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– Por supuesto, dottore -dijo Vianello que, indicando a Brunetti con la mano derecha, añadió-: Mi superior, el comisario Brunetti. Está muy preocupado por todo este asunto.

– Ah, conque es usted. Mucho gusto -sonrió el médico, que tendió la mano a Brunetti como si considerara perfectamente natural observar las reglas de la etiqueta a las cuatro de la madrugada-. También me gustaría hablar con usted -dijo, como si Marvilli no estuviera a menos de un metro de él.

El médico se hizo a un lado para que entraran Brunetti y Vianello y cerró la puerta.

– Me llamo Damasco -dijo yendo hacia la cama-. Bartolomeo.

El herido los miraba con ojos turbios. La lámpara de la cabecera no estaba encendida ni en la habitación había más luz que la de una lamparilla situada al otro lado de la cama. Brunetti distinguió una mata de pelo castaño claro que cubría la frente del hombre y una barbita bastante canosa. La piel que asomaba por encima de la barba era áspera y rugosa y la parte superior de la oreja izquierda estaba roja e hinchada.

Pedrolli abrió la boca, pero el otro médico se inclinó hacia él y dijo:

– No temas, Gustavo. Estos hombres vienen a ayudarte. Y no te preocupes por la voz. Ya volverá. Tú descansa y deja actuar a los medicamentos. -Dio al hombre una palmada en el hombro y le subió la manta hasta la barbilla.

El de la cama miraba fijamente a su compañero, como conminándolo a entender lo que quería decir.

– Tranquilo, Gustavo. Bianca está bien. Alfredo está bien.

Brunetti observó que, al oír el último nombre, el hombre contrajo la cara en una mueca de dolor. Apretó los párpados para no mostrar la emoción que sentía y volvió la cara, sin abrir los ojos.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Brunetti.

Damasco meneó la cabeza, como si quisiera desechar tanto la pregunta como su causa.

– Averiguarlo es tarea suya, comisario. La mía es tratar las consecuencias físicas.

Damasco observó la sorpresa de los dos hombres ante su brusquedad y se los llevó hacia la puerta:

– A eso de las dos, me ha llamado la dottoressa Cardinale -explicó-. Me ha dicho que uno de nuestros compañeros, el dottor Gustavo Pedrolli, estaba en Urgencias y que lo habían traído los carabinieri. Lo habían golpeado detrás de la oreja izquierda con un objeto lo bastante duro como para fracturarle el cráneo. Afortunadamente, en esa zona la pared es gruesa, y sólo tiene una fisura. Pero la lesión es grave. O puede serlo.

»Cuando llegué al hospital, unos veinte minutos después, había dos carabinieri en la puerta. Me han dicho que el herido tenía que estar bajo vigilancia porque había agredido a un compañero cuando éste trataba de arrestarlo. -Damasco cerró los ojos y apretó los labios, para indicar el crédito que le merecía la explicación.

»Poco después, mi colega de Pronto Soccorso me ha llamado para decirme que el "agredido" no tenía más que una desviación del cartílago nasal. Por consiguiente, no creo que haya sido víctima de una agresión violenta.

Brunetti preguntó con curiosidad:

– ¿El dottor Pedrolli es de la clase de hombres que reaccionarían de ese modo? ¿Con violencia?

Damasco fue a responder, pero pareció recapacitar y finalmente dijo:

– No. Un hombre desnudo no atacaría a un hombre que tuviera una metralleta en la mano. -Hizo una pausa y agregó-: Como no fuera para defender a su familia. -Al ver que había captado la atención de sus oyentes, prosiguió-: Han tratado de impedir que entrara a ver a mi paciente. Quizá pensaban que iba a ayudarle a escapar por la ventana o qué sé yo. O a inventar una fábula. Les he dicho que era médico y cuando les he pedido el nombre del oficial al mando, me han dejado entrar, aunque me han exigido que uno estuviera conmigo mientras reconocía a Gustavo. -El médico agregó con orgullo-: Pero ahora lo he echado. Aquí no se hacen esas cosas.

El tono en que Damasco pronunció la última frase encontró eco en el interior de Brunetti. No; aquí no, y, menos, sin permiso de la policía local. Brunetti no consideró necesario decirlo así a Damasco y se limitó a señalar:

– Por la forma en que se ha dirigido a él, dottore, da la impresión de que su paciente no puede hablar. ¿Puede explicarme por qué?

Damasco desvió la mirada, como si buscara la respuesta en la pared. Finalmente, dijo:

– Parece querer hablar, pero no le salen las palabras.

– ¿El golpe? -preguntó Brunetti.

Damasco se encogió de hombros.

– Puede ser. -Miró a sus interlocutores, primero a uno y luego al otro, como calculando hasta dónde podía explicar-. El cerebro es un órgano extraño y la mente lo es todavía más. Hace más de treinta años que trabajo con el cerebro y algo sé de su funcionamiento, pero la mente sigue siendo un misterio para mí.

– ¿Y eso ocurre en este caso, dottore? -dijo Brunetti, intuyendo que el médico deseaba que se lo preguntara.

Otra vez se encogió de hombros Damasco, que dijo:

– Tengo la impresión de que la causa del mutismo no es el golpe. Puede ser el shock o puede ser que haya decidido no hablar hasta tener una idea más clara de lo que ocurre. -Damasco se frotó las mejillas con las palmas de las manos. Al bajar los brazos, prosiguió-: No sé. Como les he dicho, yo trabajo con el cerebro físico, neuronas y sinapsis, y las cosas que pueden ser probadas y medidas. Lo demás, lo psíquico, si quieren llamarlo así, lo dejo para otras personas.

– Pero lo menciona, dottore -dijo Brunetti, en un tono de voz tan bajo como el del médico.

– Sí; lo menciono. Hace mucho tiempo que conozco a Gustavo y en cierta medida sé cómo piensa y cómo reacciona. Por eso lo menciono.

– ¿Querría ser más explícito sobre eso, dottore? -preguntó Brunetti.

– ¿Sobre qué?

– Sobre el modo de pensar y de reaccionar de su paciente.

Damasco miró fijamente a Brunetti, y era evidente que meditaba la respuesta con lucidez y seriedad.

– No creo poder decir sino que es un hombre rigurosamente honrado, comisario, cualidad que, por lo menos profesionalmente, le ha perjudicado más que favorecido -dijo, e hizo una pausa como para escuchar sus propias palabras. Luego agregó-: Es mi amigo, pero también es mi paciente, y mi responsabilidad es protegerlo lo mejor que pueda.

– ¿Protegerlo de qué? -preguntó Brunetti optando por hacer caso omiso, por el momento, de las observaciones sobre las consecuencias de la honradez de Pedrolli.

La sonrisa de Damasco fue tan espontánea como benévola al decir:

– Si de otra cosa no, de la policía, comisario. -Dio media vuelta y se acercó al hombre que estaba en la cama. Volviéndose a mirar atrás, dijo-: Si no les importa, caballeros, ahora me gustaría quedarme a solas con mi paciente.

CAPÍTULO 5

Al salir de la habitación, Brunetti y Vianello vieron a Marvilli apoyado en la pared, brazos y piernas cruzados, en la misma postura que tenía cuando Brunetti lo había visto por primera vez.

– ¿Qué tenía que decirles el médico? -preguntó.

– Que su paciente no puede hablar, a consecuencia de un golpe que ha recibido en la cabeza -dijo Brunetti, optando por mencionar sólo una de las posibilidades apuntadas por el médico. Dio al capitán tiempo de meditar antes de preguntarle-: ¿Querrá usted decirme qué ocurrió?

Marvilli miró a uno y otro lado del corredor, como buscando oídos hostiles, pero no había nadie. Descruzó las piernas y los brazos, se subió la manga y miró el reloj.

– El bar aún estará cerrado, ¿verdad? -preguntó. De pronto, parecía más cansado que receloso-. La máquina no funciona, y de verdad que necesito un café.