entretenimientos vertiginosos y obsesivos que por lo general le vaciaban la cabeza y lograban embrutecerla plácidamente, pero en esta ocasión los repetitivos juegos le rompieron los nervios.

Entonces miró la hora, las 21:50, y comprendió que en realidad había estado haciendo tiempo hasta alcanzar ese momento, hasta la llegada de la noche y el comienzo del probable turno de Gándara, hasta poder ir al Instituto Anatómico Forense para ver el cadáver de Myriam Chi.

Había refrescado bastante, así que Bruna se puso una chaqueta térmica sobre la camiseta y la breve falda metalizada y salió a la calle. Iba un poco mareada: demasiadas copas para sólo dos hamburguesas de soja en el estómago. Pero media hora más tarde, cuando se adentraba por los lúgubres pasillos del Instituto, con sus pasos resonando sobre la desgastada piedra del suelo, temió estar todavía demasiado sobria y lamentó no haberse tomado un par de copas más.

Por fortuna, esa noche sí estaba el viejo Gándara. Le vio a través del ventanal que comunicaba el despacho con la sala 1 de autopsias, hurgando en persona en el cadáver de alguien. Aunque con los robots y la telecirugía no era necesario tocar los cuerpos, Gándara seguía metiendo las manos en casi todos sus muertos: decía que ninguna tecnología podía sustituir la complejidad y la sutileza del estudio en directo. Ahí estaba ahora, inclinado sobre algo que alguna vez fue alguien, con su aspecto, tan pertinente, de buitre leonado, el rostro relativamente sin arrugas propio de un tratamiento estético rutinario, pero la nariz afilada y prominente, las cejas plumosas, la cabellera hirsuta, el cuello largo y flaco y unos ojos muy negros redondos e intensos. Levantó la cabeza Gándara y vio a la detective, y le hizo señas con la mano para que pasara. Una mano enguantada y llena de sangre. Bruna dudó unos instantes y el forense volvió a agitar su pringoso brazo, los coágulos brillando como laca china bajo el potente foco. Entonces la rep entrevió un rostro moreno y mofletudo en el destripado cadáver de la mesa: era el cuerpo de un hombre desconocido. Suspiró y empujó la puerta de la sala de autopsias. No sabía si hubiera podido soportar que Gándara estuviera manipulando los restos de Chi.

– Hola, Husky, ¿cómo va la vida? Creo que viniste por aquí el otro día…

– Sí.

– Asustaste a mi ayudante.

– Se asusta fácilmente.

– Es un cretino. ¿Vienes por lo de Chi?

– En efecto. Siempre tan perspicaz.

– Era obvio. El cretino de Kurt me dijo que estabas interesada en el caso de Caín.

– Ya.

Gándara hablaba sin dejar de manipular el cuerpo despiezado. Un cuerpo que Bruna se forzó a mirar, porque ya no era nada. Esa carne exangüe, esa sangre tan oscura, esos kilos de materia orgánica ya no eran nada. Había sido un humano, pero la muerte lo igualaba todo.