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– Dicho así, cualquiera diría que Kateb es el último nacho del plato -comentó sin pensarlo-. A Kateb le gusta ser él quien domine, más que al contrario.

Justo en ese momento, la sala se quedó en silencio y sólo se la oyó a ella.

El anciano la miró fijamente. Y ella se quedó allí, incapaz de moverse, sin saber dónde estaba Kateb ni si la habría oído.

Entonces el anciano empezó a reír y reír. Las lágrimas corrieron por su rostro y todo el mundo volvió a hablar.

– He oído hablar de los nachos, sí -dijo-. Muy bueno. Sí, lo conseguirás.

Victoria siguió saludando al resto de los ancianos. Se limitó a sonreír sin decir nada. Kateb la estaba esperando al final.

Cuando lo miró, él arqueó una ceja. Estupendo.

– Lo has oído.

– Me ha parecido un comentario insólito.

– Tenías que haber estado ahí toda la conversación.

– Eso parece.

Le puso la mano en la espalda y la guió hacia la mesa principal.

– ¿Estás enfadado?

– No. Me has comparado con un nacho. Siento que mi vida está completa. Ella sonrió.

– Eres muy gracioso. Es extraño, pero me gusta.

– Gracias.

Kateb le ofreció una silla. Mientras se sentaba, Victoria pensó que su sentido del humor no era lo único que le gustaba de él. Le gustaba que la escuchase, salvo cuando pensaba mal de ella, y le gustaba que fuese justo. Sería un buen líder. Le gustaba. Como hombre y, tal vez, como amigo. Lo respetaba.

Eso estaba bien. Era mejor tener una buena relación. Pronto tendría que marcharse y prefería tener un buen recuerdo del tiempo que habían pasado juntos.

La cena fue transcurriendo sin complicaciones. Kateb escuchó las alabanzas de los ancianos. Eran historias sencillas que servían para ensalzarlo.

– ¿Y la historia de cómo mataste al dragón? – preguntó Victoria en voz baja, acercándose a él-. ¿O de cómo rescataste a quince huérfanos de un edificio en llamas a la vez que inventabas Internet?

– Ahora vienen -contestó él, disfrutando del olor de su piel.

– Me gustan los grandes finales.

– Entonces, te gustarán las bailarinas.

Ella lo miró.

– ¿De verdad? Me encantan. Yo nunca sería capaz de bailar con tanta gracia.

– ¿No te parece insultante? -le preguntó él sorprendido por su reacción-. ¿No te parece algo primitivo o degradante?

– No, se pasan años aprendiendo a bailar y es precioso. Como el ballet, pero con pantalones transparentes, velos y otra música.

Empezó a sonar la música en el salón y las bailarinas salieron y se colocaron enfrente de la mesa principal. Victoria se quedó hipnotizada con el espectáculo. Kateb, por su parte, se esforzó en prestar atención, pero le costó no mirar a la mujer que tenía al lado. El calor de su cuerpo lo invadía. Por muy bien que se moviesen las bailarinas, sólo podía sentirse interesado por ella.

Se recordó a sí mismo que tal vez estuviese embarazada y que, si así era, se habría atado a él para siempre. Y se repitió que no podía confiar en ella.

No obstante, no podía olvidar cómo había sido hacerle el amor. Sintió la necesidad de acariciarla de nuevo, de complacerla y ser complacido, de oír su respiración entrecortada y sentir cómo lo aplastaba su suave piel.

No le gustaba necesitarla tanto. Había aprendido a controlarse viviendo en el desierto. ¿Qué le estaba pasando?

Sólo podía pensar en volver a estar con ella. El baile continuó. Victoria le susurró algo al oído, pero no lo oyó. Estaba completamente invadido por el deseo.

Por fin las mujeres se quedaron quietas y todo el mundo aplaudió. La velada había llegado a su fin.

Kateb se levantó y habló. Victoria sonrió. Cuando hubo terminado su breve discurso, la tomó de la mano y fue hacia la salida.

Había muchas personas que querían felicitarlo. El asintió y respondió como debía, sin dejar de andar.

– ¿Estás bien? -le preguntó Victoria-. ¿Te ocurre algo?

– Estoy bien.

– Pareces tener prisa.

– La tengo.

– ¿Por qué?

Esperó a estar lejos de la multitud, entró en una alcoba, la tomó entre sus brazos y la besó.

Victoria no supo qué pensar, pero en cuanto los labios de Kateb tocaron los suyos, ya no le importó. La besó con pasión, con anhelo, casi con desesperación. Ella había pensado que no volverían a hacer el amor, pero en esos momentos Kateb le estaba haciendo saber que quería que fuese suya.

Victoria retrocedió lo suficiente para ver fuego en sus ojos.

– Estamos cerca del harén -susurró.

El dudó un momento, y ella supo por qué.

– Yusra es muy eficiente. Ha llenado los cajones de mi mesita de noche de preservativos.

El tomó su mano y se la besó. Fueron con rapidez hacia el harén y entraron en él. Victoria lo condujo hacia su dormitorio.

La iluminación era tenue y la cama estaba preparada. Todas las noches se la preparaban, como si esperasen que algún día llevase allí a un amante.

Esa noche lo había hecho.

Se volvió hacia él, que volvió a besarla. Mientras lo hacía, le abrió la chaqueta sin desabrocharla. Ella se la quitó mientras Kateb le desabrochaba el sujetador.

Entonces él tomó uno de sus pechos con la boca, haciéndola gemir de placer. Victoria se aferró a su cabeza, arqueó la espalda y le pidió más en un susurro.

Estaba preparada, quería que la penetrase, pero lo que le estaba haciendo le gustaba tanto, que tampoco quería que parase.

Entonces lo vio arrodillarse ante ella para besarla en el lugar más íntimo de su cuerpo. Y sintió que empezaba a perder el control.

– No -le dijo. No quería que fuese allí, medio desnuda, casi sin tenerse de pie.

El pareció entenderla. Se incorporó y empezó a desnudarse. Victoria se quito los zapatos, los pantalones y las braguitas. Kateb sacó un preservativo de la mesita de noche. Entonces, ambos se tumbaron desnudos en la cama.

Victoria le acarició su erección y él contuvo la respiración, se apretó contra ella.

Luego se colocó entre sus piernas para darle placer con la boca. Ella las separó e intentó contener un gemido de placer.

Al principio, Kateb se movió muy despacio, como si quisiese descubrir que era lo que la hacía temblar, gemir y retorcerse. Le acarició todo el cuerpo. Victoria nunca había sentido algo igual. Sus músculos internos se tensaron y él empezó a moverse más deprisa, a un ritmo constante. Victoria se sacudió y sintió que una ola de placer invadía todo su cuerpo.

El continuó acariciándola con la lengua, con más suavidad, hasta que se quedó quieta y recuperó la respiración. Entonces Kateb se incorporó y se puso el preservativo. La penetró de inmediato.

La llenó por completo, volviendo a despertar todas sus terminaciones nerviosas. Cuando quiso darse cuenta, Victoria estaba llegando otra vez al clímax. Aquel orgasmo la pilló desprevenida. Se aferró a él, incapaz de controlar su cuerpo. Lo miró a los ojos y se perdió en cada empellón.

Se dijo a sí misma que apartase la mirada, que cerrase los ojos, que aquello era demasiado íntimo, pero no pudo. El tampoco miró a otro lado.

Continuó observándola, entrando y saliendo. Victoria nunca había sentido tanto placer.

Entonces él se puso tenso y llegó al orgasmo también. Ella lo vio todo, el anhelo, el alivio, la satisfacción. Por fin se quedó quieto, habían terminado.

Victoria había imaginado que Kateb se marcharía, pero se quedó tumbado a su lado y la abrazó. Ella aceptó el gesto de buen grado, deseó prolongar el momento, sentirlo cerca. Se dijo a sí misma que era por la soledad, más que porque necesitase al hombre en sí.

– ¿Lo tenías pensado? -le preguntó, con la cabeza apoyada en su hombro.

– ¿Hacer el amor contigo? ¿Te estás preguntando si ha sido un accidente?

Había una nota de humor en su voz.

– Tal vez -contestó Victoria.