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Pese a los avances tecnológicos, sólo se ha conseguido que viva una década: más o menos en torno a los treinta y cinco la división celular de sus tejidos se acelera de forma dramática y sufre una especie de proceso cancerígeno masivo (conocido como TTT, Tumor Total Tecno) para el que todavía no se ha encontrado cura y que provoca su fallecimiento en pocas semanas.

También resultan conflictivas las regulaciones especiales tecnohumanas, sobre todo las referentes a la memoria y al periodo de trabajo civil. Un comité paritario de humanos y de tecnos decide cuántos androides van a ser creados cada año y con qué especificaciones: cálculo, combate, exploración, minería, administración y construcción. Puesto que la gestación de estos individuos resulta económicamente muy costosa, se ha acordado que todo tecnohumano servirá a la empresa que le fabricó durante un periodo máximo de dos años y en un empleo conforme a la especialidad para la que fue construido. A partir de entonces será licenciado con una moderada cantidad de dinero (la paga de asentamiento) para ayudarle a empezar su propia vida. Por último, a todo androide se le implanta un juego completo de memoria con suficiente apoyo documental real (fotos, holografías y grabaciones de su pasado imaginario, viejos juguetes de su supuesta infancia, etcétera), ya que diversas investigaciones científicas han demostrado que la convivencia e integración social entre humanos y tecnohumanos es mucho mejor si estos últimos tienen un pasado, así como que los androides son más estables provistos de recuerdos. La Ley de Memoria Artificial de 2101, actualmente en vigor, regula de manera exhaustiva este delicado asunto. Las memorias son únicas y diferentes, pero todas poseen una versión más o menos semejante de la famosa Escena de la Revelación, popularmente conocida como el baile de los fantasmas; se trata de un recuerdo implantado, supuestamente sucedido en torno a los catorce años del sujeto, durante el cual los padres del androide le comunican que es un tecnohumano y que ellos mismos carecen de realidad y son puras sombras, imágenes vacías, un chisporroteo de neuronas. Una vez instalada la memoria en el androide, ésta no puede ser modificada de ningún modo. La Ley prohíbe y persigue cualquier manipulación posterior así como el tráfico ilegal de memorias, lo que no impide que dicho tráfico exista y sea un pingüe negocio subterráneo. La normativa vigente de la vida tecno ha sido contestada desde diversos sectores y tanto el MRR como distintos grupos supremacistas tienen presentados en estos momentos varios recursos contra la Ley. En la última década se han creado numerosas cátedras universitarias de estudios tecnohumanos (como la de la Complutense de Madrid) que intentan responder a los múltiples interrogantes éticos y sociales que plantea esta nueva especie.

Hubo un tiempo en el que las relaciones sexuales entre humanos y reps estuvieron prohibidas. Ahora simplemente estaban mal vistas, salvo que se tratara del antiguo y venerable negocio de la prostitución, por supuesto. Pablo Nopal sonrió con acidez y contempló la espalda desnuda de la chica guerrera. Una línea de elástica carne, una curva perfecta en la breve cadera. Sentándose en la cama, como ahora había hecho, Nopal también podía ver uno de sus pechos diminutos. Que subía y bajaba suavemente al compás de la tranquila respiración. Con todo lo dormida que parecía, y que seguramente estaba, bastaría con que le rozara la cintura con un dedo para que la mujer diera un brinco descomunal e incluso, quién sabe, hasta le propinara un buen golpe. Nopal se había acostado con las suficientes reps de combate como para conocer bien sus costumbres y sus inquietantes reflejos defensivos. Mejor no besarles el cuello en mitad de la noche.

De hecho, lo mejor que podía hacerse en mitad de la noche tras haber copulado con una chica así era marcharse.

El hombre se deslizó fuera de la cama, recogió sus ropas diseminadas por el suelo y empezó a vestirse.

Malhumorado.

Le deprimía esa hora de la madrugada, sucia, desteñida, con la noche muriendo y el nuevo día aún sin despuntar. Esa hora tan desnuda que no había manera de poder disfrazar el sinsentido del mundo.

Pablo Nopal era rico y era desdichado. La desdicha formaba parte de su estructura básica, como los cartílagos son parte de los huesos. La desdicha era el cartílago de su mente. Era algo de lo que no se podía desprender.

Como decía un antiguo escritor al que Pablo admiraba, la felicidad siempre era parecida, pero la infelicidad era distinta en cada persona. La desdicha de Nopal se manifestaba en una clara incapacidad para vivir. Aborrecía la vida. Por eso, entre otras cosas, le gustaban los androides: todos estaban tan ansiosos, tan desesperados por seguir viviendo. En cierto sentido le daban envidia.

Lo que había sostenido a Nopal en los últimos años, lo único que de verdad le entibiaba el corazón, era su búsqueda. Ahora pulsó su ordenador móvil, cargó en la pantalla la lista de androides y tachó a la chica guerrera de espeso pelo rizado con la que acababa de hacer el amor. Evidentemente, ella no era la tecnohumana que estaba buscando. Miró su perfil chato casi con afecto. Le había costado ganarse su confianza, pero ahora esperaba no tener que verla nunca más. Como era habitual en él, volvía a triunfar la misantropía.

La ventaja de tratar con muertos reps, pensó Bruna cuando entraba en el Instituto Anatómico Forense, era que no había que aguantar deudos llorosos: padres destrozados por el dolor, hijos anonadados por la brusca orfandad, cónyuges, hermanos y demás patulea familiar gimoteante. Los androides eran seres solitarios, islas habitadas por un solo náufrago en medio de un abigarrado mar de gentes. O al menos casi todos los reps eran así, aunque había algunos que se empeñaban en creerse plenamente humanos y establecían relaciones sentimentales estables a pesar del merodeo de la muerte, e incluso conseguían adoptar algún niño, siempre criaturas enfermas o con algún problema, porque la temprana fecha de caducidad de los replicantes les impedía reunir los puntos necesarios para acceder a una adopción normal. En cuanto a su propia historia, pensó Bruna, en realidad había sido un error. Ni Merlín ni ella habían querido emparejarse, pero al final quedaron sentimentalmente atrapados. Hasta que llegó la inevitable desolación. Cuatro años, tres meses y veintisiete días.

Eran las tres de la madrugada y el lugar estaba desierto y espectral, sumido en una penumbra azulada. Había venido a esa hora tan tardía con la intención de coincidir con Gándara, el veterano forense, que trabajaba en el turno de noche y era un viejo conocido que le debía un par de favores. Pero cuando entró en el despacho anexo a la sala de disección número 1 se encontró con un hombre joven que contemplaba sin pestañear un holograma pornográfico. Al advertir su llegada, el tipo apagó la escena de un manotazo y se volvió hacia ella.

– ¿Qué… haces aquí?

Bruna pudo notar el titubeo, el respingo, el súbito recelo en la mirada. Estaba acostumbrada a que su presencia causara impresión, no sólo por el hecho de ser una tecno alta y atlética, sino, sobre todo, por el cráneo rapado y por el tatuaje, una fina línea negra que recorría verticalmente el cuerpo entero, bajando por su frente y por la mitad de la ceja y los párpados y la mejilla del lado izquierdo, y después por el cuello, el pecho, el estómago y el vientre, la pierna izquierda, un dedo del pie, la planta, el talón y de nuevo, ascendiendo ya a lo largo de la misma pierna pero por detrás, la nalga, la cintura, la espalda y el cogote, para terminar cruzando la monda redondez del cráneo hasta fundirse con la línea descendente y completar el círculo. Como es natural, cuando estaba vestida no se podía ver que el trazo se cerraba sobre sí mismo, pero Bruna había comprobado que la línea que parecía cortarle un tercio de la cabeza y que desaparecía ropa abajo producía un innegable impacto en los humanos. Además delataba su condición de rep combatiente: en la milicia casi todos se hacían elaborados tatuajes.