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Levantó los párpados muy lentamente, temerosa de ver. En efecto, había mucha luz. Una despiadada claridad diurna que hirió su retina. Tardó unos instantes en superar el deslumbramiento; luego reconoció la pequeña butaca de polipiel medio tapada con el gurruño de sus ropas: la falda metalizada, la chaqueta térmica. Y la camiseta tirada sobre el conocido suelo de madera sintética. Se encontraba en su propia casa. Menos mal.

La buena noticia le dio ánimos y, apoyándose en las manos, consiguió levantar el tronco. Al hacerlo, advirtió con el rabillo del ojo que, a su lado, el cobertor se abultaba sobre lo que parecía ser otra persona. No estaba sola. No todo iba a ser tan fácil, naturalmente.

La desnudez total no era la mejor manera de presentarse ante un desconocido, de manera que agarró la chaqueta de la cercana butaca y se la puso con torpeza, aún sentada en la cama. Luego respiró hondo, hizo acopio de energías y se levantó. De pie junto al lecho, las sienes retumbando, miró al visitante. Que, a juzgar por el bulto, era muy grande. Un corpachón tumbado de lado, de espaldas hacia ella, completamente tapado por la sábana. Bueno, completamente no. Arriba se veían unos pelos… ásperos… y un cogote… verde.

Bruna se quedó sin respiración.

No podía ser.

No podía ser.

Se puso una mano en la cabeza para aliviar la jaqueca y sujetar el tumulto de ideas espantadas, y dio la vuelta a la cama con sigilo hasta acercarse al rostro del durmiente: la nariz ancha y plana, las cejas disparadas, la verdosa piel.

Se había acostado con un bicho.

Sintió ganas de vomitar.

Pero ¿de verdad se había acostado con un bicho? Es decir, ¿había…? El solo merodeo mental a esa idea impensable hizo que se le aflojaran las piernas. Tuvo que sentarse en la cama para no caer. Y ese movimiento despertó al alienígena.

El bicho abrió los ojos y la miró. Unos ojos color miel de expresión melancólica. Era un omaá. Frenética, Bruna intentó recordar los datos que sabía sobre los omaás. Que eran los Otros que más abundaban en la Tierra, porque además de la representación diplomática había miles de refugiados que llegaron huyendo de las guerras religiosas de su mundo. Que esos refugiados eran los alienígenas más pobres, justamente por su condición de apátridas, y eso hacía que fueran los más despreciados de entre todos los bichos. Que eran… ¿hermafroditas? ¿O ésos eran los balabíes? Maldición de maldiciones. Terror le daba a Bruna tener que ver a su compañero de cama de cuerpo entero.

Con cuidada lentitud e infinita calma, de la misma manera que un humano se movería ante un animalillo del campo para no asustarlo, el bicho se sentó en el lecho, desnudo de cintura para arriba y el resto tapado por la sábana. Ah, sí, y además éstos eran los traslúcidos, pensó Bruna con desmayada grima. Lo más inquietante de los extraterrestres era su aspecto al mismo tiempo tan humano y tan alienígena. La imposible semejanza de su biología. El omaá era grande y musculoso, una versión robusta del cuerpo de un varón, con sus brazos y sus manos y sus uñas al final de los… Bruna se detuvo a contar… de los seis dedos. Pero la cabeza, con el pelo hirsuto y las cejas tiesas, con esa nariz ancha que parecía un hocico y los ojos tristones, recordaba demasiado a la de un perro. Y luego estaba lo peor que era la piel, medio azulada, verdosa en las arrugas y, sobre todo, semitransparente, de manera que, dependiendo de los movimientos y de la luz, dejaba entrever retazos de los órganos internos, rosados atisbos de palpitantes vísceras. Por todos los demonios, ¿qué tacto tendría esa maldita cosa? No guardaba ninguna memoria de haber tocado esa piel, y, a decir verdad, tampoco quería recordarlo. ¿Y ahora qué iban a hacer? ¿Preguntarse los nombres?

El bicho sonrió tímidamente.

– Hola. Me llamo Maio.

Su voz tenía un ronco fragor de mar batiendo contra las rocas, pero se le entendía bien y su acento era más que aceptable.

– Yo… soy Bruna.

– Encantado.

Un silencio erizado de preguntas no hechas se instaló entre ellos. ¿Y ahora qué?, se dijo la rep.

– ¿Te acuerdas… te acuerdas de cuando llegamos a casa anoche? -preguntó al fin.

– Sí.

– O sea que tú… Ejem, quiero decir, ¿tú te acuerdas de todo?

– Sí.

Por todos los demonios, pensó Bruna, prefiero no seguir indagando.

– Bueno, Maio, tengo que irme, lo siento. Es decir, tenemos que irnos. Ya mismo.

– Bueno -dijo el bicho con una amabilidad rayana en la dulzura.

Pero no se movía.

– Venga, que nos vamos.

– Sí, pero tengo que levantarme y vestirme. Y estoy desnudo.

Ah, sí. ¡Por supuesto! ¿Eran así de pudorosos los omaás? Aunque desde luego ella tampoco se encontraba preparada para verlo.

– Yo también me voy a vestir. Al cuarto de baño. Y mientras tanto, tú…

Bruna dejó la frase en el aire, agarró la misma ropa de la noche anterior para no entretenerse en buscar más y se encerró en el baño. Aturdida, con la cabeza todavía partida en dos por el dolor, se dio una breve ducha de vapor y luego volvió a ponerse la falda metalizada y la camiseta. Gruñó con desagrado al advertir que no tenía ropa interior a mano y al recordar lo que había hecho con el tanga la noche antes. Ahora carecer de esa prenda le molestaba muchísimo. Se mojó la cara con un pequeño chorro de su carísima agua para intentar despejarse y luego abrió la puerta sigilosamente. Frente a ella, de pie junto a la cama, modoso como un perro ansioso de complacer, aguardaba el alienígena. Debía de medir más de dos metros. Llevaba puesta una especie de falda tubular que le llegaba desde la cintura hasta la mitad de la pantorrilla. Entonces Bruna recordó que ésa era la forma de vestirse de los omaás, con esas faldas de un tejido semejante a la lana esponjosa y con colores terrosos y cálidos, ocre, vino, mostaza. Un atavío elegante, aunque la falda que usaba Maio estaba bastante raída. Pero lo peor era que, por arriba, llevaba una camiseta terrícola espantosa, de esas que se regalaban como propaganda, con un chillón dibujo en el pecho que mostraba una cerveza espumeante. Era como dos tallas más pequeña de lo necesario y le quedaba a reventar sobre el robusto tórax.

– Es para cubrirme. La camiseta. He notado que a los terrícolas no os gusta ver las transparencias de la piel en el cuerpo -dijo el alien con su voz oceánica.

Sí, claro, pensó Bruna, los omaás iban normalmente con el pecho desnudo, cruzado tan sólo por algunos correajes cuya utilidad la rep ignoraba. Tal vez se tratara de un simple adorno. En cualquier caso, con la camiseta estaba espantoso. Era como un mendigo sideral.

– Bueno. Bien. Vale. Entonces nos vamos -farfulló la detective.

Salieron del apartamento y en el camino de bajada se cruzaron con un par de vecinos. Bruna pudo ver la estupefacción de sus ojos, el miedo, la repugnancia, la curiosidad. Lo que me faltaba, pensó: además de ser rep, ahora voy con un bicho, y por añadidura un bicho con un roñoso aspecto de vagabundo. Al llegar a la calle se quedaron parados el uno frente al otro. ¿Tendría que haberle ofrecido pasar al cuarto de baño?, pensó Bruna sintiendo un arañazo de culpabilidad. ¿Y no debería haberle dado algo de desayuno? Si era un refugiado, como seguro que era, tal vez tuviera hambre. ¿Y qué comían estas criaturas? El problema era ese aire tristemente perruno del alien, esos ojos tan humanos como sólo se encuentran en los chuchos, ese maldito aspecto de animalillo abandonado, pese a la envergadura de su corpachón. Por todos los demonios, pensó Bruna, ella se había acostado con alguna gente impresentable en sus noches más locas, pero amanecer con un bicho era ya demasiado.

– Bueno. Pues adiós -dijo la rep.