– Gracias. Pienso que las joyas que crean esas mujeres son increíbles. Necesitan un escaparate para su talento.
– Y tú se lo estás proporcionando.
– Sólo las estoy ayudando. El trabajo duro lo están haciendo ellas.
– ¿Me estás diciendo que si esto sale adelante no serás tú la que se ponga al frente?
– No. No es mi negocio. Rasha es más que capaz de llevar el negocio. Y seguro que cualquier adolescente puede ocuparse del sitio web. No quiero formar parte del espectáculo -puso los ojos en blanco-. Deja que lo adivine. No me crees. Te estoy engañando otra vez, ¿verdad?
– No, no me estás engañando. Y te creo.
– Eso espero.
Aquello pareció divertirlo.
– ¿O qué?
– Digamos que no te gustaría tenerme enfadada. Te asustaría.
– Sí, eso sí que me lo imagino.
Estaban en su despacho, y Victoria sabía que había personas esperando fuera. Su reunión no tardaría en terminar. A pesar de que vivían en el mismo palacio, casi no lo veía. Probablemente porque eso era lo que él quería. Esa noche tenía lugar la celebración de su elección y estaría con él, pero tenía la sensación de que no pasarían mucho tiempo a solas. Cerró el ordenador.
– Kateb, yo… -¿qué decir y qué callar?-. No sabía que habías estado casado. Lo siento.
El no se movió, pero Victoria sintió que se acercaba a ella, que la barrera que había entre ambos, caía.
– De eso hace mucho tiempo.
– Lo sé, pero todavía debes de estar dolido. Lo siento.
– No tienes por qué.
– Sé lo que es perder a un ser querido. El dolor pierde intensidad, pero no desaparece del todo. El asintió levemente.
Victoria se levantó para recoger el ordenador portátil.
– Por cierto, con respecto a la cena de esta noche. ¿Se supone que debo venir aquí a buscarte?
– Iré yo al harén.
– Yusra me ha dicho que va a traerme un vestido. Después de la última vez, estoy un poco preocupada.
– Hablaré con ella. Será algo apropiado.
– Gracias.
Victoria sabía que era el momento de marcharse, pero no quería hacerlo. Quería decir algo más, pero, ¿el qué? Eran sólo dos extraños que habían pasado una noche juntos. El ya le había entregado su corazón a otra mujer y ella no estaba interesada en amar. No estaban hechos el uno para el otro. ¿Por qué tenía la sensación de que lo echaría de menos cuando se fuese?
Kateb deseó que llegase aquella noche. No por la cena, sino por estar cerca de Victoria. Ella se interesaría por la celebración, le haría preguntas inteligentes y lo haría reír.
No era la persona que él había imaginado. Su plan de negocio lo había impresionado. Imaginó que había sido una excelente secretaria para Nadim y que él ni se habría dado cuenta. Seguro que tampoco había prestado atención a sus comentarios, ni se había fijado en cómo se contoneaba al andar.
Kateb se había fijado, y lo volvía loco. No podía estar cerca de ella sin desearla. Ése era el inconveniente de la cena.
– ¿Estás lista? -preguntó al entrar al harén.
– Supongo que sí. Lo que es seguro es que estoy tapada, aunque yo jamás habría elegido algo así.
Entró en la habitación y giró muy despacio.
– ¿Sí? ¿No? Tengo un traje de noche, si crees que iría mejor con él.
Yusra la había vestido de forma tradicional, con unos pantalones ajustados y una chaqueta larga. Ambos de color dorado y con un delicado bordado. La chaqueta le llegaba del cuello a los tobillos, pero sólo tenía tres botones, por lo que su vientre quedaba al descubierto.
La imagen de su piel pálida pilló a Kateb desprevenido, le resultó erótica. Deseó desabrocharle la chaqueta y quitársela, y desnudarla entera. Se excitó sólo de pensarlo.
No obstante, ignoró la reacción de su cuerpo y se fijó en cómo se había recogido el pelo. Tenía los ojos grandes, del color del cielo del desierto.
– No has dicho nada -comentó Victoria.
– Estás preciosa.
– ¿Estás seguro? Me siento rara con estos pantalones.
– Tal vez esto te ayude -dijo él acercándose-. Aunque son sólo prestados.
Se sacó unos pendientes de zafiros del bolsillo de la chaqueta. Victoria los miró.
– ¿Son… de verdad?
– Sí.
– ¿Y los diamantes también?
– Por supuesto.
– Entonces, prefiero no llevarlos. Si los pierdo, tendré que lavar muchos platos para pagártelos.
Kateb había imaginado que saltaría de alegría al ver semejante joya.
– Soy el príncipe Kateb de El Deharia.
– Ya lo sé.
– Y tú eres mi amante.
– Eso dicen también.
– ¿Estás intentando hacerte la dura?
Ella sonrió y retrocedió.
– Gracias, pero no necesito que me prestes joyas.
– No son mías.
– Ya imagino que no te las pones por la noche -comentó ella riendo-, cuando estás solo en tu habitación, pero ya sabes lo que quiero decir. Prefiero las mías.
De repente. Kateb sintió la necesidad de verla con los zafiros puestos.
– Victoria, te estoy diciendo que te pongas los pendientes.
– Y yo te estoy diciendo a ti que no.
– ¿Porque son prestados? ¿Y si fueran un regalo, te los pondrías?
– No. Estaría preocupada por llevar algo de tanto valor.
– También te he traído una tiara -le dijo él, sacándosela del bolsillo.
– ¿Una tiara? ¿Como si fuera una princesa? Mi madre me hizo una cubierta de purpurina cuando era pequeña. De verdad, no puedo…
– Al menos pruébatela-le pidió él.
Victoria contuvo la respiración. Tomó la tiara, se giró hacia el espejo y se la puso.
Los diamantes brillaron sobre su pelo rubio. Sonrió, estaba guapa, majestuosa.
– Merece la pena llevarla, aunque tenga que pasarme el resto de la vida lavando platos -susurró antes de mirarlo a los ojos a través del espejo-. Gracias.
– ¿Y los pendientes?
– Mejor no.
El sacudió la cabeza.
– No hay quien te entienda.
– Lo sé. ¿A qué es por eso por lo que te apetece darme un abrazo? -se rió-. Venga. Estoy lista. Vamos a celebrar tu designación.
Kateb la miró como si estuviese loca. Ella pensó que tal vez lo estuviese. Lo cierto era que los pendientes no la habrían hecho sentir como la tiara, como una princesa. Y, eso, de algún modo, la hacía conectar con su madre.
– Como desees -contestó él, ofreciéndole el brazo.
Salieron del harén y fueron hacia la entrada principal.
Una vez allí, vieron a muchas personas charlando. Todo el mundo guardó silencio al ver acercarse a Kateb, entonces, aplaudieron. Victoria, que no estaba segura de deber participar en ese momento tan especial, se apartó y aplaudió también. Kateb se giró a mirarla, pero no dejó de andar. Ella entró al salón detrás de él, con el resto de los invitados.
Los ancianos estaban en fila. Kateb los saludó. Ellos lo abrazaron de uno en uno, complacidos con la elección. Victoria no supo qué hacer. Estaría sentada al lado de Kateb, en la mesa principal, pero hasta que eso ocurriera, imaginó que sería mejor quedarse en un segundo plano.
De repente, la gente la empujó hacia delante y, sin saber cómo, acabó delante del primero de los ancianos, Zayd.
Era mayor y muy menudo, pero sus ojos brillaban de sabiduría.
– Así que tú eres la amante de Kateb.
Victoria no supo qué decir, así que sonrió y esperó que eso fuera suficiente.
– Necesita a alguien que lo haga feliz. ¿Estás dispuesta a cumplir con la tarea?
– Haré todo lo posible -murmuró ella, pensando que Kateb estaba deseando saber si estaba embarazada o no para que se fuese de allí.
– Tendrás que hacer todavía más -le dijo el anciano-. Debes reclamarlo con entusiasmo y energía. Eso es lo que quiere un hombre.