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Pero Caín no tenía ni un solo objeto personal en su piso. A qué terrible grado de desesperación y de desolación debía de haber llegado. La imaginó recorriendo la noche con ansiedad de adicta, husmeando en los más oscuros rincones de la ciudad en busca de un alivio, de una memoria en la que poder creer, de unos recuerdos que la permitieran descansar durante cierto tiempo. Bruna pensaba que podía entenderla, porque ella misma se había sentido así bastantes veces, ella también se había ido en ocasiones de su casa como si escapara, había salido para abrasar la noche en busca de algo imposible de encontrar. Y en más de una madrugada había estado tentada de meterse por la nariz un tiro de memoria, un chute de vida artificial. No lo había hecho y se alegraba de ello. Cata Caín se había reventado el cerebro con una dosis de recuerdos ficticios. Tal vez hubiera llegado a la ciudad una partida de implantes adulterados; ya había pasado otras veces, aunque nunca de manera tan letal. Si era así, habría más muertes de reps en los próximos días. Pero ése no era su problema. Ella lo único que quería era saber qué había sucedido con su vecina, y eso ya estaba resuelto.

Se volvió a mirar al joven forense. Se le veía sudoroso y muy sofocado, probablemente a causa del conflicto emocional de tener que obedecer a alguien por miedo, cosa que solía provocar, sobre todo en machos jóvenes, un cortocircuito de ira reprimida y humillación, un revoltijo hormonal de testosterona y adrenalina. Ahora se odiaba a sí mismo por haber sido cobarde, y eso haría que no la denunciara. Además, ¿qué podría denunciar? Ella no le había hecho nada. Bruna empujó los dos billetes de cien sobre la mesa y sonrió.

– Muchas gracias, muy amable. Esto es todo lo que quería saber. Dale recuerdos a Gándara de mi parte.

En el enrojecido rostro del médico, los implantes estéticos de silicona resaltaban en un tono blanquecino. Bruna casi sintió un pellizco de compasión hacia él, un conato de debilidad superado enseguida. Nunca le hubiera roto la nariz, naturalmente, nunca le hubiera tocado ni un pelo de la cabeza, pero eso el pobre tipo no lo sabía. Era una de las pocas ventajas que tenía el hecho de ser distinta: era despreciada por ello, pero también temida.

Tres días más tarde murió otro replicante en parecidas circunstancias, con el agravante de que en esa ocasión asesinó antes a dos tecnos. El asalto tuvo lugar en un tranvía aéreo, de manera que el incidente fue grabado por las cámaras de seguridad de la compañía de transportes. Bruna vio el vídeo en las noticias: era un androide de exploración, de cuerpo pequeño y huesudo, pero dominó con facilidad a dos personas más corpulentas que él. El agresor estaba sentado en la parte de atrás del tram; de pronto se levantaba, se dirigía con paso rápido hacia las primeras filas y, agarrando del pelo a un rep, echaba su cabeza hacia atrás mientras con la otra mano lo degollaba limpiamente. Como el arma utilizada tenía una hoja tan fina y estrecha que casi resultaba invisible, el efecto era desconcertante, más incomprensible que violento: de repente saltaba un chorro de sangre y uno no acababa de entender por qué. El cuerpo de la víctima aún seguía erguido en el asiento y los vecinos todavía no habían terminado de abrir las bocas para gritar, cuando el asesino sujetaba de la misma manera a una mujer que estaba al otro lado del pasillo y también le rebanaba el gaznate. A continuación, el pequeño tecno se clavaba el cuchillo o punzón en un ojo y se desplomaba. Toda la escena duraba menos de un minuto; era una matanza asombrosamente rápida, una carnicería espectacular, con tantísima sangre en tan poco tiempo. Bruna pensó: es muy difícil cortar una garganta con esa velocidad y esa destreza, la carne es inesperadamente dura, los músculos se tensan, el cuerpo se retrae defensivamente, la tráquea es un obstáculo tenaz. Y, sin embargo, los cuellos estaban casi seccionados, las cabezas quedaban grotescamente caídas hacia atrás mostrando la risa obscena del gran tajo, eso no era fácil ni con un bisturí de cirujano, tal vez con un cuchillo láser, pero parecía una hoja normal. Y también pensó: a mí no me podría haber agarrado de los cabellos. Por eso muchos replicantes de combate se rapaban. Para no dar ventajas al enemigo. La diferencia era que, al contrario que otros, ella había continuado afeitándose el cráneo después de licenciarse de la milicia. A fin de cuentas, seguía teniendo un trabajo de riesgo.

Un trabajo, además, en números rojos. Hacía casi dos semanas que Bruna había terminado su anterior encargo y no tenía demasiados ahorros de los que tirar. Los EUT arrastraban una perpetua crisis económica desde la Unificación, pero últimamente parecía que había una crisis dentro de la crisis y todos los negocios estaban muy parados. Le urgía encontrar algún cliente, de modo que decidió salir y hacer lo que ella llamaba «una ronda informativa»: dar un par de vueltas e intentar hablar con sus contactos habituales, a ver qué se cocía por ahí y si había alguien a quien poder ofrecer sus servicios. Miró el reloj: las 23:10. Podía acercarse al garito de Oli Oliar y de paso comer algo. Pese al frenesí de sangre y degüello que acababa de ver, estaba hambrienta. O quizá estaba hambrienta justamente por eso. Nada abría tanto el apetito como el espectáculo de la muerte de los otros. Cuatro años, tres meses y veinticuatro días.

Era el mes de enero, el más fresco del corto y suave invierno, y hacía una noche perfecta para caminar. Utilizando en algunos tramos las cintas rodantes, Bruna tardó veinte minutos en llegar al bar de Oli. Era un local pequeño y rectangular, ocupado casi en su totalidad por una gran barra que, a su vez, estaba casi totalmente ocupada por el enorme corpachón de Oli. Por sus carnes opulentas y su igualmente desmesurada hospitalidad. Oli nunca le hacía ascos a nadie, así fuera un tecno o un bicho o un mutante. Por eso su parroquia era instructivamente variada.

– Hola, Husky, ¿qué te trae por aquí?

– El hambre, Oli. Ponme una cerveza y uno de esos bocadillos de algas y piñones que te salen tan buenos.

La mujer sonrió ante el cumplido con placidez de ballena y se puso a preparar la comanda. Sus movimientos siempre eran asombrosamente lentos, pero de alguna manera inexplicable se las arreglaba para atender ella sola de forma eficiente todo el local. Desde luego era un sitio pequeño, diez taburetes a lo largo del mostrador y otros ocho pegados a la pared de enfrente, junto a una pequeña repisa de apoyo que recorría el muro; pero el lugar tenía su éxito, y en los momentos álgidos llegaban a apretujarse allí hasta una treintena de parroquianos. Ahora, sin embargo, estaba medio vacío. Bruna miró alrededor; sólo había una persona a la que ya había visto por allí otras veces. Estaba sentada al otro extremo de la barra y era una mujer-anuncio de Texaco-Repsol. Llevaba un horrible uniforme con los colores corporativos coronado por un ridículo gorrito, y las Pantallas del pecho y la espalda reproducían en un bucle infinito los malditos mensajes publicitarios de la empresa. Normalmente no dejaban entrar a los seres anuncio en los bares porque resultaban muy molestos, pero Oliar tenía un corazón tan grande como sus pechos colosales y permitía que se pusieran al fondo, siempre que bajaran el volumen de la publicidad lo más posible. Lo cual tampoco solía ser mucho, por desgracia, porque las pantallas no podían ser silenciadas ni desconectadas. Hacía falta ser un pobre desgraciado y haber tenido muy mala suerte en la vida para acabar cayendo en un empleo así; los seres anuncio sólo se podían quitar la ropa durante nueve horas al día; el resto de la jornada tenían que estar en lugares públicos, lo que significaba que, como no eran admitidos en ningún local, se pasaban los días vagando por las calles como almas en pena, con los lemas publicitarios atronando de manera constante en sus orejas. Por esa tortura apenas les daban unos cientos de gaias, aunque en este caso, con la Texaco-Repsol, la mujer seguramente tendría también el aire gratis. Lo cual era importante, porque cada día había más gente que no podía seguir pagando el coste de un aire respirable y que tenía que mudarse a alguna de las zonas contaminadas del planeta. En realidad, muchos matarían por conseguir esta porquería de trabajo. Bruna recordó su magra cuenta bancaria y se volvió hacia la dueña del bar.