– A veces, el bar de abajo abre temprano -dijo Vianello.
Moviendo la cabeza de arriba abajo en señal de agradecimiento, Marvilli empezó a andar, sin mirar si los policías le seguían, y se metió en Dermatología. Brunetti, sorprendido, tardó unos segundos en reaccionar y, cuando iba a llamarle, Vianello dijo, girando en sentido contrario:
– Vamos, ya encontrará el camino.
Abajo, al acercarse a la puerta abierta del bar, oyeron el áspero zumbido del molinillo de café y el siseo de la cafetera. Al verlos entrar, el camarero empezó a protestar, pero Brunetti se identificó y el hombre accedió a servirles. De pie frente al mostrador, los dos policías removían el azúcar mientras esperaban a Marvilli. Entraron dos auxiliares con bata azul que pidieron caffè coretto, uno con una buena dosis de grappa y el otro con Fernet-Branca. Lo bebieron de un trago y se fueron sin pagar. Brunetti observó que el camarero abría una libretita que tenía apoyada en la caja registradora, pasaba hojas rápidamente y hacía una anotación.
– Buenos días, comisario -dijo una voz femenina a su espalda y, al volverse, él vio a la dottoressa Cardinale.
– Ah, dottoressa -dijo haciéndole sitio en la barra-. ¿Me permite invitarla a un café? -preguntó en voz alta, para que le oyera el camarero.
– Y salvarme la vida -sonrió ella, dejando el maletín en el suelo-. La última hora es la peor. Generalmente, no llega nadie, y una empieza a pensar en el café. Algo así debe de sentir el que está extraviado en el desierto: no piensas más que en ese primer sorbo que te salvará la vida.
Llegó el café y ella se echó tres terrones. Al observar la expresión de los policías, dijo:
– Si viera hacer esto a un paciente, le reñiría. -Hizo girar el líquido en la taza varias veces, y Brunetti tuvo la impresión de que ella sabía cuántas vueltas tenía que darle hasta que estuviera lo bastante frío para poder beberlo.
La joven bebió el café de un trago, dejó la taza en el platillo, miró a Brunetti y dijo:
– Salvada. Vuelvo a ser una persona.
– ¿Se atreve con otro? -preguntó Brunetti.
– No; cuando llegue a casa, quiero dormir. Pero gracias por el ofrecimiento.
Ella se agachó a recoger el maletín, y Brunetti preguntó:
– ¿Era grave la lesión del agente, dottoressa?
– Tenía más lastimado el orgullo que la nariz. -Levantó el maletín y agregó-: Si el golpe hubiera sido fuerte, le habría fracturado el hueso o aplastado el cartílago por completo. Lo que tiene no es más grave que lo que se habría hecho al darse con una puerta. Y estando cerca.
– ¿Y el dottor Pedrolli? -preguntó Brunetti.
Ella movió la cabeza negativamente.
– Como ya le he dicho, no sé mucho de neurología. Por eso llamé al dottor Damasco.
Por encima del hombro de ella, Brunetti vio a Marvilli. El capitán, sin disimular su irritación por haberse extraviado, se acercó a la barra y pidió un café.
La dottoressa Cardinale se pasó el maletín a la mano izquierda, estrechó la de Brunetti e, inclinándose hacia adelante, la de Vianello.
– Gracias otra vez por el café, comisario -dijo. Sonrió a Marvilli y le tendió la mano. Tras apenas un momento de vacilación, él se ablandó y se la estrechó.
La doctora salió al pasillo y se volvió. Esperó a que Marvilli la mirara, dijo con una sonrisa enorme:
– Unas botas formidables, capitán -y dando media vuelta, se fue.
Brunetti mantenía los ojos fijos en su café, lo apuró y dejó la taza en el platillo con suavidad. Al comprobar que eran los únicos clientes del bar, se volvió hacia Marvilli:
– ¿Cree poder decirme algo más acerca de esa operación, capitán?
Marvilli tomó un sorbo de café y dejó la taza antes de responder:
– Como ya le he dicho, comisario, la investigación fue iniciada hace tiempo.
– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Brunetti.
– Ya se lo he dicho, casi dos años.
Vianello dejó la taza con un chasquido quizá demasiado sonoro y pidió al camarero otros tres cafés.
– Sí, capitán, eso ya me lo ha dicho -respondió Brunetti-. Pero lo que me interesa es qué dio lugar a la investigación, especialmente, a este episodio.
– No sabría decirle, comisario. Pero sí puedo decir que esta acción forma parte de una operación más amplia que anoche se desarrolló en distintas ciudades. -Apartó la taza y añadió-: No creo estar facultado para decir más.
Brunetti resistió el impulso de señalar que la «acción» había llevado a un hombre al hospital.
– Capitán -dijo con suavidad-, yo, por el contrario, sí creo estar facultado para arrestarlo, a usted o a aquel de sus hombres que haya golpeado al dottor Pedrolli, por agresión. -Brunetti sonrió-. No es que vaya a hacer tal cosa, desde luego, pero lo digo para demostrar que no debemos sentirnos obligados a hacer o dejar de hacer todo aquello para lo que creamos estar facultados. -Durante un momento lo tentó la idea de señalar que las botas del capitán justificarían que se le acusara de suplantación de personalidad de un oficial de caballería, pero pudo más la prudencia.
Brunetti rasgó una bolsita y vertió el azúcar en la taza. Mientras removía el café, con los ojos fijos en la cucharilla, prosiguió en tono coloquiaclass="underline"
– A falta de información acerca de esa operación de ustedes y, por consiguiente, ignorando si sus hombres tenían derecho a ejecutarla en esta ciudad, capitán, no tengo más opción que la de defender la seguridad de los ciudadanos de Venecia. Como es mi deber. -Levantó la mirada-. Por eso deseo más información.
Con gesto de cansancio, Marvilli alargó la mano hacia su segundo café al tiempo que apartaba la taza vacía y el platillo con tanta brusquedad que ambos fueron a parar directamente al fregadero con estrépito pero sin romperse.
– Perdón -dijo el capitán automáticamente. El camarero recuperó taza y plato.
Marvilli miró a Brunetti.
– ¿No será un farol, comisario? -preguntó.
– Si ésa es su respuesta, capitán, sintiéndolo mucho voy a tener que cursar una protesta oficial por abuso de fuerza, y solicitar una investigación. -Dejó la taza-. A falta de una orden judicial que les autorizara a entrar en el domicilio del dottor Pedrolli, sus hombres han cometido allanamiento.
– Hay una orden -dijo Marvilli.
– ¿Extendida por un juez de esta ciudad?
Después de una pausa, Marvilli dijo:
– No sé si el juez es de esta ciudad, comisario, pero sé que había una orden. No habríamos hecho eso sin una orden, ni aquí ni en las otras ciudades.
Brunetti tuvo que convenir en que esto era probable. Los tiempos en los que la policía podía irrumpir en cualquier sitio sin una orden no habían llegado todavía. Al fin y al cabo, esto no era Estados Unidos.
Con una voz en la que imprimió todo el cansancio del hombre que ha sido despertado varias horas antes de la habitual y al que todo lo ocurrido desde entonces ha hecho perder la paciencia, Brunetti dijo:
– Quizá valdría más, capitán, que los dos dejáramos de hacernos los duros, fuéramos hasta la questura dando un paseo y, por el camino, usted me explicara qué es lo que ocurre. -Sacó un billete de diez euros, lo dejó en el mostrador y se volvió hacia la puerta.
– El cambio, signore -gritó el barman.
Brunetti sonrió al hombre.
– Usted ha salvado la vida a la dottoressa, ¿recuerda? Yo diría que eso no tiene precio.
El barman le dio las gracias riendo, y Brunetti y Vianello se alejaron por el pasillo en dirección al vestíbulo. Un pensativo Marvilli los siguió.
Al salir a la calle, Brunetti notó el primer calorcillo del día y observó que la acera estaba mojada. No recordaba si llovía cuando llegó al hospital, ni lo había observado mientras estaba dentro. Ahora no amenazaba lluvia, el aire estaba limpio y el otoño recién llegado regalaba a la ciudad uno de sus días cristalinos, quizá en compensación por haberle robado el verano. Brunetti estuvo tentado de bajar hasta el extremo del canal, para ver si se divisaban las montañas del otro lado de la laguna, pero comprendió que esto haría que Marvilli se impacientara, y desechó la idea. Por la tarde, la contaminación y la humedad habrían ocultado las montañas, pero quizá al día siguiente reaparecieran.