Y echó a caminar sin esperar respuesta, subiéndose a la primera cinta rodante que encontró. Unos metros más allá, poco antes de que la cinta hiciera una amplia curva para doblar la esquina, no pudo resistir la tentación y miró hacia atrás. El alien seguía de pie junto al portal, contemplándola con gesto desamparado. Anda y que te zurzan, pensó Bruna. Y se dejó llevar por la cinta hasta perder al bicho de vista. Se acabó. Nunca más.
¿Y ahora adónde voy?, se preguntó. Y en ese justo momento entró una llamada en su móvil. Era el inspector Paul Lizard. Curiosamente, se dijo Bruna, todavía se acordaba del nombre del Caimán.
– Tenemos una cita dentro de veinte minutos, Husky.
– Ajá. No se me ha olvidado -mintió-. Estoy yendo para allá.
– Y entonces, ¿por qué vas en una cinta en dirección contraria?
La rep se irritó.
– Está prohibido localizar a nadie por satélite si no cuentas con su permiso para hacerlo.
– En efecto, Husky, tienes toda la razón, salvo si eres inspector de la Judicial, como yo. Yo puedo localizar a quien me dé la gana. Por cierto, vas a llegar tarde. Y si sigues avanzando en dirección contraria, tardarás aún más.
Bruna cortó el móvil con un manotazo. Tendría que ir a ver a Lizard aunque no le hiciera ninguna gracia: su licencia de detective siempre dependía de lo bien que se llevara con la policía. Saltó a la acera por encima de la barandilla de la cinta rodante y se puso a buscar un taxi. Era sábado, hacía un día precioso y la avenida de Reina Victoria, con su arbolado parquecillo central, estaba llena de niños. Eran niños ricos que paseaban a sus robots de peluche con formas animales: tigres, lobos, pequeños dinosaurios. Una nena incluso revoloteaba a dos palmos del suelo con un reactor de juguete atado a la espalda, pese al precio prohibitivo con que se penaba ese derroche de combustible y el consiguiente exceso de contaminación. Con lo que costaba una hora de vuelo de esa cría, un humano adulto podría pagarse dos años de aire limpio. Bruna estaba acostumbrada a sobrellevar las injusticias de la vida, sobre todo cuando no las sufría en carne propia, pero ese día se sentía especialmente irascible y la visión de la niña aumentó su malhumor. Se recostó en el taxi y cerró los ojos, intentando relajarse. Le seguía doliendo la cabeza y no había desayunado. Cuando llegó a la sede de la Policía Judicial, media hora más tarde, empezaba a sentirse verdaderamente hambrienta.
– Hola, Husky. Veinte minutos de retraso.
Paul Lizard llevaba una sudadera rosa. ¡Una sudadera rosa! Debía de ser su idea de la ropa informal del fin de semana.
– Tengo hambre -dijo la rep como saludo.
– ¿Sí? Pues yo también. Espera.
Conectó con la cantina del edificio y pidió pizzas, salchichas con sabor a pollo, huevos fritos, panecillos calientes, fruta, queso con pipas tostadas y mucho café.
– Nos lo traerán a la sala de pruebas. Ven conmigo.
Entraron en la sala, que estaba vacía, y se sentaron en torno a la gran mesa holográfica. Paul ordenó a las luces que se atenuaran. Al otro lado del tablero, iluminado tan sólo por un lechoso resplandor que provenía de la mesa, el rostro del hombre parecía de piedra.
– Escucha, Husky… vamos a jugar a un juego. El juego de la colaboración y el intercambio. Tú me cuentas algo y yo te cuento algo. Por turnos. Y sin engañar.
Eso no te lo crees ni tú, pensó Bruna; y luego también pensó que ella tenía pocas cosas que contar. Pocas fichas que jugar.
– ¿Ah, sí, Lizard? Pues yo quiero que me expliques por qué nadie habla de las memorias adulteradas. Y qué es lo que contienen esas memorias.
El hombre sonrió. Una bonita sonrisa. Un gesto inesperadamente encantador que, por un instante, pareció convertirle en otra persona. Más joven. Menos peligrosa.
– Te toca empezar a ti, naturalmente. Dime, ¿cómo crees que ha muerto tu clienta?
Bruna frunció el ceño.
– Obviamente la asesinaron. Es decir, le implantaron la memoria adulterada contra su voluntad.
– ¿Cómo estás tan segura de que no lo hizo de modo voluntario?
– No me parecía una mujer que se drogara. Y además conocía lo de las memas letales, no se habría arriesgado. Sobre todo después de haber sido amenazada.
– Ah, sí. Lo de la famosa bola que apareció en su despacho. ¿Y qué había en esa bola?
– ¿No lo sabes? -se sorprendió Bruna-. ¿No te la han proporcionado en el MRR?
– Habib dice que no la tiene. Que la tienes tú.
– Se la devolví ayer con un mensajero.
– Pues acabo de hablar con él y no le ha llegado. El robot ha debido de desaparecer misteriosamente por el camino. Pero tú analizaste el mensaje…
Bruna reflexionó un instante. ¿La bola se había perdido? Todo era bastante extraño.
– Eh, un momento, Lizard. Para un poco. Ahora te toca a ti darme información.
Paul asintió.
– Muy bien. Mira a estas personas…
Sobre el tablero empezaron a formarse las imágenes holográficas de tres individuos. Para ser exactos, de tres cadáveres. Un hombre con un agujero en la frente perfectamente redondo y limpio, seguramente un disparo de láser. Otro varón con el cuello cortado y lleno de sangre. Y una mujer con media cara volada, tal vez por una bala explosiva convencional o por un disparo de plasma. Bruna dio un pequeño respingo: el medio rostro que le quedaba a la víctima le era vagamente familiar. Sí, esa oreja fuera de lugar era inconfundible.
– ¿Los conoces? -preguntó el policía.
– Sólo a la última. Creo que es una traficante de drogas de los Nuevos Ministerios. Le compré una mema hace tres días.
– ¿Y qué hiciste con ella? ¿La has usado?
– ¿Quiénes son los otros?
– Todos traficantes ilegales. Camellos conocidos. Alguien se ha puesto a asesinarlos. ¿Será para vengarse por las memorias letales?
– ¿O para quitarse la competencia de en medio y poder vender la mercancía adulterada? Mandé la mema a analizar. Era normal. Pirata, pero inocua.
Paul volvió a asentir. En ese momento llegó el robot de la cantina con el almuerzo. Probablemente la calidad de los platos no fuera muy buena, pero estaban calientes y resultaban lo suficientemente apetitosos. Pusieron las bandejas sobre la mesa y durante unos minutos se dedicaron a comer con silenciosa fruición, mientras las imágenes de los tres cadáveres seguían dando vueltas en el aire. Parecía muchísima comida, pero a los pocos minutos Bruna constató con cierto asombro que entre los dos habían conseguido acabar con todo. La rep se sirvió otro café y miró a Lizard con la benevolencia que produce el estómago lleno. Comer junto a alguien cuando se tiene hambre predispone a la complicidad y la convivencia.
– Bueno. Creo que me ibas a hablar del contenido de la bola holográfica que recibió Chi… -dijo el hombre apartando los platos.
Bruna suspiró. Se encontraba mucho mejor de la resaca.
– No, no. Te toca a ti. Yo te he contado lo de la mema ilegal.
Lizard sonrió y volvió a manipular la mesa. Aparecieron dos nuevos muertos flotando espectralmente delante de ellos. Dos reps. Desconocidos.
– No sé quiénes son -dijo Bruna.
– Pues verás, son dos cadáveres curiosos. Trabajaban para el MRR. Bueno, trabajaban para una empresa externa de mantenimiento cuyo único cliente era el MRR. ¿Te suena esto de algo?
La detective mantuvo una expresión impasible.
– ¿Cómo han muerto? -preguntó para ganar tiempo.
– Dos tiros en la nuca. Ejecutados.
¿Debía contarle o no? Pero no quería revelar detalles que Habib le había dado sin contar con el permiso del androide. Al fin y al cabo él era su cliente. Decidió darle a Lizard otra pieza de información en lugar de eso.
– Pues ni idea, de esto no sé nada. En cuanto a la bola holográfica, se veía a Chi en un discurso de…