– Deseo hablar con usted, dottor Franchi -dijo el recién llegado en voz baja después de estrecharle la mano. El dottor Pedrolli parecía alterado, lo que era insólito, ya que siempre le había parecido un hombre tranquilo.
– ¿Quién le ha dejado entrar? -preguntó Franchi, procurando hablar con suavidad, en tono de curiosidad más que de irritación. Sólo una emergencia podía inducir a un empleado suyo a desobedecer sus instrucciones respecto a la puerta.
– El dottor Banfi, su colega. Le he dicho que quería hablar con usted acerca de un paciente.
– ¿Qué paciente? -preguntó el farmacéutico, alarmado al pensar que uno de sus clientes pudiera estar grave. Empezó a repasar mentalmente los nombres de los niños a los que él sabía que atendía el dottor Pedrolli: quizá se trataba de un caso de larga enfermedad, y, sabiendo quién era, tal vez podría ganar unos segundos preciosos en la preparación de la medicina y prestar un buen servicio a un enfermo.
– Mi hijo -dijo Pedrolli.
Esto no tenía sentido. Él se había enterado, con el consiguiente asombro, de la visita de los carabinieri y de todo lo sucedido en casa del dottor Pedrolli. Aquel niño ya no podía ser considerado un paciente.
– Creí que… -empezó Franchi, y entonces se le ocurrió que podían haberle devuelto al niño-. ¿Es que ha…? -No supo cómo terminar la frase.
– No -dijo Pedrolli con su voz serena que sonó con fuerza en esa habitación de pequeñas dimensiones-. No -repitió el médico, con gesto sombrío-. Es definitivo.
– Lo lamento, pero no entiendo -dijo Franchi, reparando ahora en la jeringuilla que tenía en la mano, la dejó en el mostrador, procurando que el extremo de la aguja no tocara la superficie. Vio que Pedrolli observaba el movimiento y recorría con mirada de experto los frascos del mostrador. El médico, como buen profesional, sabría apreciar la disciplina y el orden riguroso de su laboratorio, espejo de la disciplina y el rigor de su ordenada vida.
– Estoy preparando una fórmula de pepsina para una paciente -explicó en respuesta a una pregunta inexistente de Pedrolli, esperando que el médico observara su discreción al omitir el nombre de la paciente. Señalando los frascos alineados junto a la pared, dijo-: No he querido sacar un frasco del fondo del armario teniendo otros delante, y los he sacado todos. Por seguridad. -Un médico sabría valorar esta precaución, estaba seguro.
Pedrolli asintió, con aparente indiferencia.
– Yo también soy cliente suyo, ¿verdad? -preguntó, para sorpresa del farmacéutico.
– Sí. Desde luego -respondió Franchi. Le parecía un cumplido que un médico, un profesional como él, pero de rango superior, reconociera que se contaba entre sus clientes. No obstante, la clienta era la esposa. Y el niño, claro, aunque ya no.
– Por eso he venido -dijo el dottor Pedrolli, volviendo a sorprenderlo.
– Sigo sin comprender -dijo Franchi. ¿Podía la pérdida sufrida haber alterado el equilibrio mental de este hombre? Ay, pobre, pero quizá era comprensible, después del disgusto.
– Usted debe de tener mi ficha, ¿no? -preguntó Pedrolli, para mayor desconcierto del farmacéutico.
– Por supuesto, dottore -respondió Franchi-. Tengo las fichas de todos mis clientes. -Le gustaba considerarlos sus pacientes, pero comprendía que tenía que llamarlos clientes, para demostrar que sabía cuál era su sitio en el orden de las cosas.
– ¿Podría explicarme cómo es que la tiene, dottore? -preguntó Pedrolli.
– ¿Que la tengo? -repitió Franchi estúpidamente.
– Mi ficha médica.
Pero él había dicho sólo «ficha», no «ficha médica». Este hombre no le había entendido.
– No es que quiera rectificarle, dottore -empezó, aunque sí quería-, pero tengo su ficha de cliente de la farmacia -dijo eligiendo cuidadosamente las palabras-. No sería correcto que yo tuviera su ficha médica. -Y era verdad; decirlo así no era mentir.
Pedrolli sonrió, pero no con una sonrisa tranquilizadora.
– No es eso lo que me han dicho.
– ¿Lo que le ha dicho quién? -preguntó un ofendido Franchi. ¿Acaso él, un profesional, un hombre que contaba entre sus clientes a jueces, abogados, ingenieros y médicos, había de consentir semejante acusación?
– Alguien que lo sabe.
Franchi se puso colorado.
– No puede entrar aquí haciendo semejantes acusaciones. -Entonces, recordando el estatus de la persona a la que se dirigía, moderó el tono de voz-. Eso es impropio. E injusto.
Pedrolli dio un pequeño paso atrás y, curiosamente, con la distancia pareció aumentar la diferencia de estatura. Ahora el médico dominaba claramente al farmacéutico.
– A propósito de acusaciones impropias e injustas, dottor Franchi -empezó Pedrolli con voz razonable y paciente-, quizá podríamos hablar de Romina Salvi.
Franchi tardó unos segundos en componer el gesto y preparar la voz.
– ¿Romina Salvi? Es clienta mía, pero no sé qué puede importar…
– Hace seis años que toma litio, según tengo entendido -dijo el médico con una sonrisa leve, de las destinadas a infundir confianza en el paciente.
– Tendría que consultar la ficha para estar seguro -dijo Franchi.
– ¿De que toma litio o de que hace seis años?
– De una y otra cosa. De las dos.
– Ya.
– Es que no sé a qué viene todo esto, dottore -dijo Franchi con vehemencia-. Y, si me permite, seguiré con lo que estaba haciendo. No me gusta hacer esperar a mis clientes.
– Romina iba a casarse con Gino Pivetti, un técnico del laboratorio del hospital. Pero la madre de él se enteró de lo del litio y la depresión, y se lo dijo a su hijo. Él no sabía nada. Romina no se lo había dicho por miedo a que la dejara.
– No comprendo qué tiene que ver eso conmigo -interrumpió Franchi. Sacó otro par de guantes, confiando en que su ostensible deseo de volver al trabajo impresionara a su visitante y le hiciera comprender que era inútil proseguir la conversación y que había llegado el momento de irse. Porque el dottor Franchi no podía decir claramente a un doctor en Medicina que se marchara.
– Y así fue, el chico la dejó, y ya no habrá hijos maníaco-depresivos que perturben el divino plan de perfección.
La cortesía impidió a Franchi responder que era mejor así: las criaturas de Dios debían emular Su Perfección, no transmitir una enfermedad que desbaratara el plan divino. Destapó el frasco vacío y dejó el tapón cabeza abajo, para eliminar todo peligro de contaminación del mostrador, aunque la posibilidad era remota.
– Hace tiempo que pienso en eso, dottor Franchi -dijo Pedrolli, ya con más animación-, desde que me enteré de que mi ficha médica estaba aquí y recordé toda la información que contiene.
Con intención de dar a entender lo poco que le faltaba para perder la paciencia, Franchi se acercó el bol unos centímetros, como si se dispusiera a empezar a preparar la solución y dijo:
– Lo siento, dottore, pero nada de esto tiene sentido. -Levantó la mano y abrió un armario, bajó el frasco de pepsina, la suspensión que era el siguiente ingrediente del preparado. Desenroscó el tapón y lo dejó en otra bandeja de cristal.
– ¿Y Romina Salvi? ¿Tiene algún sentido para usted que alguien, con una llamada telefónica, le destrozara la vida? -preguntó Pedrolli.
– Su vida no está destrozada -dijo Franchi, abandonando ya todo intento de disimular su impaciencia. Tomó la jeringuilla y la apartó cuidadosamente-. Quizá se haya roto su compromiso, pero eso no le destrozará la vida.
– ¿Por qué no? -preguntó Pedrolli con repentina cólera-. ¿Porque sólo se trata de sentimientos? ¿Porque nadie está en el hospital? ¿Porque nadie ha muerto?