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Tenía otras mil preguntas más, pero aquéllas le parecieron suficientes por el momento. Se cruzó de brazos e intentó que no se le saltasen las lágrimas.

Kateb la miró fijamente.

– No es mi intención asustarte.

– Pues lo ha hecho.

– Ya veo -Kateb tomó la segunda copa de vino y se la llevó-. Nunca he tenido una amante, así que tampoco tengo expectativas.

Ella tomó la copa sin mirarlo.

– Tiene un harén.

– Venía con la propiedad.

– ¿Cómo si fuese un garaje de tres plazas a pesar de tener sólo dos coches?

– Algo parecido -contestó él volviendo a la mesa y sentándose en unos cojines-. Yo también estoy cansado, Victoria. No te pediré que vengas a mi cama esta noche.

Otro aplazamiento. ¿Pero hasta cuándo?

– Ser mi amante es mucho más que simple sexo. Debes proporcionarme compañía, entretenerme.

– ¿Cómo un oso amaestrado? -preguntó ella frunciendo el ceño-. No sé hacer juegos malabares, y si está pensando en la danza de los siete velos, olvídelo.

El suspiró.

– Tal vez no seas la persona adecuada para ser una amante.

– ¿Eso piensa?

El sonrió de medio lado.

– Quizás podrías empezar sirviéndome la cena.

Ella se quedó donde estaba.

– ¿Quiere que le ponga la comida en el plato, o que se la lleve directamente a la boca?

– Con que la pongas en mi plato será suficiente.

– Y no habrá sexo esta noche. ¿Me lo promete?

– Tienes la palabra del príncipe Kateb de El Deharia.

– ¿Discutiremos de los detalles más tarde?

– Hablaremos todo lo que haga falta antes de que ocurra algo.

– Que no es lo mismo que acceder a charlar un rato después de la cena.

– Lo sé.

– Veo que quiere tener siempre la última palabra -protestó Victoria mientras se acercaba a la mesa-. Típico.

Dejó su copa encima de la mesa, empezó a levantar las tapas de los platos de comida y descubrió que había carne asada, un plato de patatas que ya había probado en el palacio y que estaba delicioso, ensalada y verduras.

Miró por encima de su hombro.

– Muy occidental. ¿Siempre come así?

– Me gusta la variedad.

¿También le gustaba la variedad de mujeres?

Victoria se sorprendió a sí misma haciéndose aquella pregunta, pero no la formuló en voz alta. No quería saberlo. En otras circunstancias, tal vez le hubiese gustado Kateb. Tal vez, demasiado.

Sirvió la comida en un plato y se lo dio. Luego sirvió mucho menos en otro para ella. Todavía estaba muy nerviosa y no sabía si sería capaz de comer.

Cenar sentada en cojines parecía mucho más romántico de lo que lo era en realidad, pensó mientras intentaba encontrar una postula cómoda, algo complicado con aquel estúpido vestido.

– Así que nunca ha tenido amante, pero, ¿ha tenido otras mujeres en el harén?

– Yo no. Bahjat tenía unas quince mujeres -sonrió-. Según iban envejeciendo, no las reemplazaba. Tal vez por cariño, o porque pensaba que no merecía la pena el esfuerzo. En cualquier caso, cuando llegó a los setenta años, ellas eran poco más jóvenes que él.

Victoria rió a pesar de la tensión.

– ¿Un harén geriátrico? ¿En serio?

– Sí. Era increíble ir a cenar a él y ser servido por mujeres de sesenta años medio en cueros.

– No me lo puedo ni imaginar. ¿Se supone que yo deberé servir cenas?

– No.

– ¿Cuáles son las normas con respecto a mi derecho a moverme? -preguntó-. ¿Puedo pasear por el palacio? ¿Por los jardines? ¿Por el pueblo? ¿Qué se supone que debo hacer durante el día? Estoy acostumbrada a trabajar. El sexo puede durar seis, ocho minutos, pero deja mucho tiempo libre.

– ¿Cómo te atreves a insultarme así? -preguntó Kateb.

– ¿Qué? -dijo ella, confundida-. Ah, ¿por lo del tiempo? No pretendía insultar.

– Estoy seguro de que las consecuencias serán impresionantes cuando lo hagas.

Ella tomó su copa de vino.

– Estoy segura de que el sexo podría durar horas, pero después, seguiría teniendo mucho tiempo libre.

El pensó que le gustaba su compañía cuando no estaba atemorizada. Le recordaba un poco a Cantara, que la había conocido prácticamente de toda la vida. Aunque entre ellos siempre había habido algo que los había separado: que ella era consciente de que era un príncipe, de que nunca serían iguales. Victoria había crecido en occidente, donde hombres y mujeres eran más parecidos que diferentes.

– Puedes moverte con libertad por el palacio y por el pueblo. Nadie te molestará, pero no puedes ir más allá de los campos.

– ¿Cómo sabrá si lo hago? -preguntó ella-. ¿Me vigilarán? ¿Me pondrán un cascabel?

– Si te alejas de la seguridad del pueblo, morirás -se limitó a contestar él sabiendo que era verdad-. Te perderás y morirás. Eso, si tienes suerte. Si no, caerás en manos de algún grupo de bandidos que no te tratará nada bien.

Ella dejó el tenedor en el plato, se estremeció.

– Entendido -murmuró-. He oído hablar de ellos. ¿Suelen atacar el pueblo?

– No. Somos demasiadas personas y estamos demasiado bien protegidos, pero se aprovechan de las personas que deciden viajar por el desierto a su antojo. O de aquéllos que son demasiado pequeños para protegerse.

Ella clavó la mirada en su mejilla.

– He oído que fue secuestrado cuando era más joven.

El asintió.

– Tenía quince años y salí a caballo con mis amigos. Estaban esperándonos y sólo me llevaron a mí. Le pidieron dinero a mi padre.

– ¿Y el rey pagó?

– Me escapé antes de que empezasen las negociaciones -«y maté a un hombre», pensó con tristeza. No se sentía orgulloso de ello, pero no había tenido elección.

– Al menos sacó una cicatriz de la experiencia. Eso atrae mucho a las mujeres.

– Yo no necesito ninguna cicatriz.

– Pero ayuda.

Victoria sonrió y Kateb se fijó en su boca. Le gustaba que bromease con él, tal vez porque era la única que lo hacía.

Cuando hubieron terminado de cenar, ella preguntó:

– ¿Se supone que debo recoger la mesa?

– Por supuesto.

– La próxima vez me gustaría representar el papel del guapo príncipe -gruño-. Usted podría ser la camarera.

– Eso es poco probable.

Victoria puso los ojos en blanco, se levantó y se inclinó a recogerle el plato. Al hacerlo, el escote del vestido se separó de su cuerpo, lo que permitió que Kateb viese sus pechos. Tenían la forma y el tamaño perfecto para sus manos. Victoria se incorporó enseguida, pero lo que había visto Kateb había sido suficiente para saber que le gustaría hacer el amor con ella.

Después de colocar los platos sucios en una bandeja, Victoria se quedó al lado de la mesa.

– Y ahora, ¿qué?

– El café -contestó él señalando hacia un rincón.

Ella se acercó y al ver lo que había allí, se volvió con los brazos en jarra.

– Debe de ser una broma -comentó.

– ¿Si?

– ¿Qué ha pasado con eso de ser uno con la naturaleza? -preguntó, señalando la máquina de café que había encima de la mesa-. Con esto se puede hacer hasta espuma. La gente que es una con el desierto no sirve los cafés con espuma.

– Tal vez la leche sea de cabra.

– Y tal vez usted sea un metrosexual disfrazado.

– ¿Te estás burlando de mí?

– Sí. Me estoy burlando de usted. ¿Una máquina de café? No puedo creerlo. Supongo que espera que le prepare el café.

– Por supuesto.

– Espero que se pase toda la noche sin pegar ojo -luego, Victoria volvió a mirar la máquina de café-. Ha tenido suerte. Tenemos una igual en el comedor del palacio. Sé cómo manejarla.