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– ¿No podía esperar, dottoressa? No creo que haya necesidad de levantar de la cama a un médico porque un hombre se dé un golpe en la cabeza.

La mujer volvió su atención hacia el capitán y, por la mirada que le lanzó, Brunetti esperaba un exabrupto, pero ella dijo con voz neutra:

– Lo creí conveniente, capitán, ya que parece que el golpe se lo dio con la culata de un fusil.

«Toma ya, capitán», pensó Brunetti. Captó la mirada del oficial y le sorprendió observar que parecía incómodo.

– ¿Se lo ha dicho él, dottoressa? -preguntó.

– No. Él no ha dicho nada. Me lo dijo su hombre. Le pregunté cómo se había lesionado la nariz y me lo explicó. -La voz seguía siendo átona.

El capitán movió la cabeza afirmativamente y se separó de la pared. Se acercó a Brunetti y le tendió la mano.

– Marvilli -dijo. Los dos hombres se estrecharon la mano. Miró a la doctora-: Por si le interesa, no es mi hombre, dottoressa. Como él mismo le ha dicho, es de Verona. Los cuatro son de allí. -Como ni Brunetti ni la doctora respondieran, el capitán delató su juventud y falta de seguridad al explicar-: El oficial que debía venir con ellos ha tenido que sustituir a alguien en Milán y me han asignado a la operación porque estoy destinado aquí.

– Comprendo -dijo la doctora. Brunetti, que no tenía idea del alcance, ni de la naturaleza, de la operación, creyó oportuno guardar silencio.

Marvilli parecía no saber qué más decir y, después de una pausa, Brunetti dijo:

– Me gustaría ver al hombre, si es posible, dottoressa. Al de Neurología.

– ¿Sabe dónde es?

– ¿Al lado de Dermatología? -preguntó Brunetti.

– Sí. Si conoce el camino, supongo que no habrá inconveniente en que suba -dijo ella.

Brunetti quería darle las gracias llamándola por su nombre y miró la tarjeta de identificación que llevaba en el pecho. «Dottoressa Claudia Cardinale», leyó para sí. Con ese nombre, toda la vida. «¿Es que hay padres que no tienen sentido común?», pensó.

– Muchas gracias, dottoressa Cardinale -dijo formalmente y le tendió la mano. Ella se la estrechó y entonces lo sorprendió al estrechar también la del capitán. Luego se fue dejándolos solos en la habitación.

– Capitán -dijo Brunetti en tono neutro-, ¿puedo saber qué es lo que ocurre?

Marvilli alzó la mano en un ademán curiosamente impersonal.

– Puedo explicarle, por lo menos, una parte, comisario. -Como Brunetti no decía nada, Marvilli prosiguió-: Lo ocurrido esta noche es consecuencia de una investigación iniciada hace por lo menos dos años. El dottor Pedrolli -y Brunetti supuso que se refería al hombre que estaba en Neurología- cometió un acto ilegal hace dieciocho meses al adoptar a un niño. Él y varias personas han sido arrestados esta noche en distintas acciones.

Aunque sentía curiosidad por saber cuántas eran las personas, Brunetti no preguntó, ni Marvilli creyó necesario dar más explicaciones.

– ¿De eso se le acusa? -preguntó Brunetti-. ¿De adopción ilegal? -Y, con esa pregunta, el comisario se involucró en el conflicto de Gustavo Pedrolli con el poder y la majestad de la Justicia.

– Es probable que también se le acuse de soborno a funcionario público, falsificación de documentos oficiales, secuestro de un menor y transferencia de fondos ilegal. -El capitán observaba la cara de Brunetti y, al ver cómo se ensombrecía su expresión, agregó-: A medida que avance la instrucción habrá otras acusaciones. -Clavó la punta de una elegante bota en una gasa manchada de sangre que estaba en el suelo y miró a Brunetti-: Y no me sorprendería que se agregara a los cargos el de resistencia al arresto y agresión a un funcionario público en el cumplimiento de su deber.

Brunetti, consciente de lo poco que sabía de los hechos, optó por callar. Abrió la puerta y dio un paso atrás para dejar salir a Marvilli. Aunque el capitán tenía acento del Véneto, no era veneciano, y Brunetti dudaba de que estuviera familiarizado con el laberinto del hospital, por lo que lo condujo en silencio por los desiertos pasillos, girando a la derecha o a la izquierda casi mecánicamente.

Se pararon frente a las puertas de Neurología.

– ¿Está con él uno de sus hombres? -preguntó Brunetti.

– Sí; el que no fue atacado -dijo el capitán y, al darse cuenta de cómo sonaba la frase, rectificó-: Uno de Verona.

Brunetti empujó la puerta de la planta. Una enfermera joven, de cabello negro y largo estaba sentada detrás del mostrador. Cuando levantó la cabeza, a Brunetti le pareció cansada y malhumorada.

– ¿Sí? -dijo la joven una vez hubieron entrado-. ¿Qué desean?

Sin darle tiempo a decir que la planta estaba cerrada, Brunetti se acercó al mostrador con una sonrisa conciliadora.

– Perdone la molestia, enfermera. Soy de la policía y vengo a ver al dottor Pedrolli. Creo que mi inspector está aquí.

Al oír la alusión a Vianello, ella suavizó la expresión.

– Estaba -dijo-, pero me parece que ha bajado. Han traído al dottor Pedrolli hace cosa de una hora. El dottor Damasco lo está examinando. -Ella se volvió hacia el uniformado Marvilli-. Al parecer, ha sido golpeado por los carabinieri.

Brunetti advirtió que Marvilli se ponía tenso e iba a avanzar, y se adelantó, interponiéndose.

– ¿Podría verlo? -preguntó, y se volvió hacia Marvilli, silenciándolo con una mirada severa.

– Supongo que sí -dijo ella hablando despacio-. Venga conmigo, tenga la bondad. -La joven se levantó. Al pasar junto a la mesa, Brunetti observó que en la pantalla del ordenador había una escena de una película histórica, quizá Gladiator o Alejandro.

Él la siguió por el pasillo, oyendo a su espalda los pasos de Marvilli. La enfermera se detuvo frente a una puerta a mano derecha, llamó con los nudillos y, en respuesta a un sonido que no llegó a los oídos de Brunetti, abrió y se asomó al interior.

– Un policía, dottore -dijo.

– Ya tengo a uno aquí dentro, maldita sea -dijo un hombre que no se molestaba en disimular la cólera-. Ya basta. Dígale que espere.

La enfermera retiró la cabeza y cerró la puerta.

– Ya lo ha oído -dijo, y de su cara y su voz se había disipado todo rastro de amabilidad.

Marvilli miró el reloj.

– ¿A qué hora abre la cafetería? -preguntó.

– A las cinco. -Al ver la expresión con que el capitán recibía la noticia, ella suavizó el tono-: En la planta baja hay máquinas de café. -Y, sin una palabra más, se fue a seguir viendo su película.

Marvilli preguntó a Brunetti si quería algo, pero éste rehusó. El capitán dijo que volvía enseguida y se fue. Brunetti, arrepentido de su negativa, estuvo tentado de gritarle: Caffè doppio, con due zuccheri, per piacere, pero algo le impidió romper el silencio. Vio a Marvilli cruzar las puertas oscilantes del extremo del pasillo y se acercó a una hilera de sillas de plástico color naranja. Se sentó y se quedó esperando a que alguien saliera de la habitación.

CAPÍTULO 4

Mientras esperaba, Brunetti trató de atar cabos. Si a las tres de la mañana se había llamado al ayudante de Neurología, era señal de que al tal dottor Pedrolli se le había causado una lesión grave, por mucho que Marvilli tratara de restarle importancia. Brunetti no concebía semejante exceso de violencia, aunque quizá un capitán ajeno a la unidad de aquellos hombres no habría podido controlar la operación con tanta eficacia como alguien que conociera bien a sus subordinados. No era de extrañar que Marvilli pareciera preocupado.

¿Acaso el dottor Pedrolli, además de haber adoptado ilegalmente, estuviera involucrado en semejante tráfico de forma activa? En su calidad de pediatra, trataba a muchos niños y, a través de ellos, a los padres, quizá a padres que desearan más hijos o padres que pudieran ser persuadidos de renunciar a un hijo no deseado.

También tenía acceso a orfanatos: esos niños precisan tanta atención médica como los que viven con sus padres, o más. Brunetti sabía que Vianello se había criado con huérfanos: su madre se había hecho cargo de los hijos de una amiga, para impedir que fueran a un orfanato, por el atávico horror que estas instituciones inspiraban a la generación de sus padres. Sin duda, ahora las cosas eran distintas, con la intervención de los servicios sociales y los psicólogos infantiles. Pero Brunetti tuvo que reconocer que no sabía cuántos orfanatos existían en el país, ni dónde estaban.