– ¿Sí? -musitó, mientras su pensamiento saltaba hacia el fondo del pasillo y al instante se calmaba con el recuerdo de haber dado las buenas noches a sus dos hijos antes de acostarse.
– Soy Vianello -dijo la voz familiar-. Estoy en el hospital. Tenemos fregado.
Brunetti se sentó y encendió la luz. El tono de la voz de Vianello tanto como las palabras le indicaban que no tendría más remedio que reunirse con él en el hospital.
– ¿Qué clase de fregado?
– Han ingresado en Urgencias a un pediatra. Los médicos hablan de lesión cerebral.
Eso no parecía tener sentido, pero Brunetti, aún amodorrado, comprendía que Vianello se explicaría, y no dijo nada.
– Ha sido atacado en su domicilio -prosiguió el inspector y, tras una larga pausa, agregó-: Por la policía.
– ¿Por nosotros? -preguntó Brunetti, atónito.
– No; por los carabinieri. Han reventado la puerta. Iban a arrestarlo. El capitán que estaba al mando dice que atacó a uno de ellos. -Brunetti entornó los ojos mientras el inspector añadía-: Pero es lo que se dice siempre, ¿no?
– ¿Cuántos eran? -preguntó Brunetti.
– Cinco -respondió Vianello-. Tres en la casa y dos fuera, de refuerzo.
Brunetti se puso en pie.
– Estaré ahí dentro de veinte minutos. -Entonces preguntó-: ¿Sabes a qué iban?
Vianello titubeó antes de responder:
– Iban a llevarse a su hijo. Tiene dieciocho meses. Dicen que lo adoptó ilegalmente.
– Veinte minutos -repitió Brunetti colgando el teléfono.
No miró la hora hasta que ya cerraba la puerta. Las dos y cuarto. Al salir a la calle y sentir el primer fresco del otoño, se alegró de haberse puesto el abrigo. Torció a la derecha en dirección a Rialto. Pudo haber pedido la lancha, pero nunca se sabía lo que tardaría en acudir, mientras que, yendo a pie, podía estar seguro del tiempo que invertiría en el trayecto.
Caminaba pensativo, sin ver la ciudad que lo envolvía. Cinco hombres, para llevarse a un niño de dieciocho meses. Era de presumir, especialmente si el hombre estaba en el hospital con una lesión cerebral, que no habían llamado al timbre y preguntado cortésmente si podían entrar. El propio Brunetti había intervenido en muchas redadas de madrugada y sabía el pánico que causan. Si a criminales curtidos se les afloja el vientre al verse asaltados por hombres armados, cuál sería la reacción de un médico, tanto si había hecho una adopción ilegal como si no. Y los carabinieri… Demasiado había visto Brunetti cómo muchos de ellos disfrutaban dando patadas a las puertas e intimidando a la gente, como si Mussolini estuviera todavía en el poder y nadie pudiera oponerse a su terrible autoridad.
Al cruzar Rialto, Brunetti iba tan ensimismado que ni se acordó de mirar a uno y otro lado sino que bajó rápidamente hacia la calle de la Bissa. ¿Por qué hacían falta cinco hombres y cómo se habían desplazado hasta allí? Habrían necesitado una embarcación. Y ¿con qué autoridad llevaban a cabo semejante acción en esta ciudad? ¿A quién se había informado y, si se había dado parte, por qué a él no se le había comunicado?
El portiere parecía dormir detrás de la ventanilla de su despacho; por lo menos, no levantó la cabeza cuando Brunetti entró en el hospital. Indiferente a la magnificencia del vestíbulo, aunque sensible al brusco descenso de la temperatura, Brunetti avanzó primero hacia la derecha, después hacia la izquierda y nuevamente hacia la izquierda hasta llegar a las puertas automáticas de Urgencias, que se deslizaron hacia uno y otro lado al aproximarse él. Después de las segundas puertas, el comisario sacó su credencial y se acercó al empleado de bata blanca que estaba detrás del tabique de vidrio.
El hombre, grueso, de cara redonda con una expresión más jovial de lo que la hora y las circunstancias hacían prever, miró el documento, sonrió a Brunetti y dijo:
– Al fondo a la izquierda, signore. Segunda puerta de la derecha. Allí está.
Brunetti dio las gracias y siguió las indicaciones. Golpeó la puerta con los nudillos y entró. El comisario no conocía al hombre con uniforme de campaña que estaba en la litera, pero reconoció el uniforme del que se hallaba de pie junto a la ventana. Una mujer con bata blanca, sentada al lado de la litera, aplicaba una tira de esparadrapo de plástico cruzada sobre la nariz del hombre. Luego, bajo la mirada de Brunetti, cortó otra tira y la puso paralela a la primera. Los esparadrapos sujetaban un grueso vendaje sobre la nariz taponada con algodones. Brunetti observó que el hombre ya tenía círculos oscuros debajo de los ojos.
El otro hombre estaba apoyado en la pared, cruzado de brazos y de piernas, observando la escena. Llevaba las tres estrellas de capitán y botas altas y negras, más aptas para cabalgar en un caballo que en una Ducati.
– Buenos días, dottoressa -dijo Brunetti cuando la mujer levantó la cabeza-. Soy el comisario Guido Brunetti y le agradecería que me explicara qué sucede.
Brunetti esperaba que el capitán lo interrumpiera, y se sintió sorprendido y un poco decepcionado por el silencio del hombre. La doctora se volvió de nuevo hacia el herido y oprimió varias veces los extremos del esparadrapo, para fijarlos a la cara.
– Déjelo así durante dos días por lo menos. El cartílago está desviado, pero seguramente se enderezará por sí mismo. Sólo tenga cuidado. Quítese el algodón esta noche antes de acostarse. Si se afloja el vendaje o si sangra, vaya al médico o vuelva al hospital. ¿De acuerdo?
– Sí -dijo el herido, en un tono más sibilante de lo normal.
El hombre se asió a la mano que le tendía la doctora mientras ponía los pies en el suelo y se levantaba, apoyándose en la litera con la otra mano. Tardó un momento en encontrar el equilibrio. Ella se agachó para mirar las torundas de algodón que le taponaban las fosas nasales, y debió de encontrarlas en orden, porque se irguió y dio un paso atrás.
– Aunque no haya incidencias, vuelva dentro de tres días para que le eche un vistazo. -El hombre asintió con cautela y pareció ir a decir algo, pero ella lo atajó-. No debe preocuparse. Todo irá bien.
El hombre miró un momento al capitán y luego a la doctora.
– Soy de Verona, dottoressa -dijo con voz ronca.
– En tal caso, vaya a su médico dentro de tres días, o si sangra -dijo ella rápidamente-. ¿De acuerdo?
El hombre asintió y miró a su superior.
– ¿Y el servicio, capitán?
– No creo que sea de mucha utilidad con eso -dijo el capitán señalando el vendaje, y agregó-: Hablaré con su sargento. -Y a la doctora-: Si extiende un certificado, dottoressa, él podrá tener unos días de baja.
Algo, quizá el mero sentido de lo teatral o el hábito de la suspicacia, hizo que Brunetti se preguntara si el capitán se habría mostrado tan benévolo de no haber estado él allí de testigo y no haberse identificado como comisario de policía.
La doctora se sentó al escritorio y se acercó un bloc. Escribió unas líneas, arrancó la hoja y la dio al herido, que la tomó, le dio las gracias, saludó al capitán y salió de la habitación.
– Me han dicho que han traído a otro hombre, dottoressa -dijo Brunetti-. ¿Puede indicarme dónde está?
Ella era joven, muy joven para ser médico. No era muy bonita, pero tenía una cara agradable, de las que dan buen resultado, una de esas caras que ganan con los años.
– Es un colega, el ayudante del jefe de Pediatría -dijo ella, poniendo el acento en el cargo, como si fuera prueba suficiente de que los carabinieri no tenían por qué meterse con él-. No me ha gustado la lesión que presentaba -aquí miró al capitán-, por eso lo he enviado a Neurología y he mandado llamar al especialista. -Brunetti observó que el capitán seguía sus palabras con tanta atención como él-. Como no se le dilataban las pupilas y tenía dificultades para mover el pie izquierdo, he pensado que debían verlo en Neurología.
Aquí el capitán interrumpió, siempre apoyado en la pared: