Al cruzar el campo, Brunetti observó que por fin le habían quitado a la estatua de Colleoni el andamio que la había cubierto durante años. Daba gusto volver a ver al viejo canalla. Cortó por delante de Rosa Salva, que aún no había abierto, y entró en la calle Bressana. En lo alto del puente, se paró a esperar a Vianello y Marvilli, pero Vianello optó por quedarse al pie de la escalera, para distanciarse. Brunetti dio media vuelta y apoyó la espalda en el pretil. Marvilli se quedó de pie a su lado mirando en sentido opuesto.
– Hace unos dos años -empezó el capitán-, se nos informó de que una inmigrante polaca, soltera, que estaba en el país legalmente, empleada en el servicio doméstico, iba a dar a luz en un hospital de Vicenza. A los pocos días, un matrimonio de Milán, de unos cuarenta años, salió del hospital con el niño y un certificado de nacimiento en el que constaba el nombre del hombre. Él declaró que la polaca era su amante y que el hijo era suyo, y la polaca confirmó su declaración. -Marvilli apoyó los codos en el pretil, miró a los edificios del extremo del canal y prosiguió-: Lo curioso es que, en las fechas en que el niño había sido concebido, el supuesto padre estaba trabajando en Inglaterra, y la madre ya debía de estar embarazada cuando llegó a Italia, porque en su permiso de trabajo consta que entró en el país seis meses antes de que naciera el niño. Ni el que afirmaba ser el padre había estado en Polonia ni ella había salido de su país hasta que vino a Italia. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Marvilli dijo-: Eso está comprobado, puede creerme. -Hizo una pausa y estudió la cara de Brunetti-. Él no es el padre.
– ¿Cómo averiguaron ustedes todas esas cosas? -preguntó Brunetti.
Sin dejar de mirar al agua, Marvilli respondió, en una voz en la que ahora, de pronto, se advertía el nerviosismo del que divulga información que no está autorizado a revelar:
– Por una mujer que había dado a luz al mismo tiempo que la polaca y estaba en la misma habitación. Dijo que la polaca no hablaba más que de su novio y de cómo deseaba hacerle feliz. Al parecer, la manera de hacerle feliz consistía en regresar a Polonia con mucho dinero, y eso le decía cada vez que la llamaba por teléfono.
– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Y esa otra mujer los llamó a ustedes?
– No; se lo dijo a su marido, que trabaja para los servicios sociales, y él llamó a la comandancia de Verona.
Brunetti miró en la misma dirección que Marvilli, a un taxi que se acercaba por el canal, y dijo:
– Qué casualidad, capitán. Qué suerte tienen las fuerzas del orden, de verse favorecidas por tan felices coincidencias. La otra mujer debía de saber el suficiente polaco como para entender lo que su compañera de habitación le decía al novio. -Brunetti lanzó una mirada de soslayo al capitán-. Para no hablar del hecho de que, casualmente, el marido trabajara para los servicios sociales y fuera tan escrupuloso como para pensar en informar a los carabinieri. -Miró fijamente al capitán sin disimular el enojo.
Marvilli titubeó un rato antes de decir:
– Está bien, comisario. -Levantó la mano en ademán de rendición-. Habíamos sido informados de antemano por otra fuente, y plantamos a la mujer en el hospital antes de que llegara la polaca.
– ¿Y la llamada que recibieron ustedes del asistente social?
– Esas operaciones son secretas -dijo Marvilli con irritación.
– Continúe, capitán -dijo Brunetti desabrochándose el abrigo, porque, a medida que se hacía de día, subía la temperatura.
Marvilli se volvió hacia él bruscamente.
– ¿Quiere que le sea sincero, comisario?
Brunetti observó que, según aumentaba la luz, Marvilli iba pareciendo más joven.
– Huelga decir, capitán, que su pregunta da a entender que hasta ahora no lo ha sido. Sí; puede usted hablar sin tapujos -respondió Brunetti en una voz que, de pronto, se había hecho afable.
Marvilli parpadeó, sin saber si responder a las palabras o al tono de Brunetti. Se alzó sobre las puntas de los pies y extendió los brazos hacia atrás mientras decía:
– ¡Dios, cómo aborrezco estas salidas de madrugada! Esta noche ni siquiera nos hemos acostado; no valía la pena.
– ¿Otro café? -propuso Brunetti.
Por primera vez Marvilli sonrió, y ahora pareció más joven todavía.
– Ha dicho usted al camarero que aquel café le había salvado la vida a la doctora. Seguramente, éste me la salvará a mí.
– Vianello -gritó Brunetti al inspector, que estaba al pie de la escalera, fingiendo admirar la fachada de los edificios de su izquierda-. ¿Qué hay por aquí que esté abierto?
Vianello miró el reloj.
– Ponte dei Greci -dijo, empezando a subir la escalera.
Cuando llegaron al bar, vieron que el cierre metálico que protegía la puerta y las ventanas estaba subido unos centímetros, lo que indicaba que dentro ya había café disponible. Brunetti golpeó la plancha.
– Sergio -gritó-. ¿Estás ahí? -Volvió a llamar y, al cabo de un momento, cuatro dedos peludos asomaron por el borde inferior del cierre, que lentamente empezó subir. Marvilli, para sorpresa de sus acompañantes, se agachó y ayudó a levantarlo hasta hacerlo encajar en el tope. Detrás estaba Sergio, grueso, moreno, velludo: una visión deliciosa a ojos de Brunetti.
– ¿Es que ustedes nunca duermen? -rezongó Sergio, más ladrador que mordedor, yendo hacia el fondo del café para ponerse detrás del mostrador-. ¿Tres? -dijo entonces sin molestarse en preguntar de qué: bastaba con mirarles a la cara.
Brunetti asintió y llevó a los otros hacia una mesa situada delante de una ventana.
Brunetti oyó el siseo de la cafetera y unos golpes en la puerta y, al levantar la mirada, vio a un africano alto con chilaba azul celeste y jersey de lana que portaba una bandeja de pastas recién hechas, tapadas con papel.
– Llévalas a esa mesa, Bambola, haz el favor -gritó Sergio.
El africano se volvió hacia los clientes y, al ver el uniforme de Marvilli, tuvo un sobresalto, se detuvo y, con un instintivo movimiento de defensa, se acercó la bandeja al pecho.
Vianello hizo un ademán de displicencia.
– Aún no hemos empezado a trabajar -gritó.
Bambola miró a Vianello y a los otros dos, que asintieron. El hombre relajó las facciones, se acercó a la mesa y dejó la bandeja. Entonces, con un movimiento de prestidigitador, levantó el papel y el aire se llenó de olor a crema, huevo, azúcar, pasas y pasta recién salida del horno.
– Déjalo ahí -dijo Marvilli, y luego-: Por favor.
El africano fue al mostrador, dijo unas palabras a Sergio y salió.
Eligieron una pasta cada uno, y Sergio se acercó con los tres cafés en una bandeja y un plato en el que puso varias pastas. Las que quedaban se las llevó al mostrador y las colocó en una fuente de plexiglás.
Observando tácitamente el principio de que es preferible no hablar de asuntos oficiales mientras se comen brioches de crema, los tres hombres guardaron silencio hasta que los cafés y las pastas hubieron desaparecido. Brunetti sintió el efecto de la cafeína y el azúcar, y observó que también los otros dos parecían más despejados.
– ¿Y qué pasó después de que ese matrimonio de Milán se llevara a su casa al niño de la polaca? -preguntó Brunetti. En el hospital, el capitán había dicho que la operación Pedrolli era «caso aparte», pero Brunetti no tenía prisa por averiguar qué significaba eso; sabía que, antes o después, conseguiría que el capitán se lo explicara.
Marvilli arrojó al plato la servilleta de papel y dijo:
– Un juez dictó una autorización para que se les mantuviera bajo vigilancia.