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– ¿Qué hay de nuevo por aquí?

– Nada. Aparte de las muertes de los reps.

Otra cosa que le gustaba a Bruna de la gorda Oli era que no se andaba con remilgados eufemismos. Siempre llamaba reps a los reps, y era mucho más amigable y respetuosa que los que no paraban de hablar de tecnohumanos.

– ¿Y qué se cuenta de eso, Oli? Del tipo del tranvía, digo. ¿Por qué crees que hizo lo que hizo?

– Dicen que se había metido algo. Una droga. Dalamina, quizá. O una memoria artificial.

– La semana pasada hubo un caso parecido, ¿te acuerdas? La tecno que se sacó el ojo. Y sé que llevaba un implante de memoria.

La mujer puso el bocadillo delante de Bruna; luego se inclinó hacia delante, desparramando sus ubérrimos senos sobre el mostrador, y bajó la voz.

– La gente tiene miedo. He oído que puede haber muchos muertos.

– ¿Qué pasa, ha entrado una partida de memas adulteradas?

– No sé. Pero dicen que esto no ha hecho más que empezar.

Bruna sintió un escalofrío. Era un tema desagradable, un asunto que le inquietaba especialmente. Y no sólo porque todavía no había logrado quitarse de la cabeza el turbador incidente con su vecina, sino también porque siempre le había repugnado todo lo que tuviera que ver con la memoria. Hablar de la memoria con un rep era como mentar algo oscuro y sucio, algo indecible que, cuando salía a la luz, resultaba casi pornográfico.

– ¿Sabes quién está pasando el material defectuoso? -preguntó, intrigada a su pesar.

Oli se encogió de hombros.

– Ni idea, Husky… ¿Te interesa el tema? Tal vez pueda preguntar por ahí…

Bruna reflexionó un instante. Ni siquiera tenía un cliente que le pagara las facturas y no podía permitirse perder el tiempo husmeando en un asunto que no le iba a reportar ningún beneficio.

– No, en realidad no me interesa nada.

– Pues cómete el bocadillo. Se te está enfriando.

Era verdad. Estaba bueno, con las algas bien fritas, nada aceitosas y crujientes. A Merlín le encantaban los bocadillos de algas con piñones. El rostro del rep, un rostro deformado por la enfermedad, flotó por un instante en su memoria y Bruna sintió que el estómago se le retorcía. Respiró hondo, intentando deshacer el nudo de sus tripas y empujar de nuevo el recuerdo de Merlín a los abismos. Si por lo menos pudiera rememorarlo sano y feliz, y no siempre atrapado por el dolor. Dio un mordisco furioso al emparedado y regresó a sus problemas de trabajo. Decidió poner las cartas boca arriba.

– Oli, estoy en paro -farfulló con la boca llena-. ¿Has oído de algo que pudiera venirme bien?

– ¿Como qué?

– Pues ya sabes… alguien que quiera encontrar algo… o a alguien. O al revés, alguien que no quiera que lo encuentren… O alguien que quiera saber algo… o que quiera que investigue a alguien. O alguien que quiera reunir pruebas contra alguien… o que quiera saber si hay pruebas en su contra…

Oli había interrumpido sus lentas y majestuosas tareas tras la barra y estaba mirando fijamente a Bruna con su oscuro rostro imperturbable.

– Si eso es tu trabajo, es un maldito lío.

Bruna sonrió de medio lado. No sonreía muy a menudo, pero la gorda Oli le hacía gracia.

– Lío o no, si me consigues un cliente te daré una comisión.

– Vaya, Bruna, justamente yo traigo un encargo para ti. Y no tienes que pagarme nada.

La androide se volvió y encaró al recién llegado. Era Yiannis. Como casi siempre le sucedía con él, experimentó una sensación contradictoria. Yiannis era el único amigo que Bruna tenía, y ese peso emocional a veces le resultaba un poco asfixiante.

– Hola, Yiannis, ¿qué tal?

– Viejo y cansado.

Lo decía de verdad y lo parecía. Viejo como antes, viejo como siempre, viejo como los autorretratos del Rembrandt viejo que Yiannis le había enseñado a admirar en las maravillosas holografías del Museo de Arte. Había poca gente que, como Yiannis, prescindiera por completo de los innumerables tratamientos que el mercado ofrecía contra la vejez, desde la cirugía plástica o biónica a los rayos gamma o la terapia celular. Algunos se negaban a tratarse por puro inmovilismo, porque eran unos retrógrados recalcitrantes, nostálgicos de un luminoso pasado que jamás existió, pero la mayoría de los que no usaban estas terapias lo hacían porque no podían costeárselo. Dado que, por lo general, la gente prefería ponerse un tratamiento antes que pagar un aire limpio, tener arrugas se había convertido en un claro indicio de pobreza extrema. El caso de Yiannis, sin embargo, era un poco diferente. No era pobre y tampoco era un reaccionario, aunque estuviera algo chapado a la antigua y fuera un anacrónico caballero del siglo XXI. Si no usaba la terapia rejuvenecedora era sobre todo por una cuestión de estética; no le gustaban los estragos de la vejez, pero le parecían aún más feos los arreglos artificiales, y Bruna le entendía muy bien. Lo que hubiera dado ella por poder envejecer.

– ¿Dices que tienes algo para mí?

– Puede ser. Pero no sé si te lo has ganado.

Bruna frunció el ceño y le miró, extrañada.

– No sé de qué hablas.

– ¿No tienes algo que contarme?

La rep sintió que se ponían en marcha en su interior las pequeñas ruedecillas del malhumor, el mecanismo dentado de su irritación. Yiannis siempre le hacía lo mismo, la interrogaba y aguijoneaba, quería saberlo todo sobre ella. Se parecía a su padre. A ese padre inexistente que un asesino inexistente mató cuando ella tenía nueve años. Nueve años también inexistentes. Miró a su amigo: poseía un rostro blando de rasgos imprecisos. De joven había sido bastante guapo, Bruna había visto imágenes de él, pero un guapo sin estridencias, de ojos pequeños y nariz pequeña y boca pequeña. El tiempo había caído sobre él como si alguien hubiera derretido su cara, y el pelo blanco, la piel pálida y los ojos grises se fundían en una monocromía descolorida. El pobre viejo, pensó Bruna, advirtiendo que su enfado se desvanecía. Pero de todas maneras no iba a contarle nada, desde luego.

– Nada especial, que yo recuerde.

– Vaya. ¿Ya te has olvidado de Cata Caín?

Bruna se quedó helada.

– ¿Cómo lo sabes? No se lo he dicho a nadie.

Y, mientras hablaba, pensó: pero di mis datos en Samaritanos, y hablé con la policía y con el conserje del edificio, y me tuve que identificar para entrar en el Instituto Anatómico Forense, y vivimos en una maldita sociedad de cotillas con la información centralizada e instantánea. Empezó a sudar.

– No me digas que he salido en las noticias o en las pantallas públicas…

Yiannis torció la boca hacia abajo. Era, Bruna lo sabía, su manera de sonreír.

– No, no… Me lo ha contado alguien que ha venido buscando mi ayuda. Una persona que me ha pedido que hablara contigo. Tiene un trabajo que ofrecerte. Te paso su tarjeta.

Yiannis tocó el ordenador móvil que llevaba en la muñeca y el móvil de Bruna pitó recibiendo el mensaje. La androide miró la pequeña pantalla: Myriam Chi, la líder del MRR, la esperaba a las 10:00 horas de la mañana siguiente en su despacho.

El coraje es un hábito del alma, decía Cicerón. Yiannis se había agarrado a esa frase de su autor favorito como quien se sujeta a una rama seca cuando está a punto de precipitarse en un abismo. Llevaba años intentando desarrollar y mantener ese hábito, y de alguna manera la rutina del coraje se había ido endureciendo en su interior, formando una especie de esqueleto alternativo que había logrado mantenerlo en pie.