– Me parece que se equivoca, dottore.
– No me equivoco. Él es una de esas personas. Le gusta imponer sus ideas a los demás y goza al ver que los pecadores son castigados. No hay más que ver cómo está Romina por su culpa: una zombie que todos los días entra y sale del frenopático del palazzo Boldù, atontada por los medicamentos. Y todo por querer casarse y tener hijos cuando el dottor Franchi piensa que los maníaco-depresivos no deben casarse ni tener hijos. Y supongo que también decidió que los que mienten, tampoco. Cerdo degenerado.
– Dottore, por favor. Eso no sirve de nada.
– No, ya lo sé. Pero es un cerdo y ha recibido su…
– ¿Usted lo ha visto, dottore?
– No, por supuesto. He estado aquí desde que ocurrió.
– Desde luego. Yo sí lo he visto.
– ¿Dónde?
– En el hospital.
– ¿Y?
– No saben lo que podrán hacer. Tienen que esperar a que se cicatrice. Hablan de injertos. Pero…
– ¿Pero qué?
– Eso no es el mayor problema.
– ¿Pues cuál es?
– Los ojos.
– ¿Los dos?
– Uno lo ha perdido. El otro, quizá puedan salvarlo, con un trasplante. Y luego está la mano.
– Sí, trató de protegerse la cara.
– Debió de ser un movimiento instintivo. Podría haber sido mucho peor.
– ¿Quiere decir, si yo no le hubiera metido la cara en la pila al chorro del agua?
– Sí.
– Fue lo primero que se me ocurrió, algo tan instintivo como su gesto para protegerse la cara. Quizá por ser médico. Cosas que haces sin pensar: es tu primera reacción al ver a un herido. Entonces te sale lo que te inculcan en la facultad. Al verle, recordé que lo único que se puede hacer es echar agua y dejarla correr.
– Los médicos dicen que eso facilitará el injerto.
– Ya.
– Dottore, creo que debo decirle una cosa. Usted no me va a creer. Pero es la verdad, por más que se resista a aceptarla.
– ¿Sobre Franchi?
– Hasta cierto punto.
– ¿Qué punto?
– Él no lo denunció a los carabinieri.
– ¿Cómo puede decir tal cosa? ¿Cómo lo sabe?
– Fue una llamada anónima, eso es cierto. Pero no del dottor Franchi.
– No le creo. La madre no quería al niño; además, si quería más dinero, sabía dónde encontrarme. A mí no me llamó, ni tenía por qué haber llamado a los carabinieri. Además, eso le habría traído problemas, y ella lo sabía. No pudo ser ella.
– No llamó ella.
– ¿Lo ve? Es lo que yo digo.
– Sí.
– ¿Y quién fue entonces? ¿Quién se lo dijo?
– Dottore, lo siento, pero fue su suegro. Sí, me hago cargo de que es un trauma, pero me consta, porque él me lo dijo. Hablé con él hace unos días. Me lo dijo y yo le creo.
– ¿Giuliano? Oddio, ¿por qué? ¿Por qué iba él a quitarnos a nuestro hijo?
– Quizá porque no le parecía que fuera su hijo.
– ¿Qué quiere decir?
– Quizá le era difícil ver al niño como hijo de ustedes.
– Comisario, usted no me dice la verdad. O no me dice todo lo que sabe. Si habló usted con él, y él se lo dijo, también le diría por qué lo hizo. Él siempre se ufana de lo que hace, y también se habría ufanado de esto. Además, Bianca nunca le perdonaría que…
– Creo que ya tiene usted bastante, dottore.
– ¿Bastante qué?
– Que ya ha soportado bastante dolor.
– No soy el único. ¿Por qué no me lo dice todo, comisario, para que podamos terminar esta conversación?
– Su suegro me dijo que no había sido idea suya.
– Oh, no. No puede usted pretender que yo crea eso. Ella lo quería. Era su hijo, en todo menos en el parto. Ella lo quería. Era su madre. Su niño. Ella lo veía crecer… ¿Qué dice, comisario? ¿Quiere que siga creyendo que me miente?
– Yo no he dicho nada, dottore. Ni mentira ni acusación. No he sugerido siquiera que haya sido su esposa: lo ha dicho usted.
– Entonces Franchi no…
– No, dottore. Él pudo hablar con la madre de su amigo, y sabemos de otros casos en los que reveló información de historiales médicos a terceros.
– ¿Se lo ha preguntado?
– Se lo pregunté, pero no respondió.
– Calla lo mismo que yo, ¿eh?
– Quizá, hasta cierto punto. Pero creo que, en su caso, se debe a que no puede hablar.
– ¿Por qué?
– Por las vendas. Y me dijeron que tiene quemaduras en la boca.
– Dios mío, Dios mío. ¿Qué va a ocurrir ahora?
– ¿A quién?
– A él.
– Hay que esperar.
– ¿Y a mí?
– Eso dependerá de su abogado.
– ¿He de tener abogado?
– Sería lo más conveniente.
– Pero, ¿es obligatorio?
– No. Tiene derecho a defenderse usted mismo, si lo desea. Pero no sería una buena decisión.
– No se puede decir que yo haya tomado decisión alguna que sea buena, ¿verdad?
– No.
– Creo que lo mejor será que vuelva a donde estaba.
– No le entiendo.
– Cuando usted fue a verme al hospital aquella primera vez, yo no podía hablar. Luego me volvió la voz. Yo no fingía, comisario. La voz me volvió al cabo de unos días. Pero esta vez creo que no quiero hablar porque no tengo nada más que decir.
– No comprendo… Dottore, de verdad que no comprendo. Dottor Pedrolli, ¿me escucha? Dottore, ¿me oye? Dottore… Está bien. Vianello, abra la puerta, por favor. Llevaremos al dottore de vuelta a su celda.
Donna Leon