– Lo siento, señor -dijo ella, levantando la barbilla-. Doy por hecho que va a tener que deportarlo de inmediato. ¿Puedo devolverle el dinero que haya intentado ganar?
Kateb dio un paso al Frente.
– La deportación no es una pena suficiente para este delito, señorita McCallan. Me ha deshonrado y, al hacerlo, ha deshonrado a la Familia real de El Deharia.
– ¿Qué, qué significa eso? -preguntó Dean con voz temblorosa-. Vi, no puedes permitir que me hagan daño.
Victoria hizo caso omiso de las palabras de su padre. Su mente no paraba de funcionar. Contratar a un abogado no sería la opción más rápida. Y no sería Fácil, siendo un caso contra la familia real. Siempre podían recurrir a la embajada estadounidense, pero no les gustaba que sus ciudadanos violasen las leyes locales.
– Cuando se descubrió el engaño -continuó Kateb mirando a Victoria a los ojos-, no tenía dinero suficiente para cubrir sus deudas.
– Como ya le he dicho, señor, yo pagare sus deudas.
Al príncipe no pareció impresionarlo aquello.
– Tu padre había ofrecido otra cosa. Victoria no lo entendió.
– ¿Qué podría tener mi padre que pudiese interesarle? No sé qué le ha contado, pero no es un hombre rico. Por favor, permita que yo pague el dinero que le deba. Lo tengo en el Banco Central. Puedo ir ahora mismo por el número de cuenta para que lo confirme y…
– Te ofreció a ti.
Victoria tuvo la sensación de que la habitación empezaba a girar a su alrededor y se apoyó en la pared.
– No lo entiendo -susurró.
Kateb se encogió de hombros.
– Cuando descubrí el engaño de tu padre, él me rogó que tuviese piedad. Me ofreció dinero, que yo ya sabía que no tenia. Como no funcionó, me dijo que tenía una hija muy bella que vivía en palacio y que haría cualquier cosa por salvarlo. Dijo que podría tenerte todo el tiempo que quisiera.
Victoria se puso muy recta. Luego, se giró a mirar a Dean.
– Cielo -empezó éste-. No tenía elección.
– Siempre se tiene elección -replicó ella en tono frío-. Podías no haber jugado a las cartas.
Se sintió traicionada y decepcionada, como siempre que se daba cuenta de que Dean no era como los otros padres. Nada le importaba más que la emoción de apostar. Por mucho que prometiese que iba a dejarlo, al final siempre ganaban las cartas.
Victoria se obligó a seguir erguida y miró al príncipe.
– ¿Y ahora qué va a pasar?
– Tu padre va a ir a la cárcel hasta que el juez determine la sentencia. Ocho o diez días serán suficientes.
– ¡No, Dios mío! -gimió Dean cayendo al suelo de piedra y tapándose la cara con las manos.
Parecía roto, vencido. Ella quiso creer que por fin había entendido que sus acciones tenían consecuencias, que había aprendido la lección, que iba a cambiar. Pero lo conocía demasiado bien. Tal vez fuese incapaz de cambiar. Era el momento de darle la espalda.
El único problema era que ella había hecho una promesa diez años antes. Su madre le había hecho jurar en el lecho de muerte que protegería a Dean, a cualquier precio. Y Victoria se lo había prometido. Su madre siempre la había querido y apoyado. Dean había sido su única debilidad, su único error.
– Castígueme a mí en su lugar -sugirió-. Permita que se marche y lléveme a mí.
Dean se puso en pie a duras penas.
– Victoria -dijo, había esperanza en su voz-. ¿Harías eso por mí?
– No. Lo haría por mamá -miró al príncipe-. Yo iré a la cárcel. También soy una McCallan.
– No tengo ningún deseo de encarcelarte a ti -respondió Kateb.
Deseó estar en el desierto, donde la vida era más sencilla y las reglas se respetaban con facilidad. Si a Dean McCallan lo hubiesen pillado haciendo trampas allí, alguien le habría cortado la mano… o la cabeza.
¿Mandar a una mujer a prisión por los delitos cometidos por su padre? Imposible. Ni siquiera a aquella mujer, que no servía para nada más que para ocupar espacio.
Conocía a Victoria McCallan, al menos lo necesario para entender su carácter. Era muy guapa, tenía unas curvas impresionantes y era rubia. Era la secretaria del príncipe Nadim y llevaba dos años intentando que éste se fijase en ella. Quería casarse con un príncipe. No le importaba Nadim lo más mínimo. No obstante, no la culpaba por ello. Nadim era tan profundo como un grano de arena y tenía la personalidad de una pintura gris.
El reciente compromiso de Nadim con una mujer elegida por el rey le había estropeado los planes a Victoria. Kateb estaba seguro de que no tardaría en marcharse del país para buscar un marido rico en otro sitio. Mientras tanto, tenían el problema de qué hacer con su padre.
Miró al jefe de los guardias.
– Llévatelo.
Victoria agarró a Kateb del brazo. Este ignoró la reacción de su cuerpo, era normal. Ella era una mujer, él un hombre… no significaba nada más.
– No. No puede -lo miró Fijamente-. Por favor. Haré lo que haga falta.
– Estás agotando mi paciencia -le dijo Kateb, zafándose de ella.
– Es mi padre.
El príncipe la miró a ella y miró a su padre. Habría jurado que ella sólo sentía desdén por él. ¿Por qué le preocupaba tanto que fuese a la cárcel? A no ser que no estuviese pensando en Dean al ofrecerse, sino en conseguir a otro príncipe.
Dio un paso atrás y observó a la mujer que tenía delante.
Iba vestida de seda y encaje y llevaba unas ridículas zapatillas de tacón. Su pelo largo y rizado, sus grandes ojos azules y sus rojos labios estaban hechos para seducir. Debajo de la bata se intuían, además, unos pechos generosos que temblaban con su respiración.
Aquella mujer haría lo que fuese necesario para conseguir lo que quería. ¿De verdad pensaba que era tan tonto como para dejarse convencer por aquella belleza superficial? ¿Hasta dónde sería capaz de llegar para casarse con un príncipe?
Miró a su padre, que esperaba nervioso a que alguien moviese ficha. Tenía que haber defendido a su hija, pero no lo hizo. ¿Iba a permitir que se sacrificase en su nombre? ¿O formaría parte de la misma conspiración?
En el fondo, Kateb sabía que no era así, pero hasta que estuviese completamente seguro, prefería seguir pensando lo peor.
– Lleváoslo al pasillo -les dijo a los guardias.
Los guardias lo agarraron y Dean gimoteó y suplicó. La puerta se cerró tras de él.
– ¿Qué estarías dispuesta a hacer para salvar a tu padre? -le preguntó el príncipe a Victoria.
– Lo que me pida -respondió ella.
Le brillaban los ojos. Si Kateb hubiese sido un hombre más compasivo, habría asumido que tenía miedo, pero ya hacía muchos años que no sentía piedad por nadie.
– Debe de ser difícil para ti, una mujer sola, abrirte paso en un mundo de hombres -comentó, ignorando cómo iba creciendo el deseo en su cuerpo-. La igualdad que se da por descontada en Estados Unidos, es más difícil de alcanzar aquí. No obstante, te ha ido bien. Ya llevas un tiempo de secretaria de Nadim.
– Dos años.
– Es una pena que se haya comprometido.
– Parece muy feliz.
– Pero tú no. Todos tus planes… estropeados.
Ella se puso tensa. Lo miró a los ojos.
– Eso no tiene nada que ver con mi padre.
– ¿Seguro que no? Tal vez quieras intentar conquistarme a mí en su lugar. ¿Te presentas ante mí vestida de esa manera? ¿Para suplicarme?
Ella se cruzó de brazos.
– Si estoy vestida así es porque sus guardias no han permitido que me cambie.
– ¿Y así es como duermes todas las noches? No lo creo.
– En ese caso, tendrá que echar un vistazo a mi armario -respondió. Estaba empezando a enfadarse-. ¿Cree que estoy intentando seducirlo? ¿Que cuando me desperté y vi a cinco guardias alrededor de mi cama pensé que era mi día de suerte? Por favor.
Dejó caer los brazos a ambos lados de su cuerpo.