– Al día siguiente, o quizá al otro… no recuerdo… vi a otra mujer que hablaba por el telefonino, delante de la ventana abierta.
– ¿Hablaba en italiano, signora?
– ¿En italiano? Un momento… Sí, en italiano.
– ¿Qué decía?
– Algo así como: «Todo va bien. Nos veremos mañana en Mestre.»
– ¿Podría describir a la mujer, signora?
– ¿Quiere decir… qué aspecto tenía?
– Sí.
– Déjeme pensar. Tendría la edad de mi nuera. Unos treinta y ocho. Pelo negro, corto. Alta, como mi nuera, pero quizá no tan delgada. De todos modos, como le he dicho, sólo la vi un momento, hablando por el telefonino.
– ¿Y después?
– Después se fueron. Al día siguiente, en el apartamento no había nadie, ni vi allí a nadie durante un par de semanas. Sencillamente, desaparecieron.
– ¿Sabe si algún vecino vio algo, signora?
– Sólo el spazzino. Un día me dijo que debía de haber alguien en el piso porque cada mañana dejaban una bolsa de basura en la puerta, pero no había visto entrar ni salir a nadie.
– ¿Algún vecino le dijo algo?
– A mí directamente, no. Pero supongo que alguno debió de darse cuenta de que allí había alguien, u oír algo.
– ¿Habló de esto con alguien, signora?
– Pues no. Sólo con mi marido, pero él me dijo que no me metiera, que no era asunto mío. Si supiera que he venido, no sé lo que haría. Nunca habíamos tenido tratos con la policía, porque siempre traen problemas…, perdone, no quería decir eso en realidad, pero ya sabe lo que pasa, quiero decir que ya sabe lo que piensa la gente.
– Sí, signora, lo sé. ¿Recuerda algo más?
– Pues no, nada.
– ¿Cree que reconocería a la joven si volviera a verla?
– Quizá. Pero está una tan distinta con el embarazo… Sobre todo, al final, como estaba ella. Cuando Pietro, yo parecía una…
– ¿Cree que reconocería a alguno de los hombres, signora?
– No sé. Puede que sí. O puede que no.
– ¿Y a la otra mujer?
– No. Probablemente, no. Sólo la vi un momento, en la ventana, y ella estaba un poco de lado, como si vigilara algo que estaba en el apartamento. O sea que no, a ella no.
– ¿Se le ocurre alguna otra cosa que pueda ser importante?
– Me parece que no.
– Muchas gracias por venir, signora.
– No habría venido, si no es por mi nuera. Es que yo se lo contaba, comprende, lo extraño que me parecía todo, esos hombres, y el apartamento a oscuras. Era algo de qué hablar, comprende. Y luego, cuando la muchacha tuvo el niño y todos desaparecieron, bueno, mi nuera me dijo que debía venir a decírselo a ustedes. Decía que podía tener problemas si pasaba algo y ustedes descubrían que yo la había visto y no había venido a decírselo. Y es que ella es así, me refiero a mi nuera, siempre temiendo hacer algo malo. O que lo haga yo.
– Comprendo. Creo que ha hecho bien en hacerle caso.
– Quizá sí. Seguramente es lo que debía hacer. Quién sabe lo que pueda haber detrás de todo eso, ¿verdad?
– Muchas gracias por la molestia, signora. El inspector bajará con usted y la acompañará hasta la puerta.
– Gracias. Uh…
– ¿Sí, signora?
– Mi marido no tiene por qué enterarse de que he venido, ¿verdad?
– Por nosotros no lo sabrá, desde luego.
– Gracias. No es por nada, pero no le gusta meterse en cosas.
– Comprendo perfectamente, signora. Descuide, que no se enterará.
– Muchas gracias. Y buenos días.
– Buenos días, signora. Inspector Vianello, ¿hará el favor de acompañar a la signora hasta la salida?
CAPÍTULO 2
Gustavo Pedrolli estaba a punto de sumirse en el sueño de los justos, abrazado a la espalda de su mujer. Lo embargaba un duermevela nebuloso y placentero que él se resistía a trocar por el simple sueño. El día le había deparado una emoción distinta a cualquiera de las que había conocido hasta entonces, y aún no quería desasirse de tan grato recuerdo. Trataba de evocar cuándo se había sentido tan feliz. Quizá en el momento en que Bianca le dijo que se casaría con él, o el día de su boda, en un Miracoli lleno de flores blancas, mientras la novia subía de la góndola al muelle y él bajaba la escalera corriendo a tomarla de la mano, ansioso por cuidarla siempre.
Él había tenido otros días felices, desde luego -cuando terminó la carrera de Medicina, o cuando fue nombrado ayudante del jefe de Pediatría-, pero era una felicidad distinta de la dicha que lo había inundado antes de cenar, cuando acababa de bañar a Alfredo. Le había prendido los extremos del pañal con dedos hábiles, le había subido el pantalón del pijama y luego le había puesto la chaqueta de los patitos, jugando, como siempre, a buscar la mano dentro de la manga. Alfredo chillaba de gozo, tan sorprendido como su padre, de ver asomar sus deditos.
Gustavo tomó al niño por la cintura columpiándolo arriba y abajo mientras Alfredo agitaba los brazos al mismo ritmo.
– ¿Dónde está el niño guapo? ¿Quién es el tesoro de papá? -preguntó Gustavo. Y, como siempre, Alfredo levantó un puñito precioso, extendió un dedo y se aplastó la nariz, mientras miraba fijamente a su padre con sus ojos oscuros y luego se señalaba a sí mismo abriendo y cerrando los brazos y gorjeando de júbilo.
– Muy bien. Alfredo es el tesoro de papá, el tesoro de papá, el tesoro de papá. -Más balanceo y vuelta a bracear. Gustavo no lanzó al niño al aire: Bianca decía que el pequeño se excitaba mucho si jugaban a eso a la hora de acostarse, por lo que sólo lo subía y lo bajaba unas cuantas veces, dándole algún que otro beso en la nariz.
Llevó al niño a su habitación y lo acostó en la cuna, sobre la que planeaba una galaxia de figuras. La cómoda era un zoo. Abrazó al niño con delicadeza, consciente de la fragilidad de sus costillas. Alfredo gorgoteó y Gustavo hundió la cara en los suaves pliegues del cuello del niño.
Bajó las manos y, sosteniendo al niño con los brazos extendidos, volvió a preguntar con una cantilena:
– ¿Quién es el tesoro de papá? -No podía contenerse. Nuevamente, Alfredo se tocó la nariz y Gustavo sintió que el corazón le rebosaba de gozo. Los deditos se movieron en el aire hasta que uno de ellos tocó la punta de la nariz de Gustavo y el niño dijo algo que sonaba como «papá», agitó los brazos y abrió la boca en ancha sonrisa enseñando unos dientes diminutos.
Era la primera vez que Gustavo oía al niño decir esta palabra y se sintió tan conmovido que, involuntariamente, se llevó una mano al corazón. Alfredo cayó sobre el hombro del padre y, afortunadamente, Gustavo tuvo el reflejo, nacido de su experiencia en el trato con niños asustados, para decir, en tono festivo:
– ¿Quién quiere esconderse en el jersey de papá? -Apretando a Alfredo contra su pecho, se quitó una manga de la chaqueta de punto y envolvió al niño riendo a carcajadas de aquel juego nuevo, tan divertido-. No, no, no puedes esconderte ahí. No, señor. Es hora de dormir. -Levantó al niño, lo puso en la cuna boca arriba y lo arropó con la manta de algodón-. Que tengas bonitos sueños, mi príncipe -dijo, lo mismo que todas las noches desde que Alfredo había empezado a dormir en la cuna. En la puerta se paró sólo un momento, para que el niño no tomara la costumbre de tratar de retener a su padre en la habitación. Al mirar aquel bultito de la cuna, sintió lágrimas en los ojos y las enjugó rápidamente, porque le daba vergüenza que Bianca las viera.
Cuando entró en la cocina, Bianca estaba de espaldas a la puerta, escurriendo los penne. Gustavo abrió el frigorífico y sacó una botella de Moët del estante de abajo. La puso en la encimera y bajó del armario dos copas altas de la docena que la hermana de Bianca les había regalado cuando se casaron.
– ¿Champán? -preguntó ella, tan curiosa como complacida.
– Mi hijo me ha llamado «papá» -dijo él retirando el papel de estaño. Rehuyendo la mirada de escepticismo de ella, agregó-: Nuestro hijo. Pero por esta vez, porque me ha llamado «papá», voy a llamarlo mi hijo durante una hora, ¿de acuerdo?